Estoy cansado de leer la palabra "objetividad" asociada a las maneras de Arturo Toscanini. Objetividad implica neutralidad, transparencia, voluntad clara de que las maneras de ver o hacer las cosas que tiene el intérprete no adquiera relevancia. Dicho de otra manera, que este no sea reconocible. Y pocos directores hay tan perfectamente reconocibles como Toscanini, que lo es tanto o más como el maestro con el que habitualmente se le enfrenta, Wilhelm Furtwängler. Las maneras del de Parma están claras: extrema sequedad sonora, insistencia en la claridad de líneas, violencia en los ataques, indesmayable impulso rítmico, desinterés por la sensualidad y el misterio, renuncia al vuelo melódico. Efectivamente, nos encontramos en el extremo opuesto a la concepción orgánica del fraseo del mencionado Furt, a la visión según la cual cada frase –cada compás, cada nota– surge de la inmediatamente anterior con una lógica tan natural como sometida a los vaivenes expresivos del momento concreto, de tal manera que el discurso sonoro se concibe como una fuerza natural, como un torrente cuyo curso el maestro puede modificar hasta cierto punto, pero nunca controlar plenamente porque posee vida propia. Con Toscanini la fuerza interna no es menor, pero esta se encuentra por completo sujeta a los esquemas rítmicos. Don Arturo no es el demiurgo que conjura una serie de fuerzas con las que luego se tendrá que enfrentar, sino un auriga que sujeta las riendas y golpea con su látigo para realizar un trayecto tan vertiginoso como previsible, sin espacio para la reflexión ni para la belleza. Tampoco para el matiz. Ahí radica precisamente el punto del que parte la mistificación: confundir la ausencia de matices con objetividad. Partir de una considerable rigidez en el discurso horizontal –en lo que conocemos como “agógica”– y negarse a matizar es también una manera de ser extremadamente subjetivo, por la sencilla razón de que el compositor siempre –o casi siempre– parte de la base de que el intérprete de turno va a materializar la idea musical haciendo uso de un cierto grado de flexibilidad y de una serie de acentos que permitan que la vida interna de la partitura cobre fuerza. Si alguien escribe para un piano, no se le ocurre pensar en un robot –hoy día, algún tipo de software– que reproduzca exactamente lo que está en la partitura, sino en una persona que, incluso aunque se atenga con rigor a lo que está escrito, otorgue humanidad a las notas. Pues bien, exactamente lo mismo se puede aplicar a la música para orquesta: el creador cuenta con la circunstancia, con la necesidad, de que la música ha de ser re-creada por manos humanas que se encargarán de otorgarle naturalidad, lógica y comunicatividad a esos pequeños signos negros que hay sobre el pentagrama. Entonces, ¿qué es un director objetivo? Pues justo lo dicho más arriba: el que sí procura destilar toda esa naturalidad, esa lógica y esa comunicatividad sin que interfiera el deseo de aportar ideas expresivas propias, como también –mucha atención– sin que condiciones las cosas la renuncia a la flexibilidad, a la cantabilidad o a los matices. Serían directores objetivos, sin que ello suponga mérito o demérito alguno en su arte, Eugene Ormandy, Erich Leinsdorf, André Previn, Bernard Haitink –con reparos: a veces su distanciamiento es ya un apriorismo–, Charles Dutoit, Riccardo Chailly o Simon Rattle. Subjetivos, cada uno a su manera, serían Otto Klemperer, Leonard Bernstein, Carlos Kleiber, Daniel Barenboim, Teodor Currentzis, el citado Furtwängler o, definitivamente, Arturo Toscanini. Estos últimos hacen gala todos de una idea, de una personalidad artística de tan considerable fuerza que, de una manera u otra, esta puede interponerse entre el compositor y el oyente; aunque sea para sacar a la luz, ciertamente, cosas que estaban en potencia, ahí escondidas entre las notas, que pueden resultar tanto o incluso más interesantes que las que son visibles en primer término. He ahí la grandeza –una de las grandezas– de la música: que se crea dos veces, una sobre el papel y otra durante la interpretación, y que por ello jamás se repite. Las meninas siempre será –sí, ya sé que el tiempo puede oscurecer el lienzo o alterar los colores– Las meninas, pero la Octava de Bruckner nunca es la misma. PD. Por descontado, estas líneas también las he escrito para el libro de directores. Si no avanzo en vacaciones, nunca lo haré. Artículo*: Fernando López Vargas-Machuca Más info en frasco@menadelpsicologia.com / Tfno. & WA 607725547 Centro MENADEL (Frasco Martín) Psicología Clínica y Tradicional en Mijas Pueblo #Psicologia #MenadelPsicologia #Clinica #Tradicional #MijasPueblo *No suscribimos necesariamente las opiniones o artículos aquí compartidos. No todo es lo que parece.
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