Platón, ferviente discípulo de Pitágoras, siguió con tal fidelidad las enseñanzas de su maestro que sostuvo que el Demiurgos sé valió del dodecaedro para construir el universo. Algunas figuras geométricas tienen especial y profunda significación, como, por ejemplo, el cuadrado, emblema de la moral perfecta y la justicia absoluta, pues sus cuatro lados o límites son exactamente iguales. Todas las potestades y armonías de la naturaleza están inscritas en el cuadrado perfecto cuyo número 4 es la tercera parte del número 12 del dodecaedro, de suerte que el inefable nombre de Aquél se simboliza en la sagrada Tetractys, por quien juraban solemnemente los antiguos místicos. Si después de estudiarla como es debido comparáramos las enseñanzas pitagóricas de la Metempsícosis con la moderna teoría de la evolución, hallaríamos en ella todos los eslabones perdidos en esta última; Pero ¿qué sabio se avendría a desperdiciar el tiempo en lo que llaman quimeras de los antiguos? Porque, a pesar de las pruebas en contrario, dicen que, no ya las naciones de las épocas arcaicas, sino que ni siquiera los filósofos griegos tuvieron la más leve noción del sistema heliocéntrico. San Agustín, Lactancio y el venerable Veda desnaturalizaron con su ignorante dogmatismo las enseñanzas de los teólogos precristianos; pero la filología, apoyada en el exacto conocimiento del sánscrito, nos coloca en ventajosa situación para vindicarlos. Así, por ejemplo, en los Vedas encontramos la prueba de que 2.000 años antes de J.C., los sabios indos conocían la esferoicidad de la tierra y el sistema heliocéntrico que tampoco ignoraba Pitágoras, por haberlo aprendido en la India, ni su discípulo Platón. A este propósito copiaremos dos pasajes del Aitareya Brâhmana : “El Mantra–Serpiente es uno de los que vió Sarparâjni (la reina de las serpientes). Porque la tierra (iyam) es la reina de las serpientes puesto que es madre y reina de todo cuanto se mueve (sarpat). En un principio, la tierra era una enorme cabeza calva. “Entonces vió la tierra este Mantra que confiere a quien lo conoce la facultad de asumir la forma que desee. La tierra “entonó el Mantra”, esto es, sacrificó a los dioses y por ello tomó jaspeado aspecto y fué capaz de producir diversidad de formas y mudarlas unas en otras. ”Este Mantra comienza con las palabras: Ayam gaûh pris’nír akramît” (X–189). La descripción de la tierra en forma de cabeza calva, al principio dura y después blanda, cuando el dios del aire (Vayu) sopló en ella, demuestra que los autores de los Vedas, no sólo conocían la esferoicidad de la tierra, sino también que en un principio era una masa gelatinosa que con el tiempo se fué enfriando por la acción del aire. Veamos ahora la prueba de que los indos conocían perfectamente el sistema heliocéntrico unos 2.000 años por lo menos antes de J.C. El Aitareya Brâhmana enseña cómo ha de recitar el sacerdote los shâstras y explica el fenómeno de la salida y puesta del sol. A este propósito dice: “Agnisthoma es el dios que abrasa. El sol no sale ni se pone. Las gentes creen que el sol se pone, pero se engañan, porque no hay tal, sino que llegado el fin del día, deja en noche lo que está debajo y en día lo del lado opuesto. Cuando las gentes se figuran que sale el sol, es que llegado el fin de la noche, deja en día lo que está debajo y en noche lo del lado opuesto. Verdaderamente, nunca se pone el sol para quien esto sabe”66. El pasaje trascrito es tan concluyente, que el mismo traductor del Rig Veda llama la atención sobre su texto diciendo que en él se niega la salida y la puesta del sol, como si el autor estuviese convencido de que el astro conserva constantemente su elevada posición. En uno de los nividas más antiguos, el rishi Kutsa, que floreció en muy remotos tiempos, explica alegóricamente las leyes a que obedecen los cuerpos celestes. Dice que “por hacer lo que no debió” fué condenada Anâhit68 a girar alrededor del sol. Los sattras, o sacrificios periódicos, prueban, sin dejar duda, que diez y nueve siglos antes de la era cristiana estaban ya los indos muy adelantados en astronomía. Duraban estos sacrificios un año y correspondían a la aparente carrera del sol. Según dice Haug “se dividían en dos períodos de seis meses de treinta días, con intervalo de un día llamado vishuvan (ecuador o día central) que partía el sattras en dos mitades”. Aunque Haug remonta la antigüedad de los Brâhmamas tan sólo a unos 1.200 o 1400 años antes de J.C., reconoce que los himnos más antiguos corresponden al comienzo de la literatura védica, entre los años 2.400 Y 2.000 antes de J.C., pues no ve razón para considerar los Vedas menos antiguos que las Escrituras chinas. Sin embargo, como está probado de sobra que el Sku–King (Libro de la Historia) y los cantos sacrificiales del Shi–King (Libro de las Odas) datan de 2.200 años antes de J.C., los filólogos modernos se verán forzados a confesar la superioridad de los indos en conocimientos astronómicos. De acuerdo con los brahmanes, enseñaron Pitágoras y Sócrates que el espíritu de Dios anima las partículas de la materia en que está infundido; que el hombre tiene dos almas de distinta naturaleza, pues una (alma astral o cuerpo fluídico) es corruptible y perecedera, mientras que la otra (augoeides o partícula del Espíritu divino) es incorruptible é imperecedera. El alma astral, aunque invisible para nuestros sentidos por ser de materia sublimada, perece y se renueva en los umbrales de cada nueva esfera, de suerte que va purificándose más y más en las sucesivas transmigraciones. Aristóteles, que por motivos políticos se muestra muy reservado al tratar cuestiones de índole esotérica, declara explícitamente su opinión en este punto, afirmando que el alma humana es emanación de Dios y a Dios ha de volver en último término. Zenón, fundador de la escuela estoica, distinguía en la naturaleza dos cualidades coeternas: una activa, masculina, pura y sutil, el Espíritu divino; otra pasiva, femenina, la materia que para actuar y vivir necesita del Espíritu, único principio eficiente cuyo soplo crea el fuego, el agua, la tierra y el aire. También los estoicos admitían como los indos la reabsorción final. San Justino creía en la emanación divina del alma humana, y su discípulo Taciano afirma que “el hombre es inmortal como el mismo Dios”. Es muy importante advertir que el texto hebreo del Génesis, según saben los hebraístas, dice así: “A todos los animales de la tierra y a todas las aves del aire y a cuanto se arrastra por el suelo les di alma viviente. Pero los traductores han adulterado el original substituyendo la frase subrayada por la de: “allí en donde hay vida”. Demuestra Drummond que los traductores de las Escrituras hebreas han tergiversado el sentido del texto en todos los capítulos, falseando hasta la significación del nombre de Dios que traducen por El cuando el original dice la Al que, según Higgins, significa Mithra, el Sol conservador y salvador. Drummond prueba también que la verdadera traducción de Beth–El es Casa del Sol y no Casa de Dios, pues en la composición de estos nombres cananeos, la palabra El no significa Dios, sino Sol. El desconocimiento de este capital principio filosófico invalida los métodos de la ciencia moderna por seguros que parezcan, pues no sirven para demostrar el origen y fin de las cosas. En lugar de deducir el efecto de la causa inducen la causa del efecto. Enseña la ciencia que los tipos superiores proceden evolutivamente de los inferiores, pero como en esta laberíntica escala va guiada por el hilo de la materia, en cuanto se rompe no puede adelantar un paso y retrocede con espanto, y se confiesa impotente ante el Incomprensible. No procedían así Platón y sus discípulos, para quienes los tipos inferiores eran imágenes concretas de los abstractos superiores. El alma inmortal tiene un principio aritmético y el cuerpo lo tiene geométrico. Este principio, como reflejo del Arqueos universal, es semoviente y desde el centro se difunde por todo el cuerpo del microcosmos. La triste consideración de esta verdad mueve a Tyndall a confesar cuán impotente es la ciencia aun en el mismo mundo de la materia, diciendo: “El primario ordenamiento de los átomos a que toda acción subsiguiente está subordinada, escapa a la penetración del más potente microscopio. Después de prolongadas y complejas observaciones, sólo cabe afirmar que la inteligencia más privilegiada y la más sutil imaginación retroceden confundidas ante la magnitud del problema. No hay microscopio capaz de reponernos de nuestro asombro, y no sólo dudamos de la valía de este instrumento, sino de si en verdad la mente humana puede inquirir las más íntimas energías estructurales de la naturaleza”. La fundamental figura geométrica de la cábala, que según la tradición, de acuerdo con las doctrinas esotéricas recibió Moisés en el monte Sinaí, encierra en su grandiosamente sencilla combinación la clave del problema universal. Esta figura contiene todas las demás y los capaces de comprenderla no necesitan valerse de la imaginación ni del microscopio, porque ninguna lente óptica supera en agudeza a la percepción espiritual. Para los versados en la magna ciencia, la descripción que un niño psicómetra pueda dar de la génesis de un grano de arena, de un pedazo de cristal o de otro objeto cualquiera, es mucho más fidedigna que cuantas observaciones telescópicas y microscópicas aleguen las ciencias experimentales. Si consideramos la darviniana teoría del origen de las especies, advertiremos que su punto de partida está situado como si dijéramos frente a una puerta abierta, con libertad de atravesar o no el dintel a cuyo otro lado vislumbramos lo infinito, lo incomprensible, ó, por mejor decir, lo inefable. Si el lenguaje humano es insuficiente para expresar lo que vislumbramos en el más allá, algún día habrá de comprenderlo el hombre que ante sí tiene la inacabable eternidad. Lo mismo que los que florecieron en los días de Psamético, los filósofos contemporáneos “alzan el velo de Isis” porque Isis es el símbolo de la naturaleza; pero sólo ven formas físicas y el alma interna escapa a su penetración. La Divina Madre no les responde. Anatómicos hay que niegan la existencia del alma, porque no la descubren bajo las masas de músculos y redes de nervios y substancia gris que levantan con la punta del escalpelo. Tan miopes son éstos en sus sofismas como el estudiante que bajo la letra muerta de la cábala no acierta a descubrir el vivificador espíritu. Para ver el hombre real que habitó en el cadáver extendido sobre la mesa de disección, necesita el anatómico ojos no corporales; y de la propia suerte, para descubrir la gloriosa verdad, cifrada en las escrituras hieráticas de los papiros antiguos, es preciso poseer la facultad de intuición, la vista del alma, como la razón lo es de la mente. ¿En qué país no se ha practicado la magia? ¿En qué época se olvidó por completo? Los Vedas y las leyes de Manú, que son los documentos literarios más antiguos, describen muchos ritos mágicos de lícita práctica entre los brahmanes. Hoy mismo se enseña en el Japón y en China, sobre todo en el Tíbet, la magia caldea, y los sacerdotes de estos países corroboran con el ejemplo las enseñanzas relativas al desenvolvimiento de la clarividencia y actualización de las potencias espirituales, mediante la pureza y austeridad de cuerpo y mente, de que dimana la mágica superioridad sobre las entidades elementales, naturalmente inferiores al hombre. En los países occidentales es la magia tan antigua como en los orientales. Los druidas de la Gran Bretaña y de las Galias la ejercían en las reconditeces, de sus profundas cavernas, donde enseñaban ciencias naturales y psicológicas, la armonía del universo, el movimiento de los astros, la formación de la tierra y la inmortalidad del alma . En las naturales academias edificadas por mano del invisible arquitecto, se congregaban los iniciados al filo de la media noche para meditar sobre lo que es y lo que ha de ser el hombre. No necesitaban de iluminación artificial en sus templos, porque la casta diosa de la noche hería con sus rayos las cabezas coronadas de roble y los sagrados bardos de blancas vestiduras sabían hablar con la solitaria reina de la bóveda estrellada. Pero aunque el ponzoñoso hálito del materialismo haya consumido las raíces de los sagrados bosques y secado la savia de su espiritual simbolismo, todavía medran con exuberante lozanía para el estudiante de ocultismo, que los sigue viendo cargados del fruto de la verdad tan frondosamente como cuando el archidruida sanaba mágicamente a los enfermos y tremolando el ramo de muérdago segaba con su dorada segur la rama del materno roble. La magia es tan vieja como el hombre y nadie acertaría en señalar su origen, de la propia suerte que no cabe computar el nacimiento del primer hombre. Siempre que los eruditos intentaron determinar históricamente los orígenes de la magia en algún país, desvanecieron sus cálculos investigaciones posteriores. Suponen algunos que el sacerdote y rey escandinavo Odín fué el fundador de la magia unos 70 años antes de J.C.; pero hay pruebas evidentes de que los misteriosos ritos de las sacerdotisas valas son muy anteriores a dicha época83. Otros eruditos modernos atribuyen a Zoroastro las primicias de la magia apoyados en que fué el fundador de la religión de los magos; pero Amiano Marcelino, Arnobio, Plinio y otros historiadores antiguos, prueban concluyentemente que tan sólo se le debe considerar como reformador de la magia, ya de muy antiguo profesada por los caldeos y egipcios. Los más eminentes maestros de las cosas divinas convienen en que casi todos los libros antiguos están escritos en lenguaje sólo entendido de los iniciados, y ejemplo de ello nos da el bosquejo biográfico de Apolonio de Tyana, que, según saben los cabalistas, es un verdadero compendio de filosofía hermética con trasuntos de las tradiciones relativas al rey Salomón. Lo mismo que éstas, parece el bosquejo biográfico de Apolonio fantástica quimera, porque los acontecimientos históricos están cubiertos bajo el velo de la ficción. El viaje a la India, allí descrito, simboliza las pruebas del neófito, y sus detenidas conversaciones con los brahmanes, sus prudentes consejos y sus diálogos con el corintio Menipo, equivalen en conjunto, debidamente interpretados, a un catecismo esotérico. En su visita al país de los sabios, en la plática que sostuvo con el rey Hiarkas y en el oráculo de Anfiarao, se simbolizan muchos dogmas secretos de Hermes, cuya explicación revelaría no pocos misterios de la naturaleza. Eliphas Levi indica la sorprendente analogía entre el rey Hiarkas y el fabuloso Hiram, de quien recibió Salomón el cedro del Líbano y el oro de Ofir. Curioso fuera averiguar si los modernos masones, por mucha que sea su elocuencia y habilidad, saben quién es el Hiram cuya muerte juran vengar. Si prescindiendo de las enseñanzas puramente metafísicas de la cábala, atendiéramos tan sólo al ocultismo fisiológico, podríamos obtener resultados beneficiosos para algunas ramas de la moderna ciencia experimental, tales como la química y la medicina. Sería conveniente convocar a los médicos de las distintas escuelas para demostrarles que muchas veces se estrella su ciencia contra la rebeldía de enfermedades, vencidas después por saludadores hipnóticos o mediumnímios. Quienes estudien la antigua literatura médica, desde Hipócrates a Paracelso y Van Helmont, hallarán multitud de casos fisiológicos y psicológicos, perfectamente comprobados, con medicinas y tratamientos terapéuticos cuyo empleo desdeñan los médicos contemporáneos85. De la propia manera, los cirujanos del día confiesan su inferioridad respecto de la admirable destreza de los antiguos en el arte de vendar. Los más notables cirujanos parisienses han examinado el vendaje de las momias egipcias, sin verse capaces de imitar el modelo que ante sí tenían. En el museo Abbott, de Nueva York, hay numerosas pruebas de la habilidad de los antiguos en varias artes, entre ellas, la de blondas y encajes y postizos femeninos. El periódico de Nueva York, La Tribuna, en su crítica del Papiro de Ebers, dice: “… verdaderamente no hay nada nuevo bajo el sol… Los capítulos 65, 66, 79 y 89 demuestran que los regeneradores del cabello, los tintes y polvoreras eran ya necesarios hace 3.400 años”. (Los sabios modernos pueden compararse en muchos aspectos con aquel sagaz, erudito y cumplido caballero de quien dice Hipócrates: “Me encontré con él un día y me participó que había descubierto cierta planta hasta entonces desconocida, cuyas maravillosas propiedades curativas vencían toda enfermedad aguda o crónica por maligna que fuese. Deseoso yo de corresponder a su confianza, le rogué me acompañara al herbario donde conservaba tan prodigiosa planta y allí pude ver que era el ajo, vulgarísima en toda Grecia y una de las menos empleadas en terapéutica”. – Hipócrates. – De óptima prædicandi ratione item judicii operum magni. I.) El mundo permanente de las verdades eternas que interpenetra el transitorio mundo de ilusiones y quimeras no ha de ser descubierto por las tradiciones de los hombres que vivieron en los albores de la civilización ni por los ensueños de los místicos que presumían de inspiración, sino que han de descubrirlo las investigaciones de la geometría y la práctica interrogación de la naturaleza.” Estamos del todo conformes con esta conclusión que no podía inferirse más acertadamente. Parte de la verdad nos dice Draper en el pasaje trascrito, pero no toda, porque desconoce la índole y extensión de los conocimientos que en los Misterios se enseñaban. Ningún pueblo tan profundamente versado en geometría como los constructores de las Pirámides y otros titánicos monumentos antediluvianos y postdiluvianos, y ninguno tampoco que tan prácticamente haya interrogado a la naturaleza. Prueba de ello nos da el significado de sus innumerables símbolos, cada uno de los cuales es plasmada idea que combina lo divino é invisible con lo terreno y visible, de suerte que de lo visible se infiere lo invisible por estricta analogía, según el aforismo hermético: “como lo de abajo es lo de arriba”. Los símbolos egipcios denotan profundos conocimientos en ciencias naturales y muy prácticos estudios de las fuerzas cósmicas. “Cuando tratamos de la estrecha relación entre los dáctilos y las fuerzas magnéticas, no nos referimos tan sólo a la piedra imán y a nuestro concepto de la naturaleza, sino que consideramos el magnetismo en conjunto. Así se comprende cómo los iniciados que se dieron el nombre de dáctilos asombraran a las gentes con sus artes mágicas y realizaran prodigiosas curaciones. A esto añadieron la preceptuación del cultivo de la tierra, la práctica de la moral, el fomento de las ciencias y de las artes, las enseñanzas de los Misterios y las consagraciones secretas. Si todo esto llevaron a cabo los sacerdotes cabires, ¿no recibirían auxilio y guía de los misteriosos espíritus de la naturaleza” ? De la misma opinión es Schweigger, quien demuestra que los antiguos fenómenos teúrgicos derivaban de fuerzas magnéticas “guiadas por los espíritus”. Papiro de Ebers: “De Heliópolis vine con los magnates de Hetaat, los Señores de Protección, los dueños de la eternidad y de la salvación. De Sais vine con la Diosa–Madre que me otorgó su protección. El Señor del Universo me enseñó a librar a los dioses de toda enfermedad mortal”. Pero ¿cómo era posible que estos eruditos, sin la agudísima intuición de un Champollión, descubrieran el significado esotérico de cuanto el velo de Isis no dejaba traslucir sino a los adeptos? Nadie regatea la valía de Champollión como egiptólogo. A su juicio, todo comprueba que los antiguos egipcios fueron esencialmente monoteístas, y gracias a sus indagaciones está demostrada en los más nimios pormenores la exactitud de los escritos de Hermes Trismegisto, cuya antigüedad se pierde en la noche de los tiempos. Sobre ello dice también Ennemoser: “Herodoto, Tales, Parménides, Empedocles, Orfeo y Pitágoras aprendieron en Egipto y demás países orientales filosofía natural y teología”. Por nuestra parte recordaremos que en Egipto se instruyó Moisés y pasó Jesús los años de su primera juventud. En aquel país se daban cita todos los estudiantes del mundo conocido antes de la fundación de Alejandría. A este propósito, pregunta Ennemoser: ¿Por qué se sabe tan poco de los Misterios al cabo de tanto tiempo y a través de tantos países? Por el universal y riguroso sigilo de los iniciados, aunque igualmente puede atribuirse a la pérdida de las obras esotéricas de la más remota antigüedad. Los libros de Numa, encontrados en la tumba de este monarca y descritos por Tito Livio, trataban de filosofía natural, pero se mantuvieron en secreto a fin de no divulgar los misterios de la religión dominante. El senado romano y los tribunos del pueblo mandaron quemarlos en público”. La magia era una ciencia divina cuyo conocimiento conducía a la participación en los atributos de la misma Divinidad. Dice Filo Jadeo que “descubre los secretos de la naturaleza y facilita la contemplación de los poderes celestes”. Con el tiempo degeneró por abuso en hechicería y se atrajo la animadversión general; pero nosotros hemos de considerarla tal como fué en los tiempos de su pureza, cuando las religiones se fundaban en el conocimiento de las fuerzas ocultas de la naturaleza. En Persia no introdujeron la magia los sacerdotes como vulgarmente se cree, sino los magos, cuyo nombre indica la procedencia. Los mobedos o sacerdotes parsis, los antiguos géberes, se llaman hoy día magois en dialecto pehlvi. La magia es coetánea de las primeras razas humanas. Casiano menciona un tratado de magia muy conocido en los siglos IV y V que, según tradición, lo recibió Cam, hijo de Noé, de manos de Jared, cuarto nieto de Seth, hijo de Adán. Moisés fué deudor de sus conocimientos a la iniciada Batria, esposa del Faraón y madre de la princesa egipcia Termutis, que lo salvó de las aguas del Nilo. De él dicen las escrituras cristianas: “Y fué Moisés instruido en toda la sabiduría de los egipcios y era poderoso en palabras y obras”93. Justino Mártir, apoyado en la autoridad de Trogo Pompeyo, afirma que José, hijo de Jacob, aprendió muchas artes mágicas de los sacerdotes egipcios. Moisés al pueblo en general, reveló a los setenta ancianos algunas “verdades ocultas de la ley” con mandato de no transmitirlas más que a los merecedores de conocerlas. San jerónimo dice que los judíos de Tiberiades y Lida eran singulares maestros en hermenéutica mística. Por último, Ennemoser se muestra firmemente convencido de que las obras del areopagita Dionisio están inspiradas en la cábala hebrea, lo cual nada tiene de extraño si consideramos que los agnósticos o cristianos primitivos fueron continuadores, con distinto nombre, de la escuela de los esenios. Molitor reivindica la cábala hebrea y dice sobre este punto: “Ha pasado ya el tiempo en que la teología y las ciencias eran esclavas de la vulgaridad y la incongruencia; pero como el racionalismo revolucionario no ha dejado otro rastro que su propia ineficacia con estropeamiento de las verdades positivas, hora es de reconvertir la mente a la misteriosa revelación de donde, como de vivo manantial, brota nuestra salvación… Los antiguos misterios de Israel, que contienen todos los secretos de hoy, debieran servir para establecer la teología sobre profundos principios teosóficos y dar base firme a las ciencias especulativas. De esta suerte se abrirían nuevos caminos en el laberinto de mitos, símbolos y organización política de las sociedades primitivas. Las tradiciones antiguas encierran el método de enseñanza seguido en las escuelas de profeta que Samuel no fundó, sino que tan sólo restauró, y cuyo objeto era instruir a los candidatos en conocimientos que les hicieran dignos de la iniciación en los Misterios mayores, una de cuyas enseñanzas era la magia distintamente separada en dos opuestos linajes: la blanca o divina y la negra o diabólica. Cada una de estas ramas se subdivide a su vez en dos modalidades: activa y contemplativa. Por la magia divina se relaciona el hombre con el mundo para conocer las cosas ocultas y realizar buenas obras. Por la magia diabólica se esfuerza el hombre en adquirir dominio sobre los espíritus y perpetrar diabólicas fechorías y delitos de lesa naturaleza. Lejos de nosotros el intento, no ya de blasfemia, sino ni siquiera de irreverencia contra el divino Poder, por el que existen todas las cosas visibles é invisibles y ante cuya majestad y perfección absoluta se abisma la mente. Nos basta el convencimiento de que El existe y que El es la sabiduría infinita. Nos basta tener como las demás criaturas una centella de su esencia. Reverenciamos al supremo infinito é ilimitado poder, al céntrico SOL ESPIRITUAL, cuya luz nos ilumina y cuya voluntad nos circunda. Es el Dios de los profetas antiguos y de los profetas modernos; el Dios cuya naturaleza sólo cabe vislumbrar en los mundos evocados a la existencia por su potente FIAT; el Dios cuya revelación está cifrada por su propia mano en los imperecederos símbolos de la armonía universal del Cosmos. El es el único evangelio infalible. ¡Oh Caballeros de Oriente!, y sentaros en el suelo con la cabeza entre las manos en apostura triste, porque valor os sobra para deplorar vuestra suerte. Desde que Felipe el Hermoso de Francia abolió la orden de los Templarios, nadie ha venido a resolver vuestras dudas, no obstante, tantas pretensiones en contrario. Verdaderamente, venís errantes de Jerusalén en busca del perdido tesoro del lugar santo. ¿Lo hallasteis? ¡Ay!, no; porque el lugar santo está profanado y abatidas cayeron las columnas de sabiduría, fuerza y belleza. En adelante vagaréis en tinieblas y caminaréis humildemente por selvas y montes en busca de la palabra perdida. ¡Andad! No la encontraréis mientras reduzcáis vuestras jornadas a siete ni aún a siete veces siete, porque camináis en tinieblas que sólo puede disipar la fulgurante antorcha de la verdad, sostenida por los legítimos descendientes de Ormazd. Tan sólo ellos pueden enseñaros a pronunciar correctamente el nombre revelado a Enoch, Jacob y Moisés. ¡Pasad! Hasta que vuestro R.S.W. sepa multiplicar 333 de modo que resulten 666, el número de la bestia apocalíptica, debéis ser prudentes y manteneros sub–rosa. Al término de cada “año máximo”, como llamaron Censorino y Aristóteles al período de siete saros, sufre nuestro planeta una total revolución física. Las zonas glaciales y tórrida cambian gradualmente de sitio; las primeras se mueven poco a poco hacia el Ecuador y la segunda con su exuberante vegetación y su copiosa vida animal, reemplaza los helados desiertos polares. Esta alteración de climas va necesariamente acompañada de cataclismos, terremotos y otras perturbaciones cósmicas. Como quiera que cada diez milenios y cerca de un nero, se altera el lecho del océano, sobreviene un diluvio análogo al del tiempo de Noé. Los griegos daban a este año el sobrenombre de heliaco, pero únicamente los iniciados conocían su duración y demás condiciones astronómicas. Al invierno del año heliaco le llamaban cataclismo o diluvio, y al verano le denominaban ecpirosis. Según tradición popular, la tierra sufría alternativamente catástrofes plutónicas (por el agua) y volcánicas (por el fuego) en estas dos estaciones del año heliaco. Así consta en los fragmentos Astronómicos de Censorino y Séneca; pero tanta incertidumbre hay entre los comentadores acerca de la duración del año heliaco, que ninguno se aproxima a la verdad excepto Herodoto y Lino, quienes respectivamente lo computan en 10.800 y 13.984 años101. En opinión de los sacerdotes babilonios, corroborada por Eupolemo, la ciudad de Babilonia fué fundada por los que se salvaron del diluvio, quienes eran hombres de gigantesca talla y edificaron la torre llamada de Babel. Estos gigantes, que eran expertos astrónomos y además habían recibido enseñanzas secretas de sus padres “los hijos del Dios”, instruyeron a su vez a los sacerdotes y dejaron en los templos recuerdos del cataclismo que habían presenciado. De este modo computaron los sacerdotes la duración de los años máximos. Por otra parte, según dice Platón en el Timeo, los sacerdotes helenos reconvinieron a Solón por ignorar que aparte del gran diluvio de Ogyges, habían ocurrido otros igualmente copiosos, lo cual demuestra que en todos los países tenían los sacerdotes iniciados conocimiento del año heliaco. Muchos eruditos, entre ellos Higgins, no pudieron averiguar, no obstante sus indagaciones, cuál era el ciclo secreto. Bunsen ha demostrado que los sacerdotes egipcios mantenían en el más profundo misterio las rotaciones cíclicas. Higgins acertó al suponer que el cielo indo de 432.000 años es la verdadera clave del cielo secreto, pero bien se echa de ver que no fué capaz de descifrarlo, pues este cielo es el más impenetrable de todos, porque atañe al misterio de la creación. Está representado con guarismos simbólicos en el Libro de los números de los caldeos, cuyo texto original no se halla en biblioteca alguna, si acaso se conserva, ya que era uno de los tantos libros de Hermes. “Si el ángulo que el plano de la eclíptica forma con el plano del ecuador fué decreciendo gradualmente, como se supone que ocurrió hasta hace poco, ambos planos hubieron de haber coincidido al cabo de 6.000 años. Transcurridos otros 6.000 años, el sol hubiera estado situado respecto del hemisferio sur como ahora lo está respecto del septentrional; después de 6.000 años más, volverían a coincidir los dos planos, y al término de otros 6.000 años se situaría el eje de la tierra en la posición actual. Todo este proceso representa un transcurso de 24.000 años. Cuando el sol llegó al ecuador finalizaría el período de 6.000 años y el mundo quedaría destruido por el fuego, mientras que al llegar al punto meridional, lo habría sido por el agua. De esta suerte tendríamos un cataclismo total cada 6.000 años, o sean diez nerosos¨. Este sistema de computación, prescindiendo del secreto en que los sacerdotes tenían sus conocimientos, está expuesto a gravísimos errores y tal fué la causa de que los judíos y algunos cristianos neoplatónicos vaticinaran el fin del mundo a los 6.000 años. También se origina de ello que la ciencia moderna menosprecie las hipótesis de los antiguos, y que se formen algunas sectas, que, como la de los adventistas, viven en continua espera del fin del mundo. Así como el movimiento de rotación de la tierra determina cierto número de ciclos comprendidos en el ciclo mayor del movimiento de traslación, análogamente cabe considerar los ciclos menores comprendidos en el saros máximo. La rotación cíclica del planeta es simultánea con las rotaciones intelectual y espiritual, igualmente cíclicas. Así vemos en la historia de la humanidad un movimiento de flujo y reflujo semejante a la marea del progreso. Los imperios políticos y sociales ascienden al pináculo de su grandeza y poderío para descender de acuerdo con la misma ley de su ascensión, hasta que llegada la sociedad humana al punto ínfimo de su decadencia, se afirma de nuevo para escalar las próximas alturas que por ley progresiva de los ciclos son ya más elevadas que las que alcanzó en el cielo anterior. Las edades de oro, plata, cobre y hierro no son ficción poética. La misma ley rige en la literatura de los diversos países. A una época de viva inspiración y espontánea labor literaria, sigue otra de crítica y raciocinio. La primera proporciona materiales al espíritu analítico de la segunda. Las imágenes de los genios que florecieron en épocas antediluvianas se reflejan en los períodos históricos, como en las serenas aguas del lago la luz de la estrella que centellea en la insondable profundidad del firmamento. Como lo de arriba es lo de abajo. Como en el cielo, así en la tierra. Lo que fué, será. Siempre ha sido el mundo ingrato con sus hombres insignes. Florencia ha levantado una estatua a Galileo, y apenas si se acuerda de Pitágoras. Al primero le sirvieron de segura guía las obras de Copérnico, que hubo de luchar contra la general preocupación del sistema de Ptolomeo; pero ni Galileo ni los astrónomos modernos han descubierto la verdadera posición de los planetas, porque miles de años antes la conocían los sabios del Asia central, de donde trajo Pitágoras el definido conocimiento de esta verdad demostrada. Dice Porfirio que los números de Pitágoras son símbolos jeroglíficos de que se valía el ilustre filósofo para explicar las ideas relativas a la naturaleza de las cosas. De esto se infiere que para investigar su origen, hemos de recurrir a la antigüedad. Así lo corrobora acertadamente Hargrave Jennings en el siguiente pasaje: “¿Sería razonable deducir que los apenas creíbles fenómenos físicos llevados a cabo por los egipcios fueron efecto del error en una época de tan floreciente sabiduría y de facultades prodigiosas en comparación de las nuestras? ¿Acaso cabe suponer que los numerosísimos pobladores de las márgenes del Nilo laboraron estúpidamente en tinieblas, que la magia de sus hombres eminentes era impostura y que sólo nosotros, los que menospreciamos su poderío, somos los sabios? ¡No por cierto! Hay en aquellas antiguas religiones mucho más de lo que pudiera suponerse, a pesar de las audaces negaciones del escepticismo de estos descreídos tiempos… Así vemos que es posible conciliar las enseñanzas paganas con las clásicas, las de los gentiles con las de los hebreos y las cristianas con las mitológicas en la común creencia basada en la Magia, cuya posibilidad informa la moral de esta obra”. La naturaleza humana tiene el mismo horror al vacío que los experimentadores del Renacimiento supusieron en la naturaleza física. La humanidad advierte instintivamente la presencia del Poder supremo, porque sin Dios poseería el universo un cuerpo sin alma. Como quiera que las multitudes desconocían el único camino donde hubieran podido hallar las huellas de Dios, llenaron el desolador vacío con el personal Dios plasmado de propósito por la teología con materiales exotéricamente entresacados de mitos y filosofías paganas. ¿Cómo, sino, se hubieran derivado tantas sectas, de las cuales llegaron algunas al último extremo del absurdo? El género humano anhela satisfacer sus necesidades espirituales con una religión que pueda relevar ventajosamente a la dogmática é indemostrable teología cristiana, y le dé pruebas de la inmortalidad del alma. A este propósito dice Sir Thomas Browne: “El más ponzoñoso dardo con que el escepticismo puede atravesar el corazón del hombre es decirle que no hay otra vida más allá de la presente ni otro estado, con posibilidades de ulterior progreso, que perfeccione su actual naturaleza.” La religión que probara científicamente la inmortalidad del alma pondría a las dominantes en la alternativa de reformar sus dogmas en este sentido, o de perder la adhesión de sus prosélitos. Los más eminentes pensadores de Grecia y Roma no dudaron de la realidad de las apariciones que clasificaban en manes, ánima y umbra. Los manes descendían al mundo inferior; el ánima o espíritu puro, subía a los cielos; y el umbra vagaba alrededor del sepulcro, atraído por su afinidad con el cuerpo físico. “Terra legit carnem tumulum circumvolet umbra, Orcus habet manes, spiritus astra petit.” Así dice Ovidio al tratar de la trina naturaleza del alma humana. Sin embargo, todas estas definiciones han de someterse al escrupuloso análisis de la filosofía, porque, por desgracia, muchos eruditos olvidan que la modificación de los idiomas y la terminología simbólica empleada por los antiguos místicos han inducido a error a gran número de traductores é intérpretes que leyeron literalmente las frases de los alquimistas medioevales, del mismo modo que los modernos eruditos no advierten el simbolismo de Platón. Algún día lo comprenderán debidamente y echarán de ver que la filosofía antigua, como también la moderna, se valió del método de extrema necesidad, y que desde los orígenes de la especie humana estuvo la verdad bajo la salvaguarda de los adeptos del santuario. Entonces se convencerán de que tan sólo eran aparentes las diferencias de credos y ceremonias, pues los depositarios de la primitiva revelación divina; que habían resuelto cuantos problemas caen bajo el dominio de la mente humana, formaban una comunidad universal, científica y religiosa, que en continua cadena circuía el globo. A la filosofía y a la psicología les toca buscar los eslabones extremos, y luego de hallados, siquiera uno solo, seguir escrupulosamente el encadenamiento que nos eleve a desentrañar el misterio de las antiguas religiones. La negligencia en el examen de estas pruebas condujo a hombres de tan preclaro talento, como Hare y Wallace, al redil del moderno espiritismo, mientras que a otros les llevó, por falta de espiritual intuición, a las diversas modalidades del grosero materialismo. Pero ya no es necesario insistir en este punto, porque ni valor ni esperanza han de faltarnos, aunque la mayoría de los eruditos contemporáneos opinen que sólo ha habido en el mundo una época de florecimiento intelectual, a cuyos albores pertenecen los filósofos antiguos y en cuyo cenit brillan los modernos, y aunque los científicos del día pretendan invalidar el testimonio de los pensadores de otro tiempo, como si la humanidad hubiera empezado a existir el primer año de la era cristiana y todo cuanto sabemos fuese de época reciente. El momento es más propicio que nunca para la restauración de la filosofía antigua, pues arqueólogos, fisiólogos, astrónomos, químicos y naturalistas se acercan al punto en que hayan de recurrir a ella. Las ciencias físicas tocan ya los límites de la investigación, y la teología dogmática ve agotadas las fuentes de que en otro tiempo bebiera. Si no mienten las señas, se acerca el día en que el mundo tenga pruebas de que únicamente las religiones antiguas estuvieron en armonía con la naturaleza, y de que la ciencia de los antiguos abarcaba todo conocimiento asequible a la mente humana. Se revelarán secretos durante largo tiempo velados; volverán a ver la luz del día olvidados libros de épocas remotas y perdidas artes de tiempos pretéritos; los pergaminos y papiros arrancados de las tumbas egipcias andarán en manos de intérpretes que los descifren, junto con las inscripciones de columnas y planchas cuyo significado aterrorice a los teólogos y confunda a los sabios. ¿Quién conoce las posibilidades del porvenir? Pronto ha de empezar, o mejor dicho, ha empezado ya la era restauradora. El ciclo está por terminar su carrera, y vamos a entrar en el siguiente. Las páginas de la historia futura contendrán pruebas evidentes de que si en algo hemos de creer a los antiguos es en que los espíritus descendieron de lo alto para conversar con los hombres y enseñarles los secretos del mundo oculto. Pero ¿á qué alterar las obras de la naturaleza? La filosofía más profunda será la que nos revele los Secretos de la naturaleza y nos permita penetrar en ella sin trastornarla. BULWER. Isis sin velo tomo I H.P.Blavatsky. Vuestra en la Santa ciencia Ana Suero Sanz. - Artículo*: Filosofía Oculta - Más info en psico@mijasnatural.com / 607725547 MENADEL Psicología Clínica y Transpersonal Tradicional (Pneumatología) en Mijas y Fuengirola, MIJAS NATURAL *No suscribimos necesariamente las opiniones o artículos aquí enlazados
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