UNO PARA TODOS, TODOS PARA UNO: EL INDIVIDUO Y LA COMUNIDAD EN EL CONTEXTO TRADICIONAL Y EN EL CONTEXTO MODERNO (Segunda Parte) Patrick Laude * * Artículo incluido en la Revista Sophia Perennis, Jose J. Olañeta, 2007 _________ Cualquier comunidad, como cualquier sociedad, es una entidad colectiva protectora que tiene como objetivo la liberación de sus miembros al tiempo que paradójicamente manifiesta una inclinación a aprisionarlos dentro de sus limitaciones; esto es análogo a la relación general existente entre la “forma” y la “esencia”. Por eso una sociedad, o una colectividad humana sana, siempre deben integrar en su seno los medios de transcenderla. Si no lo hace, corre el riesgo de petrificarse, o al menos de limitar sus posibilidades espirituales. En la India, la estructura social, aunque se basa en una definición estricta de los cuatro varnas y las cuatro “fases de la vida” o ashramas, incluye en sí misma, por decirlo así, su propia negación en la forma del asceta errante, el sannyasin. A pesar de los abruptos cambios de condición social que suponen, estas cuatro fases presentan una especie de continuidad genética que simboliza el desarrollo espiritual en conjunto[1]. Brahmacharya corresponde a una primera fase de formación que se caracteriza por la concentración exclusiva del estudiante en los estudios y las virtudes rigurosas, como la castidad. Garhasthya, o la vida de casado, pone el énfasis en la inclusión y la generosidad. Vanaprastha es una especie de retiro espiritual que, por decirlo así, se perfecciona en la fase final de sannyasa o renuncia. Esta fase final de sannyasa transciende a todas las demás en el sentido de que nos saca del orden social como tal, tanto si los sannyasin viven aislados como si no. En esta fase el individuo ya no tiene ninguna identidad social porque él contiene la entelequia de la sociedad dentro de sí mismo. Tal como lo ejemplifica el sistema hindú, un orden tradicional genuino no absolutiza su estructura; una comunidad espiritual no absolutiza los medios que proporciona, aun cuando sean vinculantes para sus miembros y, como tales, sean en cierto modo “absolutos”. Por otra parte, la vida colectiva nunca es un fin en sí misma, por el simple hecho de que la muerte, y el renacimiento en el Sí, son una cuestión individual, a pesar de la preciosa ayuda y las intercesiones espirituales que la comunidad sagrada puede proporcionar a sus miembros individuales. Incluso una civilización tradicional como la de China, adaptada como estaba a las percepciones de lo Divino dentro de las constricciones de la realidad social, no podía sino ofrecer vías de liberación interior que transcendieran los límites providencialmente formativos del orden confuciano. El sabio taoísta, cuya vida eremítica era - y sigue siendo- una cumbre espiritual y una norma, es la mejor personificación de este principio[2]. En contraste con el hinduismo, que se caracteriza por una integración de todos los puntos de vista en la realidad social dentro de su sistema genético de ashramas, la visión china tradicional se podría definir como dialéctica ya que se basa en una especie de tensión complementaria - que a veces raya en la oposición- entre el ideal confuciano de la realización espiritual dentro de los confines exclusivos de los vínculos sociales y la superación taoísta de todas las trabas y limitaciones sociales . Aunque el modelo hindú y el chino son nítidamente diferentes a este respecto, ambos puntos de vista son posibles y legítimos puesto que hay realmente a la vez continuidad y discontinuidad entre la sociedad y el individuo. Por un lado, la persona es parte de la sociedad; por otro lado, no lo es. Una perspectiva filosófica tan decidida a subrayar el primer punto de vista como la de Aristóteles -que define al hombre como un “animal político”- se ve obligada a admitir, aunque a veces sea a regañadientes, la posibilidad de una realización social de Dios. En su Ética a Nicómaco, Aristóteles reconoce que la sabiduría contemplativa es la única virtud que no tiene necesidad de los demás (es decir, de la sociedad), ya que es enteramente autosuficiente[3] (autarkestatos) y casi divina. El sabio es a la vez un modelo para la sociedad y una negación de la esfera social por su integración de la esencia de ésta. Menos central, pero sin embargo de importancia vital, es el hecho de que prácticamente todas las estructuras tradicionales integran instituciones o figuras que dejan algún espacio para la “subversión” de la “estupidez” y la opacidad colectivas en la medida en que éstas dificultan el crecimiento espiritual y la libertad del “espíritu que sopla donde quiere”. Estas instituciones y figuras son marginales por definición y a menudo pueden caracterizarse por una especie de “rareza” o “monstruosidad” que les sitúan aparte del orden ordinario y regular de las cosas. La “locura”, en este aspecto, es la aproximación simbólica más exacta a esta función: “Sólo la locura puede permitirse enunciar verdades crueles y atentar contra los ídolos, precisamente porque queda al margen de cierto engranaje humano, lo que demuestra que, dentro de este mundo de artificialidad teatral (coulisses) que es la sociedad, la verdad pura y simple es demencia. Sin duda por eso, la función del loco de la corte sucumbió a fin de cuentas al mundo del formalismo y de la hipocresía...”. Como grietas en el muro de la tradición y la sociedad, estos fenómenos pueden permitir que la luz brille desde más allá de los confines de los límites protectores, recordando con ello a los “que tienen ojos para ver” que ninguna estructura formal puede ser identificada con lo Último, aunque sea su aproximación menos imperfecta en un nivel relativo. Las instituciones colectivas sufren la influencia erosiva del tiempo[4], y cuando revelan mejor su fragilidad y contingencia -a pesar de la naturaleza “relativamente absoluta” de su núcleo sagrado- es cuando se consideran en los puntos alfa y omega de la historia sagrada. La relativa informalidad de las comunidades apostólicas da fe de esa dimensión contingente de las estructuras colectivas. En los primeros tiempos, las comunidades espiritual es son más “fluidas” e “informales” en su forma externa, en proporción a la profundidad de los lazos que vinculan a sus miembros. La “solidificación” de las colectividades sagradas es un mal menor que viene realmente exigido por un bien espiritual menor. Recordemos, por ejemplo, la frase hiperbólica pero profundamente reveladora de Abu'l Hasan Fushanj'i: según la cual “hoy [el siglo X d.C.] el sufismo es un nombre sin realidad. Antaño era una realidad sin nombre”[5]. De modo análogo, en virtud del principio de que “los extremos se tocan”, hay claros indicios de que, al final de los tiempos, o hacia el final de un ciclo espiritual, las estructuras exteriores tienden a erosionarse e incluso a desmoronarse, la mayoría de las veces destruidas desde dentro. Por consiguiente, las comunidades espirituales auténticas se vuelven más interiorizadas, por decirlo así, y están “exiliadas” a la dimensión interior, resultando con ello relativamente “ausentes” del plano externo de manifestación. Los principios de una “Iglesia invisible” o de un “Islam en el exilio” corresponden sin duda a tal situación. La noción misma del “Imam oculto” de la escatología chií indica simbólicamente esta realidad. Añadamos que las fuentes tradicionales a menudo consideran que el hipotético regreso de los profetas y el regreso escatológico de Cristo, o de figuras redentoras similares, tiene lugar en un contexto que pone de relieve su carácter “escandaloso” o su “marginalidad” en el mundo de las normas colectivas. Así, Sulami: cita el comentario de Abu' l Hasan al-Husr1, que dice que “si fuera posible que hubiera un profeta (después de Muhammad) en nuestro tiempo, sería uno de ellos (los mala matiyyah, o 'gente de la censura')”. Un profeta sólo podría estar oculto o ser escandaloso en una época en que el mundo se ha convertido en un erial espiritual. Sería totalmente discreto y modesto o, si no, sería tan “diferente” y “marginal” que desconcertaría y molestaría incluso a aquellos - quizá particularmente a aquellos que afirman ser religiosos.[6] La complejidad de la relación espiritual entre el individuo y la colectividad se refleja en las diversas formas en las que el principio de comunidad espiritual se ha manifestado a lo largo de los siglos y dentro de diferentes contextos tradicionales. Parece haber al menos cinco formas normativas de comunidad espiritual. En primer lugar, en el nivel más básico - el que se encuentra en una zona intermedia en la que el ámbito anímico y el espiritual entran en contacto-, debemos mencionar ante todo una psique colectiva a la que dan forma unos arquetipos espirituales específicos que definen todo un universo religioso o incluso un segmento dado de éste. En este sentido, formar parte de una religión, o incluso de una determinada comunidad espiritual dentro de esa religión, equivale a participar de esa entidad psico-espiritual. Dada la naturaleza relativamente exterior de esta entidad colectiva, uno encontrará dentro de su ámbito el sustento psíquico más fundamental, necesario para la integración del individuo, pero también la dimensión más limitativa -por no decir sofocante- de la colectividad respecto a cualquier florecimiento pleno de posibilidades espirituales. Esta es también la esfera de lo que se puede denominar la “herencia espiritual”, con todas las bendiciones y obstáculos ocasionales, que tal identidad genealógica lleva consigo[7]. En segundo lugar, en un nivel más directamente espiritual e institucional, el principio de una integración espiritual y un uso metódico de la colectividad se manifiesta en su forma más pura en las diversas formas de monacato. El monacato está pensado para favorecer una soledad colectiva ante lo Divino, una reducción máxima de la complejidad de la existencia a la simplicidad de la contemplación. Frithjof Schuon lo expresa en unos términos que sintetizan toda esta perspectiva: “El hombre ha sido creado solo y muere solo; el monacato quiere salvar esta soledad en lo que tiene de metafísicamente insustituible; pretende restituir al hombre su soledad primordial frente a Dios o, también, quiere conducir al hombre a su integridad espiritual y a su totalidad”[8]. Ya sea en un contexto cristiano o budista, el monacato se centra totalmente en las obligaciones contemplativas y el trabajo cotidiano. Por consiguiente, hay una especie de impersonalidad inherente a la relación entre los monjes o las monjas. Se encuentran o en el silencio dorado de su concentración, o en las palabras de luz de sus oraciones y salmodias colectivas. También se encuentran, de modo secundario, en los objetivos comunes que comparten al preparar la comida, atender a las necesidades del trabajo, etc. Esto significa que las interacciones sociales están limitadas a un mínimo estricto. Las conversaciones son poco frecuentes y están rigurosamente reguladas. De hecho, el silencio se concibe como una perfección, personificada en un contexto cristiano por los trapenses[9]. Este sentido de la soledad y el silencio permite que se desarrolle una profunda relación con la vida comunitaria del monasterio, puesto que lo solitario y lo colectivo funcionan juntos en una especie de complementariedad interconectada. El monacato es una forma de soledad colectiva, al igual que, inversamente, las vocaciones de soledad eremítica pueden “encontrar su cumplimiento, su desarrollo y su florecimiento en una vida intensamente común en la que el silencio estricto garantiza la soledad”. Además del silencio, una vinculación sedentaria a un lugar particular se concibe como una analogía espacial del silencio, mientras que la disciplina cotidiana y la santa monotonía reflejan el mismo principio de simplicidad en el ámbito temporal. Fundamentalmente, el monacato se abre al eremitismo, ya sea en el sentido literal de una vida en aislamiento físico, o en el sentido más general e interior de un retiro en el corazón. En tercer lugar, las tradiciones como el hinduismo, el judaísmo y el Islam, que no recalcan el carácter “ultramundano” en la misma medida que el budismo y el cristianismo, tienden a presentar formas e instituciones de vida espiritual colectiva que generalmente están menos formalizadas y son menos rigurosas que el monacato. Ya se trate del ashram hindú, cuya existencia implica generalmente la presencia o la irradiación espiritual de un sabio, o la comunidad hasídica o sufí, los lazos que unen a los diversos miembros del grupo son menos vinculantes, al menos en un nivel externo, que los de un monasterio. En conformidad con la dimensión social de su religión, el hassidim y el sufí están implicados en la vida familiar y profesional, y no están ligados a un lugar particular ni a una liturgia diaria colectiva, aunque puedan estarlo en momentos particulares de su vida, y durante períodos relativamente breves. Todo esto significa que, en tales contextos, el concepto de comunidad espiritual adquiere unas connotaciones más claramente sociales. Normativamente, este aspecto relativamente más exteriorizado de la vida comunitaria puede ser compensado por una participación más profunda en la dimensión interior del camino espiritual como principio de identidad colectiva. No obstante, también es inevitable que la naturaleza «mezclada» de estas modalidades colectivas tenga como consecuencia una relativa exteriorización que es el precio que hay que pagar por el equilibrio horizontal y el sustento social y económico que es tas instituciones proporcionan. En cuarto lugar, y de una manera más profunda que de hecho puede ser la dimensión interior de las estructuras monásticas y comunitarias que acabamos de describir, una comunidad espiritual también, y sobre todo, se puede describir en términos de amor y amistad espiritual a través de las afinidades tejidas entre sus miembros individuales. Estas correspondencias interiores son como una expresión, o al menos una prefiguración o un símbolo, del «cuerpo místico» que es la realidad más esencial de cualquier comunidad espiritual. En cierto modo, esta modalidad acerca la colectividad al individuo en su sentido más positivo, puesto que descansa en unas relaciones que están relativamente libres del principio de gravedad inherente a las entidades colectivas. De hecho, se podría sostener que esta forma de entender y practicar la comunidad espiritual se abre al eremitismo[10] que es en sí la síntesis y la perfección de la vida colectiva puesto que, como lo expresa Frithjof Schuon, “una sociedad perfecta sería una sociedad de ermitaños...”[11]. El eremitismo se puede concebir, en este sentido, como u/n quinto tipo de comunidad espiritual. Esta sociedad sería al mismo tiempo una sociedad primordial. Y ciertamente no es por simple casualidad el que sociedades como la de los indios americanos de las Llanuras proporcionaran todavía, hasta la llegada del hombre blanco, una aproximación a esta realización primordial del “eremitismo social”[12]. La disciplina social de la comunidad, concebida como una entidad espiritual y psíquica por derecho propio, tenía para con los individuos unas exigencias extremadamente rigurosas, que requerían el sacrificio y la abnegación por el bien del grupo. Al mismo tiempo, y de forma aparentemente paradójica, animaba al individuo a alcanzar una especie de autonomía “profética” basada en su relación directa con el Gran Misterio[13] y de ese modo enriquecía y servía al grupo siendo él mismo, y era él mismo entregándose al Uno[14]. * <<< Ir a la 1ª Parte [1] “Según las enseñanzas védicas, la vida del hombre se divide en cuatro fases. En primer lugar está brahmacharya, o la vida de estudiante, en que el muchacho vive con su maestro y recibe instrucción tanto religiosa como secular. El joven se adiestra en el control de sí mismo y adquiere virtudes tales como la castidad, la veracidad, la fe y el abandono de sí mismo. La fase siguiente es garhasthya, o la vida de casado. La obligación principal de esta fa se es la práctica de los sacrificios rituales tal como se explica n en los Brahmanas. En la fase de vanaprastha, o retiro, ya no se exige al hombre que se adhiera al ritualismo, sino que se le instruye para que siga los Aranyakas y practique la meditación simbólica. Finalmente, entra en la vida de renuncia, en la que ya no tiene las ataduras del trabajo ni del deseo, sino que se dedica totalmente a adquirir el conocimiento de Brahman.” (Swami Prabhavananda, Spiritual Heritage of India [Madras, 1981], p. 37). [2] El taoísmo no excluye las comunidades, tal como indica la existencia de monasterios taoístas en China, pero indudablemente pone el énfasis en la libertad natural, como se expresa en la relación interior entre maestro y discípulo, más que en las estructuras externas. [3] Aristóteles ensalza la eminencia suprema de la vida contemplativa al tiempo que la califica con restricciones que demuestran sus propias tendencias, por decirlo así. La referencia a los “compañeros” y el adjetivo “demasiado elevada” son bastante reveladores al respecto. “El filósofo, aun estando solo, puede contemplar la verdad, y tanto mejor cuanto más sabio sea; quizá pueda hacerlo mejor si tiene compañeros, pero con todo él es el más autosuficiente ... Pero semejante vida sería demasiado elevada para el hombre; pues no vivirá así en cuanto es hombre, sino en cuanto algo divino está presente en él.” (Ética a Nicómaco, X, VII, trad. W. D. Ross). [4] Frithjof Schuon, Miradas a los mundos antiguos (José J. de Olañeta, Editor, 2004), p. 14, nota 4. [5] Un indicio importante de la esclerosis espiritual colectiva reside en una tendencia a centrarse casi exclusivamente en el pasado. Como Georges Vallin ha señalado juiciosamente: «La presencia pasiva de los valores es el aspecto negativo de la tradición (cultural, espiritual, política, etc...). Es la esclerosis de los valores, que están como inmovilizados en su aspecto estático y formal, y privados de su dinamismo interno. Esta esclerosis axiológica se traduce en lenguaje 'temporal' por la presencia dominante del pasado... El pasado no es vivido aquí por la colectividad como aquello de lo que los individuos estarían trágicamente separados, sino que es 'conservado' y mantenido como el alma de la colectividad, como la estructura íntima de sus costumbres, de sus reacciones y de todos su s comportamientos esenciales.” (Étre et individttalité [París, 1959], p. 163). [6] Citado por Martín Lings, ¿Qué es el sufismo? José J. de Olañeta, Editor, 2006), p. 45. Lings añade el comentario de Hujwiri: “En la época de los Compañeros del Profeta y sus inmediatos sucesores este nombre no existía, pero su realidad estaba en todos”. [7] En el clásico de Lie Tse encontramos una descripción análoga de la naturaleza del sabio, que encaja mal con las épocas de olvido espiritual: “Lung-shu dijo al médico Wenn-che - Eres un diagnosticador hábil. Estoy enfermo, ¿podrías curarme? - Si place al destino, podré hacerlo -dijo Wenn-che-. Dime qué sientes. - Padezco - dijo Lung shu- un mal extraño. Las alabanzas me dejan frío, el desdén no me afecta; las ganancias no me alegran, las pérdidas no me entristecen; veo con la misma indiferencia la muerte y la vida, la riqueza y la pobreza. No hago más caso de los hombres que de los cerdos, y de mí que de los demás. Me siento tan extranjero en mi casa como en un hostal, y en mi distrito natal como en un país bárbaro. Ninguna distinción me seduce, ningún suplicio me asusta; fortuna o desgracia, ventaja o desventaja, alegría o tristeza, todo me es igual. Por consiguiente, no puedo decidirme a servir a mi príncipe, a congeniar con mis parientes y amigos, a vivir con mi mujer y mis hijos, a ocuparme de mis sirvientes. ¿Qué es esta enfermedad? ¿Con qué remedio se puede curar? Wenn-che dijo a Lung-shu que se descubriera el busto. Luego, tras colocarlo de manera que el sol le diera de lleno en la espalda, se situó delante de su pecho para examinarle las vísceras por transparencia. ¡Ah! dijo de pronto, ¡Ya lo tengo! Veo tu corazón, como un pequeño objeto vacío, de una pulgada cuadrada. Seis orificios ya están completamente abiertos, y el séptimo está a punto de destaparse. Padeces la sabiduría de los sabios. ¿Qué pueden mis pobres remedios contra semejante mal?” (Lie Tse, Tratado del vacío perfecto José J. de Olañeta, Editor, 2003], pp. 94-96). [8] El “culto a los antepasados” y su énfasis correlativo en la familia como centro psíquico, tal como se expresa en el confucianismo, es probablemente la expresión más perfecta de esta realidad psico-espiritual. [9] “... el tiempo entre completas y laudes es un tiempo especial para el silencio. Durante el resto del día el monje habla sólo en la medida en que es necesario para el trabajo y para el buen orden de la casa. El esparcimiento es excepcional. Las conversaciones privadas entre monjes están sujetas al permiso o aprobación especial del abad. Las conversaciones en pequeños grupos o con toda la comunidad tienen lugar con más frecuencia pero en general no más de una vez a la semana (André Louf, The Cistercien Way, Kalamazoo, 1983, p.92). [10] “Hablando en rigor, sólo el ermitaño es absolutamente legítimo, pues el hombre fue creado solo y muere solo”. (Frithjof Schuon, Miradas a los mundos antiguos). [11] Ibíd., p. 137 [12] Georges Vallin ha analizado este fenómeno en su Etre et individualité (pp. 208- 209): “…se estará tentado de identificar la integración del hombre contemporáneo en la estructura de un Estado totalitario con la del hombre primitivo en su clan... El clan está abierto por arriba, si puede decirse así. .. Si el primitivo no está como cristalizado en individuo es porque sin duda es infinitamente más que un individuo, e incluso que una Persona ... Cada uno de los miembros individuales del clan - por ejemplo en las tribus de los sioux, que nos ofrecen quizá el modelo perfecto de pueblos verdaderamente 'primitivos' y no 'degenerados'- posee una 'autonomía espiritual' en cierto modo ontológica y no institucionalizada, y sin duda infinitamente más profunda que la del ciudadano consciente y organizado de nuestras ciudades modernas, protegido por 'derechos' y ' libertades', pero constantemente proyectado fuera de sí mismo por las innumerables relaciones que debe mantener con el mundo objetivo”. [13] “Esa comunión solitaria con lo Invisible que era la más alta expresión de nuestra vida religiosa se describe en parte en la palabra hambeday ... Se puede interpretar mejor como 'conciencia de lo divino' ... El indio americano era un individualista tanto en la religión como en la guerra .. . No había ningún sacerdote que asumiera la responsabilidad por el alma de otro” (Light on the Indian World: The Essential Writings of Charles Eastman (Ohiyesa), ed. Michael Fitzgerald [Bloomington, IN: World Wisdom, 2002], pp. 7-9). [14]En cierto sentido, el adepto del karmayoga es él mismo sirviendo a los demás, mientras que el jñanin sirve a los demás siendo él mismo. - Artículo*: noreply@blogger.com (Satyam Evo Jayate) - Más info en psico@mijasnatural.com / 607725547 MENADEL Psicología Clínica y Transpersonal Tradicional (Pneumatología) en Mijas Pueblo (MIJAS NATURAL) *No suscribimos necesariamente las opiniones o artículos aquí enlazados
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