Principio y métodos del arte Sagrado
Titus Burckhardt
Ediciones Lidium. Buenos Aires 1982 Pp. 52-58
FUNDAMENTOS DEL ARTE CRISTIANO
IV
El arte sagrado del cristianismo constituye el marco normal de la
liturgia; es su amplificación sonora y visual, al igual que la liturgia
no sacramental tiene por objeto preparar y desplegar el efecto de
los medios de gracia instituidos por el propio Cristo. Para la Gracia
no hay ambiente «neutro»; éste estará a favor o en contra de la in-
fluencia espiritual; lo que no «une», «dispersará» inevitablemente.
Es completamente vano invocar la «pobreza evangélica» para
justificar la ausencia o la negación de un arte sagrado. Es verdad
que, cuando la misa todavía se celebraba en cuevas o catacumbas, el
arte era superfluo, al menos el arte plástico; pero a partir del
momento en que se construyen santuarios, éstos deben estar orde-
nados por un arte consciente de las leyes espirituales.
De hecho, no existe ninguna iglesia primitiva o medieval, por pobre que sea,
cuyas formas no manifiesten esta consciencia", mientras que todo
ambiente no tradicional está atestado de formas vanas y falsas. La
simplicidad misma es un sello de la tradición, a menos que lo sea
de la naturaleza intacta.
La liturgia se presenta como una obra de arte con diversos
grados de inspiración: su centro, el sacrificio eucarístico, pertenece
75. Conviene hacer una excepción con ciertas iglesias instaladas en antiguos
santuarios griegos o romanos; decimos «excepciones» en un sentido muy relativo,puesto que se trata de santuarios.
al arte divino; por él se cumple la más perfecta y misteriosa trans-
formación. Alrededor de este centro o núcleo se despliega, a la
manera de un comentario inspirado pero necesariamente fragmen-
tario, la liturgia fundada en el uso consagrado por los apóstoles y
los Padres de la Iglesia. En este orden, la gran variedad de usos li-
túrgicos, tal como existía en la Iglesia latina antes del concilio de
Trento, no ocultaba en modo alguno la unidad orgánica de la obra,
sino que subrayaba, al contrario, su unicidad interna, la naturaleza
divinamente espontánea del plan y su carácter de arte, en el sencido
más elevado del término; por eso mismo, el arte propiamente dicho
se integraba más fácilmente en la liturgia.
El ambiente arquitectónico perpetúa la irradiación del sacrificio
eucarístico en virtud de determinadas leyes objetivas y universales. El
sentimiento no puede crear este ambiente, por noble que sea su
impulso, pues la afectividad está sujeta a las reacciones engendradas
por reacciones; es totalmente dinámica y no puede aprehender direc-
tamente y de un modo seguro las cualidades del espacio y el tiempo,
que responden naturalmente a las leyes eternas del Espíritu. No se
puede hacer arquitectura sin hacer implícitamente cosmología.
La liturgia no sólo determina el orden arquitectónico, sino que
rige también la distribución de las imágenes sagradas según el sim-
bolismo general de las regiones del espacio y el significado litúrgico
de la izquierda y la derecha.
Es en la Iglesia griega ortodoxa donde las imágenes están más
directamente integradas en el drama litúrgico. Aquí adornan sobre
todo el iconostasio, el tabique que separa el sanctasanctórum
—lugar del sacrificio eucarístico realizado ante la mirada de los sa-
cerdotes solamente— de la nave accesible al común de los fieles.
Según los Padres griegos, el iconostasio simboliza el límite que
separa el mundo de los sentidos del mundo espiritual, y por esto las
imágenes sagradas aparecen en este tabique, al igual que las
Verdades divinas, que la razón no puede captar directamente, se
reflejan, en forma de símbolos, en la facultad imaginativa, interme-
dia entre el intelecto y las facultades sensoriales.
La división en un coro (adyton), accesible sólo a los sacerdotes, y
una nave (naos) que alberga a todos los fieles, determina, por otra
parce, el plano de las iglesias bizantinas: el coro es relativamente
pequeño; no forma un solo cuerpo con la nave, que abarca indiferen-
temente a toda la multitud de los creyentes de pie ante la escena del
iconostasio. Este tiene tres puertas, por las que los oficiantes entran y
salen para anunciar las diversas fases del drama divino. los diáconos
utilizan las puertas laterales; sólo el sacerdote que lleva las especies
consagradas o el libro del Evangelio puede atravesar la Puerta real, la
del centro, que es, así, como una imagen de la puerta solar o divinal.
La naos tendrá de preferencia una forma más o menos concéntrica,
forma que corresponde por Io demás a] carácter contemplativo de la
Iglesia de Oriente: el espacio está como recogido en sí mismo, a la
vez que expresa la ilimitación del círculo o de la esfera (fig. 16).
Fig. 16. El plano bizantino primitivo de la catedral de San Marcos de Venecia,
según Ferdinando Forlati.
Se ha pretendido que la forma tradicional del iconostasio, con sus colum-
nitas que enmarcan los iconos, derivaba de la escena del teatro antiguo, cuya
pared del fondo también estaba adornada de imágenes y poseía puertas por
donde entraban y salían los actores. Si hay algo de verdad en esta analogía es
porque la forma del teatro antiguo se refería a un modelo cósmico: las puertas de la escena se asemejan a las «puertas del cielo», por donde los dioses descienden al mundo y por donde las almas ascienden al cielo.
La liturgia latina, en cambio, tiende a diferenciar el espacio ar-
quitectónico conforme a la cruz formada por los ejes, comunicán-
dole así algo de la naturaleza del movimiento. En la arquitectura
románica, la nave se prolonga progresivamente; es la peregrinación
hacia el altar, la Tierra Santa, el paraíso. El transepto se desarrolla
igualmente cada vez más. Más tarde, la arquitectura gótica, afir-
mando hasta el extremo el eje vertical, acaba por reabsorber el desa-
rrollo horizontal en su impulso hacia el cielo: los diversos brazos de
la cruz se incorporarán poco a poco a una vasta nave, de tabiques
perforados y paredes diáfanas.
Los santuarios latinos de la alta Edad Media participan de la
cripta y la caverna. Están concentrados en el sanctasanctórum, el
ábside abovedado, que encierra el altar como el corazón contiene el
misterio divino, y están iluminados por los cirios del altar, como el
alma se ilumina desde el interior.
Las catedrales góticas realizan otro aspecto del cuerpo místico de
la Iglesia o del cuerpo del hombre santificado: su transfiguración
por la luz de la Gracia. Este estado diáfano de la arquitectura sólo
fue posible con la diferenciación de los elementos constructivos en
aristas y membranas: las aristas desempeñan la función estática y las
membranas, la de vestidura. En cierto sentido, hay ahí un paso de
la estática mineral a la del vegetal, no en vano las bóvedas góticas
recuerdan cálices de flores. Por otro lado, la arquitectura «diáfana»
no sería concebible sin el arte del vitral, que hace traslúcidas las
paredes al tiempo que salvaguarda la intimidad del santuario: la luz
quebrada por los vidrios de colores ya no es la crudeza del mundo
exterior, es esperanza y beatitud. Al mismo tiempo, el color del
vitral se ha convertido él mismo en luz, o más exactamente, la luz
del día revela su riqueza interior mediante el color transparente y
resplandeciente del vidrio, al igual que la Luz divina, que en sí es
cegadora, se atenúa y se convierte en gracia cuando se refracta en el
alma. El arte del vitral es íntimamente conforme al genio cristiano,
pues el color corresponde al amor, como la forma corresponde al
conocimiento. La diferenciación de la luz una por las substancias
multicolores de los vitrales recuerda la oncología de la Luz divina,
tal como la exponen un San Buenaventura o un Dante.
El color dominante del vitral es el azul; es la profundidad y la paz
del cielo. El rojo, el amarillo y el verde son utilizados con economía y
por eso parecen aún más preciosos y hacen pensar en estrellas, flores
o joyas, o en las gotas de la sangre de Jesús; el predominio del azul en
los vitrales medievales crea una iluminación serena y suave.
En la imaginería de las grandes ventanas de las catedrales los acon-
tecimientos del Antiguo y del Nuevo Testamento, reducidos a sus
fórmulas más simples y engastados en una red geométrica, aparecen
como prototipos eternamente contenidos en la Luz divina y que se
manifiestan de acuerdo con «números» invariables; es luz cristalizada.
No hay nada más gozoso que este arte; i qué distancia entre él y las
imaginerías sombrías y atormentadas de ciertas iglesias barrocas!
Como oficio, el arte del vitral forma pacte de un cuerpo de
técnicas cuyo objeto es la transformación de las materias; son la
metalurgia, el esmalte y la preparación de los colores y tinturas,
incluido el oro líquido. Todas estas técnicas están vinculadas entre
sí por un legado artesanal común, que se remonta en parte hasta el
antiguo Egipto y cuyo complemento espiritual es la alquimia; la
materia bruta es la imagen del alma, que debe ser transformada por
el Espíritu. Si la transmutación alquímica del plomo en oro parece
romper las leyes naturales es porque expresa, en lenguaje artesanal,
la transformación a la vez natural y sobrenatural del alma: esta
transmutación es natural porque el alma está predispuesta a ella, y
sobrenatural, porque la verdadera naturaleza del alma, o su verda-
dero equilibrio, está en el Espíritu, al igual que la verdadera natura-
leza del plomo es el oro. Pero el paso de uno al otro, del plomo al
oro o del ego inestable y dividido a su esencia incorruptible y unida,
sólo es posible por una especie de milagro.
El oficio manual más noble al servicio de la Iglesia es la orfebre-
ría, pues ella es la que da forma a los vasos sagrados y a los instru-
mentos rituales. Hay algo de solar en este arte, dada la relación del
oro con el sol; por eso los utensilios creados por el orfebre manifies-
tan el aspecto solar de la liturgia. Las diferentes formas hieráticas de
la cruz, por ejemplo, son la representación de otras tantas modali-
dades de la irradiación divina; es el centro divino que se revela en
este espacio oscuro que es el mundo (fig. 17).
Fig. 17. Diferentes formas hieráticas de la cruz. Arriba: cruz románica,
cruz de Jerusalén y cruz griega. En el centro: cruz irlandesa,
cruz copta y cruz anglosajona. Abajo: cruz irlandesa.
77. En estas diferentes formas de la cruz, todas aparecidas durante los
primeros siglos del cristianismo, unas veces predomina el aspecto irradiante cruz, y otras el aspecto estático del cuadrado, y estos dos elementos se
combinan de diversas maneras con ei círculo o el disco. La cruz de Jerusalén,
por ejemplo, cuyos brazos terminan en otras tantas cruces menores, recuerda,
por el reflejo múltiple del centro divino, la omnipresencia de la Gracia, y al
mismo tiempo vincula misteriosamente la cruz con el cuadrado. En el arte cel-
tocristiano, la cruz y la rueda solar se unen en una síntesis llena de evocaciones espirituales.
Las formas hieráticas de la tiara y de la mitra recuerdan igualmente símbolos
solares. En cuanto al báculo del obispo, termina, o bien en dos cabezas de ser-
pientes opuestas, como el caduceo, o bien en una espiral; ésta a veces está estilizada en forma de dragón que abre las fauces sobre el cordero pascual: es la imagen del ciclo cósmico que «devora» a la víctima sacrificial, el sol o el
Hombre-Dios.
Todo arte basado en una tradición artesanal opera con esquemas
geométricos o cromáticos, que no es posible separar de los procedi-
mientos materiales del oficio pero que sin embargo poseen el
carácter de «claves» simbólicas que abren la dimensión cÓsmica de
cada fase de la obra (78).
Este arte es, pues, necesariamente «abstracto»
por el hecho mismo de que es «concreto» en sus procedimientos;
pero los esquemas de que dispone y cuya exacta aplicación depen-
derá a la vez del saber artesanal y de la intuición podrán, dado el
caso, transponerse a un lenguaje figurativo, que conservará algo del
estilo «arcaico» de las creaciones artesanales. Es lo que ocurre con el
arte del vitral, y es igualmente el caso de la escultura románica, que
procede directamente del arte de los albañiles, cuya técnica y reglas
de composición conserva, a la vez que reproduce, por otra parte,
los modelos del icono.
78. Por ejemplo, la cruz inscrita en el círculo, que puede considerarse la
figura clave de la arquitectura sagrada, presenta igualmente el esquema de los
cuatro elementos agrupados alrededor de la «quintaesencia» y ligados por el movimiento circular de las cuatro cualidades naturales: el calor, la humedad, el frío y la sequedad, que corresponden a los principios sutiles que rigen la transmutación del alma según la alquimia. Así se corresponden, en un solo símbolo, los órdenes físico, psíquico y espiritual.
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