TRATADO X.4
La Ilusión de la ciencia
(Abbé Henri Stéphane 1907-1985, Introducción al esoterismo cristiano)
Es evidentemente muy difícil hacer comprender lo que entendemos por eso no solamente a los adeptos de un filosofía positivista o “cientifista”, sino incluso a la mayoría de nuestros contemporáneos quienes, sin hacer profesión oficial de “cientifismo“, están como impregnados sin saberlo, incluso cuando creen sinceramente reaccionar contra el materialismo filosófico por un “espiritualismo” largamente abierto a todo lo que es “humano“; en este espiritualismo se mezclan de una manera un poco extraña las concepciones científicas más avanzadas ( sin hablar de las concepciones literarias o artísticas que no queremos abordar más aquí) con concepciones religiosas más o menos “ modernizadas “, y de alguna manera adaptadas a
exigencias de las ideas científicas modernas que constituyen la base del edificio y al cual las concepciones “tradicionales“ ven obligadas a plegarse, so pena de rechazarse pura y simplemente como caducas o “atrasadas”. Es así, por ejemplo, que se pretende reconciliar la idea tradicional de “caída“con la concepción específicamente moderno de “evolución” y la idea de “progreso” que implica habitualmente en el pensamiento de sus defensores. Basta por otra parte para arreglar todo contemplar la “Redención” como uno de los “momentos“ de esta “evolución”, lo mismo que la “caída“ es considerada como un “retraso”, bastante arbitrario por otra parte y difícilmente explicable, de esta “evolución” contemplada como una suerte de progreso indefinido desde el “caos“ primordial hasta la realización de la “Jerusalén celeste”, y, digámoslo de nuevo, sin solución de continuidad, esto bajo el pretexto de que, la “naturaleza
siendo hasta cierto punto la base y la condición de lo “sobrenatural“, conviene no separarlos (como tenía tendencia a hacerlo una espiritualidad “desencarnada” salida del racionalismo del
Renacimiento). Lo “sobrenatural” aparece entonces como una surte de prolongación de lo “natural” cuyos surge lentamente y a través de toda clase de vicisitudes más o menos “dramáticas “que el “talento“ de algunos poetas o novelistas contemporáneos se encargan de poner de relieve. Se asiste entonces, no sin emoción, a esta evolución del “germen divino”
involucrada en los seres, hasta una realización que, según las concepciones más avanzadas, es ella misma indefinida, siempre en progresos “hacia un “fin” que no será quizá alcanzado nunca.
Ahí está pues lo que podríamos llamar una “concepción científica “en sentido moderno de la palabra, por supuesto — de la “espiritualidad“. Como tiene la ventaja de corresponder con las ideas propiamente científicas, tiende a reducir el “conflicto” o el pretendido conflicto, entre la fe y la ciencia. Que sea en detrimento de la fe y de su contenido doctrinal, importa poco, desde que este “espiritualismo” responde, en el fondo, a las exigencias de una mentalidad y a las “aspiraciones “sentimentales de una época. Y esto nos lleva al corazón de la cuestión: ¿cómo
ha podido nacer tal mentalidad?
Precisemos en primer lugar lo que nos parece ser el elemento característico, y por decirlo así esencial, de esta “ilusión de la ciencia “que nos ha servido para intitular este Tratado, y que caracteriza igualmente la “espiritualidad científica“ que resulta.
No impugnamos de ninguna manera un cierto “progreso“, ni incluso un “progreso indefinido” de la ciencia, a condición de enfocarlo como estrictamente limitado a su dominio, y es precisamente porque se trata de un “progreso indefinido” por lo que nosotros le impugnamos, en tanto que tal, un alcance verdaderamente espiritual; en otros términos, la ilusión de Ia ciencia consisten en asimilar este progreso indefinido “a un “progreso espiritual”. La palabra “progreso“misma no se aplica ya más impropiamente al dominio espiritual, y su empleo abusivo en la materia no es la menor causa de confusión que intentamos disipar. En efecto,
lo que es propiamente espiritual es, por su naturaleza propia, esencialmente inmutable, eterna, permanente, incondicionada y, a ese título, no susceptible de progreso. ¿Se objetará a eso que esto no es verdad más que ex parte Dei, pero que ex parte hominis hay posibilidad de progreso en la “vida espiritual”, como en la vida física a la cual se la compara, contemplado una vez más la “vida espiritual “como una especie de prolongación o desarrollo, por otra parte indefinido, de este “ élan vital “ que está en la base de toda la teoría? Aún ahí la objeción procede de la misma fuente de confusión entre un “progreso indefinido” de la “vida” y lo que llamaremos — preferiblemente a la palabra “progreso- una “realización espiritual” propiamente dicha. Es preciso comprender bien, en efecto, que un progreso de la “vida” o de la ciencia no nos hace salir de ninguna manera del dominio esta última y no constituye una “realización espiritual“ en el sentido propio de esta palabra. Incluso la concepción cristiana de “vida sobrenatural“ o de “vida eterna“ no puede ser asimilada a un progreso indefinido de la vida en el sentido que parecen entenderlo los modernos; es más bien una “ prolongación indefinida “de Ia vida, pero en condiciones totalmente diferentes de la vida terrestre, y esta vida sobrenatural no es aún más que una etapa, un encaminarse hacia la realización del Fin Supremo, de esencia puramente espiritual absolutamente “supra-física”, totalmente incondicionada, y en
consecuencia liberado de todas condiciones limitativas de existencia como la “vida” por ejemplo, en cualquier grado que se contemple.
Hay pues en definitiva, en esta concepción moderna de la espiritualidad — en estrecha conexión con las ideas científicas o filosóficas de Ia época- una confusión radical y de base
entre los dos conceptos: el de Infinito y el de indefinido. Tendremos ocasión de explicar más adelante el origen de esta confusión, e incluso de captar cómo la existencia, totalmente relativa pero real en su dominio propio, de un progreso indefinido de la ciencia o de la vida puede dar la ilusión de un “progreso” espiritual. Por el momento, importa sobre todo precisar tan netamente como sea que posible la distinción esencial entre el Infinito e indefinido. Se podrá a continuación comprender fácilmente cómo puede tomarse la una por la otra.
La noción de infinito matemático, de la que se hace un uso constante en esta ciencia, es una de las que contribuyen más a engendra y a mantener la confusión en cuestión. Pero reestablecida en su verdadera significación, puede ayudar a capar la distinción que queremos establecer.
El infinito metafísico, en sentido absoluto, este lo que no tiene absolutamente ningún límite de ninguna clase, y que, por lo tanto, escapa a todas las condiciones limitativas de existencia cualesquiera que sean. El infinito matemático, al contrario (y lo que se llama así por un abuso de lengua bien característico de la mentalidad que criticamos), sil es propiamente indefinido en su orden, o si se prefiere en su “línea“ de desarrollo, no está menos limitado en su naturaleza misma, y eso precisamente por las condiciones limitativas de existencia que caracterizan y definen, y por tanto limitan, su dominio o su grado de realidad.
Una línea recta, por ejemplo, aunque sea indefinida en su desarrollo, no está menos limitada en su naturaleza, es decir en su “definición” misma de recta que hace (de ella) una recta y no otra cosa. Hay pues esto de paradójico en apariencia: aunque no se pueda alcanzar los límites de la recta por el recorrido indefinido de esta recta, aunque los límites de una recta indefinida escapan en alguna manera a nuestro medios ordinarios de medida, o también aunque sobrepasan los límites de nuestra imaginación, se puede afirmar que estos límites existen
sin poder ser alcanzados por un móvil que recorrerá la recta indefinidamente en un sentido o en otro. Entonces ellos no podrían ser alcanzados efectivamente más que por un “observador
” situado de alguna manera “fuera” de la recta y que sea capaz de abarcarla de un único vistazo. Este primero ejemplo nos permite percibir toda la diferencia que puede haber entre un conocimiento analítico de las cosas y una “visión sintética“, pero este no es aún más que un ejemplo grosero y material. Por eso importa retener lo que sigue: para llegar a conocer los límites de un indefinido cualquiera, es necesario de alguna manera “salir” de las condiciones limitativas que caracterizan y definen el grado de existencia donde se sitúa este indefinido. En consecuencia, todo lo que acabamos de decir con respecto a la recta se aplican también al espacia entero, al tiempo, a la vida o a una cualquier de las condiciones que definen un estado de ser o un mundo, como ese dónde estamos nosotros por ejemplo. Para conocer ese mundo en su integralidad, es necesario en “salir”, y no es, recorriéndolo o explorándolo indefinidamente como se conseguirá. Para tomar aún otros ejemplos prestados del ámbito matemático, no es recorriendo indefinidamente una rama de hipérbola como se alcanzará
la asíntota, ni añadiendo un número cada vez más grande a los términos de una serie como se llegará a la suma, y esto no es haciendo la suma de los infinitamente pequeños que la constituyen, como se calcula un integral: ésta constituye precisamente “lo integración“
global de elementos infinitesimales cuya suma no suministra más una determinada aproximación.
Esta última comparación permite captar la diferencia propia que puede existir entre el conocimiento científico, discursivo y analítico, que permite el mismo estar sujeto a un “progreso indefinido “, y un conocimiento de orden espiritual esencialmente, global y sinóptico. Pero se pude estar tentado de creer que el primero constituye una especie de encaminamiento hacia segundo, las comparaciones — necesariamente insuficientes para evocar eso de que se trata — tomadas en el dominio de las matemáticas que pueden allí incitar a ello si no se reflexiona suficientemente. Por tanto ¿qué hay de común entre una suma de elementos infinitesimales, en número tan grande como se quiera, que se añaden los unos a continuación de los otros, y una integral propiamente dicha? Se puede incluso decir que hay un verdadero abismo entre
los dos procedimientos. En el primer caso, se obliga a considerar el conjunto de los elementos infinitesimales sometidos a las condiciones limitativas que definen de alguna manera su individualidad propia; en el segundo caso al contrario se “quiebra” de alguna manera los límites de cada elemento para no retener más que el aspecto “esencial” cuya integración global proporcionará la suma, de modo que, lejos de ser “destruidos como se podría creerse, los elementos en cuestión, desembarazados hasta cierto punto de los límites de su individualidad, se reencuentran en lo que ellos tienen de esencial en la integral que los sintetiza.
Hay un verdadero abismo entre los dos procedimientos, e incluso una verdadera oposición en el sentido que aquél que recorre indebidamente una recta, o que se obliga a sumar un indefinidad de elementos infinitesimales, se prohíbe por eso mismo la misma salir de los
límites del mundo donde “evoluciona”, y de pasar a la “integración “. Además s es incapaz de concebir los límites del dominio dónde trabaja, estará tentado de creer que no hay nada más allá de ese progreso indefinido, y de tomar éste por un “progreso” espiritual. Es ahí donde reside propiamente lo que nosotros hemos llamado “la ilusión de la ciencia”, y que consiste en el fondo en una confusión entre lo Infinito y lo indefinido. Hay ahí ciertamente un “desarrollo “indefinido de la ciencia, pero no tiene nada que ver con una “realización espiritual”, y, puede hacer ilusión en la medida en que se toma el uno por el otro, o por lo menos el uno como condición del otro.
La verdad completamente diferente, y nos queda por explicar cómo puede tomar nacimiento tal ilusión. No buscaremos las razones históricas o morales, ni de una manera general las que abordan contingencias que demandarían ellas mismas ser explicadas. Es necesario remontarse a “razones superiores“ o universales, que no son otras, en el fondo, que las relaciones de analogía inversa existente entre el Principio Supremo, absoluto e incondicionado, por una parte, y la manifestación universal relativa y contingente, obligada por su naturaleza misma a ciertas condiciones limitativas de existencia, por otra parte.
El hombre, dice la Biblia, ha sido hecho “a imagen de Dios”. Pero, lo mismo que la imagen de un objeto en un espejo está “invertida” con relación al objeto, existe una relación de analogía inversa entre Dios y la creación, o entre el Principio Supremo y la manifestación universal. Por lo tanto, todo estado de manifestación cualquiera que sea, el mundo corporal por ejemplo, está en su naturaleza propia obligado a algunas condiciones limitativas de existencia que le “definen” (espacio, tiempo, vida, etc), y no podrá “imitar” el Infinito absoluto e incondicionado del Principio Supremo más que una manera que le está propia, esto es decir desarrollando las posibilidades inherentes a su naturaleza en el único sentido donde puede desarrollar su posibilidad de manifestación (limitada en su naturaleza como se ha dicho), es decir en el sentido de la indefinidad que es el único modo posible de desarrollo para las condiciones limitativas de existencia que caracterizan y definen este estado como tal.
Lo que acabamos de decir en esta última frase constituye, si se puede decir, la “clave” de toda la cuestión. Importa pues captarla bien. Se será entonces capaz de deducir
las consecuencias que implica.
En primer lugar, este desarrollo indefinido de un estado de manifestación en tanto aparece como “inevitable”, en virtud de la naturaleza misma de este estado. Tiene pues, desde un determinado punto de vista, un carácter de necesidad que no retira nada del carácter de
contingencia que posee necesariamente a la mirada y frente al del Principio Supremo. Pero este doble carácter de necesidad y de contingencia (según el punto de vista en el cual se coloca) tiene como consecuencia que, a pesar del primer carácter inherente a su naturaleza, el segundo carácter es algo rigurosamente nulo e ilusorio a la mirada y frente del Principio Supremo. Se sigue de allí que el desarrollo indefinido de un estado de manifestación, por el cual se esfuerza, por decirlo así, de imitar a su manera la Infinidad del Principio, no puede ser, rigurosamente hablando, más que un reflejo inverso de este Infinito, y, por tanto, lejos de constituir una “vuelta“al Principio y un modo de “realización espiritual“, es al contrario una verdadera “parodia“ de la verdadera espiritualidad.
Con todo, este desarrollo indefinido de la manifestación o de uno de sus estados puede considerarse como el símbolo de la Infinidad del Principio Supremo, a condición de tomar buen cuidad de aplicar al símbolo la relación de analogía inversa que existe necesariamente desde el momento que se trata de una cosa limitada y contingente tomada como símbolo del Infinito, y
de no confundir el símbolo y lo simbolizado. Ahora, es precisamente a una confusión de este tipo que ceden los partidarios de un “progreso indefinido” del “cosmos” hacia no se sabe qué “objetivo” espiritual, él mismo concebido como debiendo ser perseguido indefinidamente. Esta clase de “ahogamiento“en lo indefinido es obviamente inevitable para los que, obligados
momentáneamente a las mismas condiciones limitativas de existencia que caracterizan precisamente el estado de manifestación en el cual se encuentran, son incapaces en “salir”, y participan así con el conjunto del “medio cósmico” dónde están inmersos, en este desarrollo indefinido que toman erróneamente, y a menudo inconscientemente, por un “progreso” espiritual.
Este desarrollo indefinido de la manifestación en cada uno de sus Estados, ellos mismos en número indefinido, pueden ser imaginado como una clase de alejamiento progresivo a partir de un punto central reside el Principio Inmutable no afectado por este manifestación. Es en esto en lo que consiste precisamente la idea tradicional e “caída”; ésta debe pues proseguirse “indefinidamente“, pero solamente en el sentido de un desarrollo compatible con las condiciones limitativas de existencia característica de cada estado de ser, aunque este desarrollo o esta “caída“ no está menos limitada en su naturaleza misma. Hay pues en esta caída una especie de “punto de parada “, pero situado de alguna manera fuera del plano donde se efectúa la “caída”. Es en este “instante metafísico” (situado fuera del tiempo) donde se produce la “reintegración“de todas las cosas en la Unidad primordial; es allí el sentido profundo, ahí está el sentido profundo a la vez cosmológico y metafísico, según el punto de vista en que se coloque, de la “Redención”. La “caída” aparece entonces más bien como un “descenso cíclico” entre el punto de partida, que es el punto central del que hablamos más arriba, y el punto de llegada en cuestión, pero esto no excluye en absoluto, manifestaciones históricas del Principio Supremo 29, que constituyen una especie de “preparación”
preludio de la “reintegración final”.
29 La Encarnación del Verbo y las distintas Teofanías
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