Tradicionalismo Julius Evola La homosexualidad es un fenómeno que, a causa de su difusión, no puede ser ignorado por una doctrina del sexo. Goethe decía que «es tan vieja como la humanidad, hasta el punto de que puede decirse que forma parte de la naturaleza, al tiempo que es contra natura». Este «enigma», del que se ha dicho que, «cuanto más se intenta analizar científicamente, más misterioso se muestra» (lvan Bloch), constituye un problema complejo incluso desde el punto de vista de la metafísica del sexo tal como la hemos formulado en páginas anteriores. Ya hemos señalado que, a menudo, la teoría platónica del eros no se refiere sólo al amor heterosexual, sino también al amor a los efebos Ahora bien, si se considera el eros en aquellas de sus formas sublimadas que se refieren al factor estético -en virtud de las cuales, según la progresión platónica, se pasará de la belleza de un ser dado al éxtasis que puede provocar una belleza impersonal, incorpórea, una belleza divina en abstracto-, no se plantea ningún verdadero problema cuando el punto de partida accidental es un ser del mismo sexo. El término «uranismo», empleado por algunos para designar la homosexualidad, deriva precisamente de la distinción plató- nica entre una Afrodita Urania y una Afrodita Pandemia; la primera sería la diosa de un amor noble, no carnal, no vuelto hacia la generación como el que tiene por objeto a la mujer. Tal vez la pederastia, el Paidon Eros, tuvo en su origen, en cierta medida, este carácter, puesto que fue honrada por filósofos y poetas de la Antigüedad, y practicada por personalidades eminentes. Pero basta leer, en las últimas páginas de El Banquete, el discurso de Alcibíades para comprender que en la Hélade este eros fue poco «platónico», que también tuvo manifestaciones carnales, cosa que sucedió cada vez más frecuentemente con la decadencia de las costumbres antiguas, en Grecia y todavía más en Roma. Si se considera la homosexualidad, pues, en estas últimas formas, o sea según una correspondencia completa con las relaciones sexuales normales entre hombre y mujer, puede hablarse entonces de desviación: no desde un punto de vista que de un modo u otro sería moralista y convencional, sino precisamente desde el punto de vista de la metafísica del sexo. Es una incoherencia aplicar, como hace Platón, el significado metafísico puesto de relieve por el mito del andrógino al amor homosexual, o sea al amor entre pederastas y entre lesbianas. En efecto, para un amor de este tipo ya no puede hablarse del deseo de reunirse, deseo intrínseco al principio masculino y al principio femenino in- cluidos en el ser primigenio: el ser mítico de los orígenes, en tal caso, hubiera debido ser, no andrógino, sino homógeno, monosexual: totalmente hombre ( en el caso de los pederastas) o totalmente mujer (en el caso de las lesbianas), y los dos amantes busca- rían unirse como simples partes de una misma sustancia. Pero lo esencial, lo que con- fiere a este mito todo su valor, desaparece entonces: o sea la idea de la polaridad y complementariedad sexual como fundamento del magnetismo del amor y de una «trascendencia» en el eros, de la revelación, fulgurante y destructora, del Uno. Por eso, para llegar a una explicación, hay que situarse en otro plano y considerar varias posibilidades empíricas. En sexología suele distinguirse entre dos formas de homosexualidad: una de carácter innato y constitutivo, y otra de carácter adquirido, condicionada por factores psicosociológicos y de entorno. Hay que distinguir, no obstante, en el interior de la segunda forma, entre subformas que presentan un carácter de vicio y subformas que suponen una predisposición latente, que se traduce en acto en determinadas circunstancias: condición necesaria porque, en circunstancias idénticas, otros tipos humanos se comportan de modo distinto y no se vuelven homosexuales. Pero es importante no concebir de manera estática la configuración consti- tutiva, sino admitir que puede tener cierto margen de variación. Para la homosexualidad «natural», debida a una predisposición, la explicación más simple la proporciona lo que ya hemos expuesto sobre los grados de la sexuali- zación, sobre el hecho de que el proceso de sexualización, en sus aspectos físicos y todavía más en sus aspectos psíquicos, puede ser incompleto, de modo que la bise- xualidad original se supera en menor medida que en el ser humano «normal», y los caracteres de un sexo no son tan predominantes con respecto a los del otro sexo (ej. supra, p. 58 ss). Nos encontramos entonces en presencia de lo que M. Hirschfeld ha llamado «las formas sexuales intermedias». En casos de este tipo (por ejemplo cuan- do un ser que es «hombre» para el censo sólo es hombre, en realidad, en un 60 % ), es posible que la atracción erótica, que reposa normalmente en la polaridad de los sexos, o sea en la heterosexualidad -y que es tanto más intensa cuanto más hombre es el hombre y cuanto más mujer es la mujer- nazca también entre individuos que, según el estado civil y por lo que se refiere únicamente a los caracteres sexuales llamados primarios, son del mismo sexo: porque esos seres, en realidad, son «formas intermedias». En el caso de los pederastas, Ulrichs ha dicho con gran razón que podemos encontramos ante una anima muliebris virili corpore innata. Pero hay que tener en cuenta la posibilidad de mutaciones constitutivas, posibilidad raramente tenida en cuenta por los sexólogos. No hay que olvidar tampoco los casos en los que se puede hablar de regresión. Puede suceder que el poder dominante del que, en un individuo determinado, depende la sexualización, el hecho de ser ver- daderamente hombre o verdaderamente mujer -que implica la neutralización, la atro- fia o la reducción a estado latente de los caracteres del otro sexo- se debilite y eso conduzca a la activación y la emergencia de estos caracteres recesivos • Y aquí, el ambiente, la atmósfera general de una sociedad, puede desempeñar un papel no desdeñable: en una civilización en la que está en vigor el igualitarismo, en la que se combaten las diferencias, en la que se favorece la promiscuidad, en la que el antiguo ideal de «ser uno mismo» ya no quiere decir nada, en una sociedad descompuesta y materialista, es evidente que este fenómeno de regresión, y con él la homosexualidad, se ven particularmente favorecidos. El aumento impresionante del fenómeno de la homosexualidad, del «tercer sexo», en el curso del último período de nuestros tiempos «democráticos», así como los casos de cambio de sexo -comprobados en una cantidad que no parece tener parangón en otras épocas- no tiene, pues, nada que ver con el azar • Pero la referencia a las «formas sexuales intermedias», a un proceso incompleto de sexualización, o a una regresión, no explica todas las variantes de la homosexuali- dad. En efecto, ha habido homosexuales que no eran ni seres afeminados, ni «formas intermedias», que eran incluso hombres de armas, individuos muy viriles en su aspecto y comportamiento, hombres poderosos que disponían o hubieran podido dispo- ner de las más bellas mujeres. Esa homosexualidad no es fácil de explicar, y es lícito hablar aquí de desviación y perversión, de «vicio», a veces asociado a una moda. No se ve, en efecto, qué puede empujar, en el plano sexual, a un hombre verdaderamente hombre, hacia un individuo del mismo sexo. En el plano de la experiencia, si ya el material documental adecuado de lo que se vive en el apogeo del orgasmo del amor heterosexual es prácticamente inexistente, todavía lo es más en el caso de los actos sexuales pederastas. Pero hay razones para suponer que, en éstos, la cosa no va mucho más allá de un régimen de «masturbación entre dos», y que se cultiva para el «placer» tal o cual reflejo condicionado, pues faltan los presupuestos, no sólo metafísicos sino también físicos, para una unión completa y destructora. Por otra parte, lo que aparece en la Antigüedad clásica, no es tanto la pederastia exclusivista, enemiga de la mujer y del matrimonio, sino más bien la bisexualidad, el empleo tanto de la mujer como de muchachos jóvenes (y en contrapartida, son numerosos los casos de mujeres muy sexuales, o sea también muy femeninas, que son al propio tiempo lesbianas, o sea bisexuales); y parece que la motivación dominante era «querer experimentarlo todo». Pero incluso esta explicación es poco clara, porque, aparte del hecho de que en los efebos, los jovencitos -sujetos preferidos de estos pe- derastas-, hubiese algo de femenino, podríamos remitimos al crudo dicho que Goethe toma de un autor griego: «cuando se tiene suficiente de una chica como chica, tam- bién puede servir como chico» («habe ich als Madchen sie satt, dientes als Knabe mir noch» ). Si se alegase el ideal de la compleción hermafrodítica del pederasta, que sexual- mente hace tanto de hombre como de mujer, se podría responder que es evidente- mente ficticia si con ella se quiere ir más allá del «querer experimentarlo todo» en el plano de las simples sensaciones. La compleción andrógina sólo puede ser «suficiencia», no necesita a otro ser, y se busca en el marco de una realización espiritual cuan- do se excluyen los símbolos y vislumbres que la «magia de dos» puede ofrecer en las uniones heterosexuales. Y tampoco es convincente la motivación que a veces se esgrime en testimonios recogidos en países como Turquía y el Japón, según la cual la posesión homosexual da sensación de poder. El placer de dominar puede obtenerse también con mujeres, o con otros seres en situaciones que no tienen que ver con la sexualidad. Además, desde la óptica del tema que nos ocupa, este placer de dominar podría entrar en dis- cusión tan sólo en un contexto absolutamente patológico, cuando se desarrollase en un verdadero orgasmo. Así, en conjunto, cuando no es «natural», o sea explicable por formas incompletas y constitutivas de sexualización, la homosexualidad únicamente puede tener carácter, o de desviación, o de vicio, de perversión. Incluso si se refiriesen algunos ejemplos de extrema intensidad erótica en relaciones homosexuales, la explicación habría que buscarla en la posibilidad de «no localización» del eros. Basta, en efecto, ojear cualquier tratado de psicopatología sexual para ver la cantidad de situaciones inconcebibles (desde el fetichismo hasta la sodomía animal, pasando por la necrofilia) en las que puede activarse la potencialidad erótica del ser humano, llegando a veces a un frenesí orgiástico. Sería posible, pues, hacer entrar en el mismo marco anormal el caso de la homosexualidad, aunque sea mucho más frecuente: un eros «deslocalizado», en virtud del cual un ser del mismo sexo, como en tantos otros casos de la psicopatología sexual, sirve de simple causa ocasional o de apoyo, al faltar toda dimensión profunda y todo significado superior de la experiencia a causa de la ausencia de las premisas ontológicas y metafísicas requeridas. Y si bien, como veremos más adelante, en ciertos rasgos del sadismo y del masoquismo pueden encontrarse elementos susceptibles de entrar en la estructuración más profunda de la erótica heterosexual -y estos rasgos sólo se convierten en perversiones cuando se absolutizan-, de ningún modo puede decirse lo mismo de la homosexualidad. homosexualidad - Artículo*: Tradición Perenne - Más info en psico@mijasnatural.com / 607725547 MENADEL Psicología Clínica y Transpersonal Tradicional (Pneumatología) en Mijas y Fuengirola, MIJAS NATURAL *No suscribimos necesariamente las opiniones o artículos aquí enlazados
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