Psicología

Centro MENADEL PSICOLOGÍA Clínica y Tradicional

Psicoterapia Clínica cognitivo-conductual (una revisión vital, herramientas para el cambio y ayuda en la toma de consciencia de los mecanismos de nuestro ego) y Tradicional (una aproximación a la Espiritualidad desde una concepción de la psicología que contempla al ser humano en su visión ternaria Tradicional: cuerpo, alma y Espíritu).

“La psicología tradicional y sagrada da por establecido que la vida es un medio hacia un fin más allá de sí misma, no que haya de ser vivida a toda costa. La psicología tradicional no se basa en la observación; es una ciencia de la experiencia subjetiva. Su verdad no es del tipo susceptible de demostración estadística; es una verdad que solo puede ser verificada por el contemplativo experto. En otras palabras, su verdad solo puede ser verificada por aquellos que adoptan el procedimiento prescrito por sus proponedores, y que se llama una ‘Vía’.” (Ananda K Coomaraswamy)

La Psicoterapia es un proceso de superación que, a través de la observación, análisis, control y transformación del pensamiento y modificación de hábitos de conducta te ayudará a vencer:

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Obsesiones Problemas Familiares y de Pareja e Hijos
Trastornos de Personalidad...

La Psicología no trata únicamente patologías. ¿Qué sentido tiene mi vida?: el Autoconocimiento, el desarrollo interior es una necesidad de interés creciente en una sociedad de prisas, consumo compulsivo, incertidumbre, soledad y vacío. Conocerte a Ti mismo como clave para encontrar la verdadera felicidad.

Estudio de las estructuras subyacentes de Personalidad
Técnicas de Relajación
Visualización Creativa
Concentración
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Desbloqueo Emocional
Exploración de la Consciencia

Desde la Psicología Cognitivo-Conductual hasta la Psicología Tradicional, adaptándonos a la naturaleza, necesidades y condiciones de nuestros pacientes desde 1992.

lunes, 27 de enero de 2025

El bien común no es el lucro común (Fernando del Pino Calvo-Sotelo)



El bien común no es el lucro común


Fernando del Pino Calvo-Sotelo

• 27 de enero de 2025


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Decía Peter Kreeft que una sociedad buena es aquella en

 la que es fácil ser bueno. En este sentido, ¿es buena 

nuestra sociedad? Y ¿de qué depende su bondad? El 

concepto esencial para responder a esta pregunta es el  

bien común, un concepto tan relevante que explica en 

gran medida el destino de las sociedades, el bienestar y 

felicidad (siempre relativa) de sus ciudadanos y su 

desarrollo material, intelectual, emocional y espiritual. Por 

lo tanto, el bien común tiene una importancia 

trascendental, a pesar de lo cual es raro que se mencione

 y aún más raro que se comprenda.

 

Definamos el bien común


Utilizando la vía negativa, conviene aclarar en primer 

lugar lo que el bien común no es. El bien común no es la

 suma de los bienes de los miembros de una sociedad, ni 

se refiere a los bienes de titularidad pública, a la

 existencia de servicios públicos o a algún tipo de

 colectivismo o redistribución de la riqueza. Esto no quiere

 decir que el bien común no trate estas cuestiones

 materiales y económicas, sino que alcanza un significado

 humano mucho más amplio y profundo. El bien común

 tampoco es un juego de suma cero ni se opone al bien

 privado; no es excluible, sino que beneficia a todos.


¿Qué es entonces? Su definición más precisa es la 

siguiente: El bien común es el conjunto de condiciones

 sociales que permiten a los ciudadanos el desarrollo

 expedito y pleno de su propia perfección[1]. En otras

 palabras, el bien común hace referencia a la creación y

 mantenimiento de un marco institucional, político, social,

 jurídico y económico y, ante todo, de un êthos o moral

 compartida que facilite la consecución de una plenitud de

 vida, de una realización trascendente y holística de cada

 individuo y, en consecuencia, del logro parcial de la 

felicidad que todos anhelamos[2].


El bien común crea un marco de actuación y un caldo de 

cultivo, pero no ofrece un resultado predeterminado. Se 

trata de una condición necesaria, pero no suficiente. Hace

 posible que las personas puedan florecer, pero no lo 

garantiza, pues todo dependerá siempre del más elevado 

 atributo del ser humano: su libertad. Como dijo el Sabio

 hace 2.200 años: «Al principio Dios creó al hombre y lo

 dejó en poder de su libre albedrío. Él ha puesto delante

 fuego y agua: extiende tu mano a lo que quieras. Ante los

 hombres está la vida y la muerte, y a cada uno se le dará

 lo que prefiera»[3]. En otras palabras, el bien común es la

 tierra buena que permite germinar al hombre, pero, en

 última instancia, éste, como sujeto autónomo de decisión 

moral, «dueño de su destino y capitán de su alma»[4],

 será siempre el responsable último de dar fruto. En el ser

 humano, libertad, responsabilidad y dignidad son 

inseparables.

De todo ello se desprende que el concepto de bien común 

se aleja de cualquier idea de igualitarismo, pues el 

desarrollo pleno de cada individuo es siempre relativo y su

 fruto dependerá de sus capacidades intelectuales, 

morales y emocionales, que varían de individuo en 

individuo y dan resultados diferentes que son justos 

precisamente por ser diferentes.

 

La defensa de la vida y de la familia


El primer elemento del bien común es el respeto a los 

derechos y libertades fundamentales del individuo, 

comenzando por el derecho a la vida desde la concepción

 a la muerte natural. El bien común exige, por tanto, una 

cultura que ensalce y defienda la vida a toda costa, una

 sociedad en la que prevalezca el respeto absoluto a la

 vida como un don que no depende de la voluntad y del

 deseo de nadie. En este sentido, la triste y gris Cultura de

 la Muerte que ha impregnado nuestras sociedades, que

 no sólo normaliza el horror del aborto y la eutanasia, sino 

que los identifica con el progreso, no indica civilización 

sino barbarie, y retrata una sociedad enferma y, en cierto

 sentido, grotesca, pues nada hay más ridículo que

 creerse lo contrario de lo que uno es.

El bien común exige la defensa de la familia como pilar

 básico de la sociedad de modo que el niño tenga la 

posibilidad de crecer en un ambiente familiar estable con 

su padre (cromosoma XY) y su madre (cromosoma XX). 

Es, por tanto, contrario al bien común fomentar el divorcio 

como hace en España la ley del divorcio exprés (PSOE-

PP), que eliminó prácticas dilatorias que proporcionaban 

al matrimonio tiempo para discernir la decisión que estaba 

a punto de tomar. Una política favorable al bien común 

sería la opuesta: ayudar a los matrimonios a evitar, en la

 medida de lo humanamente posible, un paso que no 

tiene vuelta atrás. También es contrario al bien común (y a 

la verdad) el silenciamiento cultural ―por ejemplo,

 cinematográfico― del sufrimiento que supone para la

 mayor parte de sus protagonistas, en especial para los

 hijos.

 

La defensa de la libertad


Otro componente imprescindible del bien común es el 

respeto a la libertad individual. La libertad es el oxígeno 

del alma, sin el cual ésta se marchita. En este sentido,

 resulta inquietante la paulatina represión de libertades 

personales que hemos sufrido en las últimas décadas en

 esta Europa secuestrada por una UE crecientemente

 oscura.

El caso de España desde 1975 es especialmente 

paradójico. Nadie imaginó que el precio de obtener una 

muy restringida libertad política, basada en poco más que 

un ritual de voto bastante inútil realizado un día cada 

cuatro años, era perder enormes grados de libertad 

personal, robada por la opresión burocrática y el magno 

latrocinio impositivo de ese Estado semi totalitario llamado

 Estado de Bienestar. Así, el español medio paga hoy el

 doble de impuestos que pagaba en 1974 y encima

 soporta un número de prohibiciones y a una exigencia 

cotidiana de permisos administrativos muy superior al de 

hace medio siglo. Hemos pasado de una dictadura a otra, 

mucho más hipócrita.

¿Y qué decir de la libertad de pensamiento y de 

expresión, perseguidas en plena «democracia» por la 

tiranía de la corrección política y la censura más 

impudorosa? ¿Y qué decir de la libertad religiosa, 

especialmente del cristianismo, perseguido e injuriado por 

bufones que jamás se atreverían a hacer lo mismo con 

otras religiones?

 

El progreso económico como bien común


El bien común también exige un sistema económico que

 fomente la creación de riqueza. Afortunadamente, no hay

 que inventarlo, por ser bien conocido: la economía de 

mercado, enmarcada en un entorno de seguridad jurídica,

 con un Estado pequeño y, sobre todo, desde el respeto a

 la propiedad privada, condición sine qua non para el 

progreso económico y «principio fundamental que ha de

 considerarse inviolable»[5].

El estatismo, la inseguridad jurídica y los impuestos son 

enemigos de la propiedad privada. Así, resulta axiomático 

que una sociedad sin seguridad jurídica y con impuestos 

altos típicos de nuestros Estados-vampiro, o en la que los 

okupas gozan de mayores derechos que los legítimos 

dueños de las viviendas, será más pobre, inestable e 

injusta que una sociedad con seguridad jurídica, 

impuestos bajos y clara protección del derecho a la 

propiedad.

Dicho eso, un sistema adecuado es una condición 

necesaria pero no suficiente para el progreso económico,

 que siempre dependerá en última instancia de la 

actuación del individuo. Ningún sistema o estructura social

 puede resolver el problema de la pobreza como por arte 

de magia sin una «constelación de virtudes: laboriosidad,

 competencia, orden, honestidad, iniciativa, frugalidad, 

ahorro, espíritu de servicio; cumplimiento de la palabra

 empeñada, audacia; en suma, amor al trabajo bien 

hecho»[6].

Del mismo modo, una sociedad en la que las normas se

 multiplican como células cancerosas y pueden ser 

interpretadas arbitrariamente, una sociedad en la que se 

aprueban constantemente leyes inicuas y siempre 

cambiantes, fruto del capricho de una mayoría que sólo

 busca perpetuarse en el poder, es contraria al bien

 común. En el mismo sentido, una sociedad en la que los

 máximos órganos jurisdiccionales están politizados y 

caen en la más abyecta prevaricación no puede ser una

 sociedad buena, al contrario que una sociedad regida por

 leyes justas basadas en principios inmutables, en normas

 consuetudinarias, en la Ley Natural y en el sentido 

común, y con una Justicia independiente.

El bien común exige que aquellos que se vean 

imposibilitados para salir adelante por sus propios medios 

sean cuidados por la comunidad y no abandonados a su

 suerte, pues una sociedad que no protege a sus 

miembros más débiles no puede denominarse buena. Sin

 embargo, cuidar de esa pequeña minoría que no puede 

cuidarse a sí misma nada tiene que ver con la trampa del 

Estado de Bienestar[7], cuyo férreo manto «protector» 

(una prisión encubierta) cubre innecesariamente a toda la 

población con el único objetivo de controlarla, es decir, 

como coartada para lograr un Estado de Servidumbre. 

Como pudimos comprobar con la DANA de Valencia, la 

comunidad puede voluntaria y espontáneamente cuidar

 de sus miembros con mucha mayor agilidad y eficacia 

que un Estado anquilosado controlado por intereses

 mezquinos.

Pero lo más perverso del Estado de Bienestar es que 

hace creer al común de los ciudadanos que nunca podrá 

valerse por sí mismo, sino que siempre necesitará al 

Estado, una creencia falsa y denigratoria que se opone

 frontalmente tanto al bien común como al principio de

 subsidiariedad que debe regir toda sociedad[8].

 

El respeto a la verdad y a la palabra dada


Como nos recuerda Thomas Woods, «todos los países 

que han sido económicamente exitosos poseían derechos

 de propiedad robustos y una clara exigencia de 

cumplimiento de los derechos contractuales»[9]. Diciendo

 lo mismo con otras palabras, Richard Maybury basa el 

éxito de una sociedad en dos principios: no violes los 

derechos y propiedades de los demás y cumple lo que 

has acordado.

El bien común, por tanto, también exige cumplir las 

promesas, los contratos y, en definitiva, la palabra dada,

 partiendo de las promesas personales. Una sociedad que 

respeta un apretón de manos y no requiere la firma de un 

complejo contrato para cada pequeña acción es una 

sociedad buena y eficiente, pues sin un mínimo de 

confianza toda sociedad se convierte en inoperativa: a 

veces el comprador paga por adelantado y otras el 

proveedor entrega su producto sin haber cobrado, y en

 ambos casos subyace una confianza en que la otra parte

 cumplirá lo debido, la misma que tiene el prestamista en

 el prestatario.

En la política también resulta clave poder confiar en las

 promesas electorales a cambio de las cuales el 

ciudadano entrega su voto, esto es, su soberanía política.

 Resulta obvio que en nuestras pervertidas democracias 

esto es una quimera, lo que debilita enormemente el bien 

común.

Asimismo, el bien común exigiría que los medios de

 comunicación tuvieran cierto apego a la verdad, pero

 desgraciadamente éstos están hoy entregados a la

 propaganda, a la defensa de intereses espurios y a la

 mentira.

Respetar la palabra dada es respetar la verdad, pero 

¿qué lugar reservamos para la verdad en nuestra 

sociedad de hoy? La pregunta no es si se miente más o 

menos que antes, sino si la mentira está socialmente

 estigmatizada o normalizada. Éste no es un tema baladí,

 pues de la institucionalización de la mentira surge un 

cinismo crónico que es como un veneno de efecto lento

 que va pudriendo la sociedad por dentro.

 

La exigencia de la paz


En último término, el bien común exige que haya paz,

 entendida no sólo como ausencia de enfrentamiento 

bélico, sino en sentido amplio. La paz exige que el debate 

político esté acotado en fondo y forma dentro de un marco 

de convivencia y de unas reglas respetadas por todos. En 

este sentido, el bien común exige la existencia de un 

diálogo tolerante y respetuoso desde el respeto a la 

verdad, pues la verdad siempre tiene prioridad sobre el 

consenso.

En este aspecto es posible que nos encontremos ante un 

problema sistémico. En efecto, la democracia deriva por 

su propia naturaleza en la polarización social, pues los

 políticos excitan las pasiones de los votantes, incitando al 

miedo al adversario y arrastrando a la ciudadanía a un

 ambiente de intolerancia e ira crecientes.

Pero la paz incluye también la paz en los hogares, 

obstaculizada por la permanente lucha de sexos en la que

 hoy nos han sumergido. Este fenómeno, introducido por

 la agenda globalista como destructor de familias y

 sustituto de la lucha de clases, ha permeado

 peligrosamente en gran parte de la sociedad y es uno de 

los grandes enemigos de la paz familiar y, por tanto, del 

bien común.

Finalmente, la paz requiere de un esfuerzo por alcanzar la

 paz interior, tantas veces esquiva, pero aún más difícil de

 lograr en una sociedad relativista, hedonista y nihilista 

que vive de espaldas a la realidad última de esa criatura

 llamada hombre; una sociedad sin Dios y sin rumbo, pues 

carece de la brújula del bien y del mal, desesperanzada y triste, a pesar de sus

 falsas apariencias, una sociedad, en  fin, que, engañada por quienes sólo desean

 dominarla, escarba en la basura creyendo que allí encontrará los 

manjares que la dejarán ahíta.


Querido lector: el bien común se apoya en el derecho y la 

libertad, en el orden y la justicia, en la familia y la 

propiedad privada, en la verdad y la paz. No creo que la 

sociedad española reúna hoy estas condiciones, pero si 

queremos mejorarla, éste es el camino, y no otro.


[1] Juan XXIII, Mater et Magistra 65.

[2] Martin Rhonheimer, The Common Good…Catholic University of America Press, 2013.

[3] Eclo 15, 16-18

[4] W. E Henley, Invictus (1875)

[5] León XIII, Rerum Novarum 11 (1891)

[6] Juan Pablo II, Discurso en la Cepal en Chile (3-4-1987)

[7] El verdadero coste del Estado de Bienestar – Fernando del Pino Calvo-Sotelo

[8] Sobre la justicia social – Fernando del Pino Calvo-Sotelo

[9] Thomas Woods Jr, The Church and the Market, Lexington Books 2005.

 




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