ACCIONES Y REACCIONES CONCORDANTES (Kan ying)
La voie rationelle
Matgioi
Editions Traditionelles. Paris 1984 Pp 135-148
Los actos que los hombres cometen dentro de los límites de su responsabilidad, pero en pleno conocimiento humano, no pueden considerarse únicamente como hechos materiales que aportan una modificación temporal a un orden físico esencialmente transitorio.
No sólo son también efectos reflexivos de la voluntad humana, y capaces de aportar consecuencias morales, y de provocar una perturbación o una mejora en las funciones sociales o en las relaciones entre los individuos.
Son también - son sobre todo - emisiones de energía, esfuerzos psíquicos, desplazamientos de fuerzas nerviosas e inmateriales, cambios de equilibrio en las estáticas y dinámicas del mundo invisible, desviaciones de corrientes en el aura de la humanidad. Estos fenómenos de nuestra segunda naturaleza son tan innegables, tan ciertos en sus consecuencias, como los fenómenos de variaciones de peso, densidad y masa que observamos en nuestra naturaleza inmediata; Pero como son invisibles -por lo menos en general- y como se sitúan en un medio en el que los cinco sentidos del hombre sólo pueden ejercer un control fugaz y bastante excepcional, estos fenómenos, que no se recuerdan de manera tangible a nuestra atención, son desconocidos por la multitud, y no cuentan para nada, o casi, por las mismas personas que más vehementemente sospechaban de su existencia.
Y, sin embargo, son precisamente los fenómenos más importantes a que puede dar lugar la acción humana; son los únicos que permanecen, y que, por un juego de movimientos recíprocos y perfectamente coordinados, tienen una existencia específica; son los únicos que tienen un resultado en todos los planos, un eco en todos los mundos, y que llevan en sí ese carácter de permanencia que, en el fondo, debe tener normalmente todo lo que un hombre dice, piensa o actúa, un fragmento infinitesimal, pero cierta, de ese Todo indescriptible del que la Eternidad es una dimensión.
En efecto, las consecuencias materiales de un acto humano no pueden ir más allá de la materia, ni en el tiempo ni en la extensión; están, pues, expresamente limitadas al plano mismo en que se cometió el acto; y, en consecuencia, son nulas fuera del punto de vista humano.
Del mismo modo, las consecuencias morales o lógicas de un acto voluntario no pueden ir más allá de los límites donde se mueve la voluntad y donde se conoce la responsabilidad del autor. Hemos visto extensamente en otro lugar cómo el propio estatuto de la humanidad actual (1) restringe la libertad, la responsabilidad y, por tanto, la pena entre la vida y la muerte para el individuo, y entre el estado antehumano y el estado posthumano para la especie. Las consecuencias reflejas de la voluntad humana tienen los mismos límites que la inmovilidad, fuera de la cual esta voluntad ya no es distinta, o, en todo caso, ya no es la voluntad que sabemos que somos, y que nos determina como hombres... Y estas dos observaciones, además de ser el fruto lógico de un razonamiento perfectamente claro, sin ambigüedades ni rodeos posibles, son enteramente naturales, puesto que, ya sea en el plano material o en el plano voluntario, el hombre, al actuar, sólo ha influido en las cosas que están dentro del poder del hombre, o en los sentimientos que están dentro del dominio humano.
Pero, si consideramos el acto como una fuente de energía y, por consiguiente, como un transmisor de vibraciones nerviosas en la atmósfera psíquica, como la hélice de una ola en el océano fluídico que nos baña a nosotros y al universo, nos damos cuenta inmediatamente de que el movimiento así producido, ejercido fuera del plano humano, está fuera de nuestro control, fuera de nuestro alcance y fuera de nuestra misma responsabilidad (al menos como esponsabilidad limitada del estado humano). Las características típicas de estos movimientos son las siguientes: no pueden ser controlados por nosotros; una vez producidos, escapan para siempre a nuestra influencia; y aunque, a medida que la «corriente se invierte», su intensidad disminuye hasta hacerse imperceptible, la serie de movimientos es, no obstante, conocida (2).
1. Cf. Voie métaphysique, cap. Vif.
2. Hay que notar que para determinar los términos de estas ondas psíquicas no tenemos mejores nombres que los aplicados a las fuerzas eléctricas y a las ondas hertzianas. Podemos presumir de hacer las comparaciones que queramos.
Pero, sin demorarnos en considerar estas características, que puedo, por así decirlo, calificar de externas, veamos, en el fondo, lo que son tales fenómenos, o más bien tratemos de expresar claramente lo poco que podemos concebir de ellos. Pues, aun con la firme intención de permanecer claros y exactos, no es posible que el hombre conozca a fondo o analice completamente hechos que, en efecto, proceden de él, pero que, una vez que han partido de él, abandonan el ámbito de sus realidades efectivas y no vuelven jamás a él, o al menos sólo vuelven a él después de haber sufrido, por parte de agentes desconocidos para nosotros, profundas modificaciones de grado, e incluso de naturaleza.
El acto humano, considerado como una fuente de energía que va más allá del germen voluntario que lo generó, afecta a todo lo que es de su naturaleza, es decir, a todo lo que es humanidad y a todo lo que es energía. Esto es axiomático; y aunque, en pruebas burdas como las de que dispone la naturaleza humana, tal correspondencia pase desapercibida, no es menos cierto que siempre existe, y que la emisión, aunque sea infinitesimal, de cualquier energía afectará de algún modo a la energía universal, del mismo modo que el menor de todos los números afectará al mayor de los totales a los que se sume. Se trata de una necesidad matemática, además de lógica. Pero, ¿qué sabemos de la energía universal a la que los actos humanos afectan de tan diversas maneras? La conocemos de un modo tan general que a las mentes concretas y empíricas les resulta fácil negar que exista. Los últimos descubrimientos científicos -las ondas energéticas del éter, la energía radiante que es a la vez material e invisible- han demostrado ampliamente que vivimos en un baño de fuerza potencial universal, y que somos, en definitiva, los objetos a través de los cuales la potencialidad energética se haceenergía real, bajo ciertas condiciones, en todos los planos. Pero al demostrar la existencia de esta omnipotencia indefinida e indefinidamente práctica, la ciencia, todavía enteramente experimental, no precisó su valor, su objeto, ni las condiciones de su acción, aplicación y transformación. Sólo ahora conocemos la existencia de este gran problema y algunos hechos raros sobre él; no vemos aún asegurada su discusión y su resolución.
Es en este mundo energético, aún totalmente desconocido aparte de la afirmación de su existencia, donde convergerán, sin perderse ni aniquilarse, todas las energías parciales emitidas por la serie de las acciones humanas. ¿Qué sabemos del modo en que se comportan? ¿Y del resultado de su reunión y suma? Nada todavía; pero considerémoslas hasta su entrada en este mundo misterioso, el athanor central donde todo lo que es fuerza se elabora; e intentemos, por razonamiento analógico, captarlas a su salida.
Acabamos de actuar, sea un simple gesto, sea una acción más complicada, lo cual importa poco; admitamos que acabamos de actuar el acto típico, la unidad de acto, es decir, el acto que corresponde al número uno en todos los planos en que se manifiesta.
Este acto, aparte del movimiento material y de la presión moral consiguiente, mueve energías, utiliza fuerzas, y lo hace de dos maneras, y siempre de estas dos mismas maneras, cualquiera que sea el acto producido. La voluntad que determinó el acto es una emisión de fuerza, intelectual o espiritual, como se quiera (y lo digo para no abarrotar la discusión con consideraciones irrelevantes). Una fuerza, a menos que se emita en el vacío, tiene resultantes de la misma naturaleza que ella misma, pero de valores y direcciones diferentes. El movimiento voluntario se proyecta y se inscribe en el plano de las ideas, y en el aura particular que el ser humano en cuestión se ha creado a través de la serie de sus voluntades antecedentes.
Por otra parte, la energía desarrollada bajo la voluntad de cometer la acción no se agota en esa acción; sólo se utiliza allí. Después de que la acción ha sido cometida, el propósito temporal para el cual esta energía fue desarrollada y en el cual fue retenida, desaparece, la energía emitida no desaparece; no retorna al centro que la proyectó, ni se reabsorbe allí. Porque si pudiéramos, como hace el patagón con su lazo y el zelandés con su bumerán, volver a llamar hacia nosotros las energías que hemos exteriorizado, ya no experimentaríamos la fatiga, el hambre o la necesidad de dormir,habríamos resuelto el problema de la inmortalidad del individuo.
Si las energías emitidas fuera del individuo no vuelven a él, una vez que ya no tienen aplicación en el exterior (ya sea porque han fracasado o porque han alcanzado y cumplido su finalidad), como, por otra parte, no podemos concebir ni su pérdida ni su aniquilación, nos vemos obligados a concluir que, paralelamente a la energía voluntaria, pasarán a formar parte del océano de fuerzas fluídicas que rodea toda cosa creada, todo límite. De este modo, cada una de las energías emitidas se une a energías externas de la misma dirección y naturaleza.
Pero la divergencia de valor y de comportamiento de estas masas energéticas, exteriores al hombre, se manifiesta inmediatamente. En efecto, los influjos sucesivos de la voluntad individual, aunque proyectados fuera de su autor, permanecen marcados por su impronta especial, y constituyen para él, fuera de sí mismo, un foco distinto con un aura personal, del que es verdaderamente el creador relativo y contingente, y que le une a su compuesto humano, y que le afecta, que vive por encima de él y tanto como él. El límite impuesto a la libertad de cada individuo no le permite una creación exterior más completa y duradera; pero la idéntica libertad del individuo vecino no permite al primero interferir, si así lo quisiera, en la creación semejante de otro. Y así, las emisiones voluntarias de cada compuesto humano forman auras energéticas personales, tan claramente distintas entre sí como los propios compuestos humanos a los que corresponden.
Por otra parte, las sucesivas afluencias de energía psíquica, partiendo de un elemento del compuesto humano inferior al que constituye la marca de la personalidad, no permanecen personales, en cuanto han salido del individuo, y desligadas de la meta a la que éste las dirigía. Pues si las energías de la voluntad humana no tienen equivalente fuera del hombre, las energías psíquicas, surgidas del hombre y consideradas fuera de él, son dinamismos semejantes a todos los dinamismos psíquicos, cuyo éter vibra indefinidamente. No tienen, pues, ninguna marca distintiva, y se fundirán normalmente en el océano fluídico universal, es decir, se añadirán al total de las energías dinámicas condensadas alrededor de la raza humana desde que fue emitido el primer acto del primer representante de esta raza.
Recordemos, pues, que todo acto humano tiene dos vibraciones, ambas, por supuesto, contingentes: una, siempre distinta, en el alma voluntaria de cada individuo, la otra, siempre general, en el alma psíquica universal. El firme apego de nuestra mente a estas dos concepciones nos permitirá entrar con confianza en un campo hasta ahora poco explorado.
El aura de las voluntades individuales del hombre es la suma de las proyecciones exteriores de todos sus actos racionales; es como una atmósfera envolvente que rodea inmediatamente a cada individuo, adaptándose a él,y recibe la impresión de todos sus movimientos reflejados. Esta aura sólo existe con la individualidad humana - ese fragmento de nuestra personalidad - y sólo a través de ella; se origina, ni siquiera con el individuo, sino con su primer acto, que no coincide necesariamente con su nacimiento; Sólo vive por emisiones sucesivas de la fuente que le da existencia, la voluntad individual, y los actos consecuentes; no puede, por tanto, subsistir tras la desaparición de su origen, como no puede subsistir una llama tras secarse la fuente de luz.
Pero si la contingencia original de esta aura le confiere tales limitaciones de tiempo y espacio, también le otorga ciertas condiciones de resonancia y retroalimentación. La voluntad del individuo, único generador de esta aura especial, constituye la suma inmaterial de sus esfuerzos y direcciones; crea una creación secundaria, que es obra suya y exclusiva, y de la que es, por tanto, directa y completamente responsable. Esta aura, con sus limitaciones, es la imagen misma y la representación exacta de las responsabilidades en que incurre la relativa independencia humana. Cubre al individuo con una capa dinámica de densidad y beneficio variables, según la intensidad y dirección de las acciones voluntarias de las que brota, y de las que se libera y aumenta cada día. En este nivel de energía mental, se asemeja, pues, al aura nerviosa que se mueve, según otras leyes, en nuestra atmósfera psíquica, y que los antiguos imagineros representan, alrededor del cuerpo y especialmente de la fiesta, como un nimbo envolvente y luminoso. Recordemos atentamente esta situación, que arroja luz sobre los preceptos más profundos y repetidos del taoísmo.
Por otra parte, el aura psíquica universal es el lugar donde todas las energías se encuentran, penetran y se influyen mutuamente las energías fluídicas inmateriales o pseudoimateriales (pues quién puede decir dónde acaba la materia, y si incluso empieza y acaba en alguna parte) (1) originadas por acciones de todo tipo emitidas por todas las fuentes concebibles (razones humanas, acciones cósmicas o incluso químicas, movimientos animales, etc., etc.). Esta atmósfera energética no está, sin embargo, constituida por todas estas energías diversas en total; no es un total o una entidad; es un lugar (a la manera de los lugares geométricos). Es impersonal; es la imagen inferior del Gran Todo Energético cuyo Ser se despliega en la acción y el movimiento universales (2). Como receptáculo de todas las fuerzas, la menor de las que penetran en él cambia las disposiciones y los movimientos de los que allí encuentra; y recibe de ellos en reacción y presión el equivalente de lo que aporta en acciones e impresiones. Pero aquí (y lo sentimos profundamente por el carácter cósmico y universal del medio) la voluntad humana no tiene nada que ver; la independencia y la acción humanas son nulas; el valor y la responsabilidad del acto humano son cero. El fenómeno de la energía cósmica continúa rígida, lógica, inevitablemente, y quien la posee, desde el principio, es el único que la posee,
1. Siempre que estemos dispuestos a no reservar este término exclusivamente, como hicieron los antiguos filósofos occidentales, para lo que cae bajo el control de los cinco sentidos humanos en su estado normal. .
2. Aunque aquí sólo estudiamos dos fuentes de energía y fuerzas , hay que recordar que el dualismo, en cualquier grado y de cualquier tipo, no entra en las concepciones tradicionales del Extremo Oriente. La tradición primordial nos enseña acerca del tercer océano, o el océano del nirvana; en este océano, que es la energía por excelencia, es decir, el alma espiritual de todas las cosas, no hay ni acción ni reacción; no hay influencia de la voluntad humana ni, menos aún, de los movimientos cósmicos. Y esta determinación esencial muestra inmediatamente por qué no se menciona este tercer foco, en y alrededor del Kan-ing. Ningún movimiento del universo se refleja allí; pero el universo, a fuerza de deseos intensos, puede ascender y fundirse allí; y es allí donde encuentra su plenitud, en el autoconocimiento absoluto y en la posesión de la Energía Esencial, que es el Reposo Reflejado, o, metafísicamente, el No-Obrar, el No-Ser consciente.
Era interesante subrayar este punto, aunque no se tratara aquí, en relación con las concordancias entre las dos energías que la Tradición primordial ofrece aquí con las teorías de la Cábala. Será fácil reconocer, en lo que acabamos de decir, el mundo incluido en la espiral de la Gran Serpiente, el Sepher Ietzirah, el Tesoro de Luz, etc., todas entidades intelectuales donde el Extremo Oriente, Oriente y Occidente se encuentran, penetran y se apoyan mutuamente.
de otro mundo o en el fondo de una individualidad, ignora no sólo las condiciones, sino la existencia misma de esta emisión, necesaria, pero anónima, y no es, por tanto, ni autor ni testigo de ella. Lo humano no puede surgir del dominio humano, ni asumir cualidades que no sean de naturaleza humana. Lo que está más allá de nuestra intelección y de nuestra condición está por encima de nuestra intención y de nuestro mérito. Nunca se insistirá bastante en esto, sobre todo en el mundo occidental, donde la vanidad nos ha hecho suponer nuestro valor y responsabilidad iguales al propio valor y voluntad del infinito.
En el estudio, tan delicado y complejo, de las energías movidas o influidas por el acto humano, hemos llegado así a ese momento en que la fuerza misteriosa así desarrollada se ha registrado en el hogar psíquico universal, al momento en que esta ola, sin fundirse ni aniquilarse, se ha reunido con ese océano que baña los universos. Como un cuerpo que cae en el agua, o un río con su propio movimiento que desemboca en un océano con el movimiento planetario de las mareas, esta energía provoca ondas que se propagan en todas direcciones. Pero una ondulación que se propaga genera una acción de repercusión, necesaria para cualquier tipo de equilibrio, ya sea material, psíquico o intelectual. Por eso, la vibración ondulatoria, después de haber hecho mella en todo el océano psíquico, vuelve al mismo lugar donde nació, con un nuevo valor y una nueva dirección, sobre los cuales los humanos no tenemos ningún dato cierto, ni siquiera perceptible (pues las influencias encontradas por la ondulación en el océano psíquico están por encima del dominio humano, y forman parte de un todo cósmico del cual ignoramos los elementos de vigor).
No tenemos aquí más que los elementos del razonamiento y de la analogía; no tenemos ningún elemento de experiencia o de de observación, y tenemos que conformarnos con lo que tenemos para tratar de explicar lo que vemos: en este campo, donde reina todavía la contingencia, sólo podemos sacar conclusiones relativas, contingentes con una verdad limitada y reducida, mientras que en el mundo de las abstracciones metafísicas podíamos sacar conclusiones rígidas y claras, cuyas cualidades tomábamos prestadas de la perfección misma de su objeto (1).
Sea como fuere, la energía desarrollada por el acto humano, y llevada hasta el extremo de su acción (kan), por un mecanismo cósmico obligatorio y general, del que nada de lo que existe puede escapar, ya que este mecanismo es la sustancia misma de la existencia; y este retorno de energía constituye inmediatamente la reacción cósmica (ing) de la acción humana.
Esta reacción es evidentemente de la misma naturaleza que la ondulación de donde ella sale; ella lleva las mismas características. Los movimientos cósmicos que puede desencadenar son independientes del hombre, de su voluntad, de su mérito; él los ignora; son suyos y le son indiferentes. Como ola impersonal en el océano universal, sólo interesa al hombre en el momento mismo y en el punto mismo en que desplaza, con su contragolpe similar y paralelo, el aura humana de la que una vez surgió. Sólo podemos estudiar con conocimiento este momento y este punto de tal reacción; pero sepamos que este momento y este punto son afectados de la misma manera y con la misma indiferencia que todos los demás puntos y todos los demás momentos en el curso de esta reacción cósmica. Y, en este punto y en este momento, esta reacción cambia de naturaleza: pierde su carácter universal en el mismo lugar donde lo había adquirido, para tomar este carácter universal en el mismo lugar donde lo había adquirido, para poner esta forma
1. No queremos insistir. Pero qué profundo tema de reflexión, aquel por el que sabemos y sentimos que podemos acercarnos a la verdad absoluta con lo que hay en nosotros de eterno y divino, al tiempo que sentimos y admitimos que los límites, de los que sin embargo estamos hechos, siguen siendo para nosotros obstáculos para la comprensión de esos mismos límites. Y ¡qué inesperada constatación de que, a pesar de nuestra imperfección superficial, estamos más abiertos a lo absoluto que a lo relativo!-
de acción individual, a través de la cual sólo ella puede entrar y actuar en las auras humanas. Y, al perder su característica impersonal, retoma las características de la contingencia individual, a las que había renunciado cuando salió de esa contingencia, y que retoma cuando vuelve a entrar en ella.
Así pues, llevemos esta reacción (ing) de vuelta al tiempo y al espacio humanos. En este período, toma el camino inverso idéntico al que el kan había seguido en el aura humana, desde el momento en que emergió de la vulva energética de la voluntad. Pero, para afectar a un compuesto, una energía debe asumir, si no esencialmente, al menos temporalmente, cualidades que el compuesto a emular pueda sentir y percibir, y apreciar en su naturaleza, y controlar en su juicio. Por eso, en este momento de retorno a lo humano, el kan toma prestadas las cualidades humanas por las que puede presentarse eficazmente a su objeto. Estas cualidades son de tipo material y de tipo sentimental, de modo que el resultado se produce en todo el compuesto humano (notemos de nuevo que no hablamos aquí de los elementos divinos del hombre, que sólo pueden ser movidos, o al menos satisfechos, en comunión con el océano del nirvana, y que no puede hablarse aquí de este océano, que hemos dicho que no está sometido al flujo del kan y al influjo del ing).
Vemos, pues, como una necesidad lógica que, durante su influencia sobre la humanidad, el ing sea temporal y contingente, individual y afectiva. Se apodera del hombre, no en los elementos superiores, sino en el compuesto característico de la humanidad, y lo agita tangible y materialmente. Y, como ya hemos visto que, en el aura humana, la responsabilidad por el acto voluntario permanece completa y exclusiva, sabemos ahora, como corolario fatal, que el ing se manifiesta en el plano humano, a lo largo de la responsabilidad humana, como una sanción, pero como una sanción de valor correspondiente a la responsabilidad, y dentro de los mismos límites.
Ing, según los casos, se manifiesta pues como recompensa o como castigo, y esta manifestación, que le es exterior, sólo afecta al objeto, y permanece independiente del sujeto ing, cuyo reflejo es siempre el mismo que ella misma, cualquiera que sea la consecuencia a los ojos del hombre. Este es, en suma, el gran secreto del viaje de kan y del retorno de ing. En todo este mecanismo metafísico, no hay voluntad divina que envíe al hombre una recompensa o un castigo; hay un poder cósmico que se despliega, se reabsorbe y luego reverbera independientemente del valor moral (1) del acto voluntario humano; y es el movimiento particular del aura humana el que aplica y determina en sanción los efectos especializados de este poder. Así, lo humano sigue siendo humano, afecta a lo único humano, por la mera correspondencia lógica de acciones y reacciones. Parece ahora insostenible que lo finito pueda afectar a lo infinito, y que lo relativo pueda determinar un estado en lo Absoluto; sobre todo, parece monstruoso -llamemos ahora a los conceptos y a las cosas por su nombre- que el hombre, capaz de desear, pero incapaz de actuar fuera del plano humano, pueda, por su agitación humana, causar molestia al Dios Abstracto, y que este Dios Abstracto conciba esta molestia como satisfacción o cólera infinita, generadora de sanciones eternas aplicadas a este hombre temporal y a su agitación ilusoria.
Ya he subrayado enérgicamente (2) semejante monstruosidad, nunca volveremos a ella demasiado ni con demasiado celo; porque, predicada por sacerdotes deseosos de hacer poder y dinero con ella, ha aterrorizado a millones de personas,
1. Pues, ¿cómo podría la fuerza cósmica o el potencial metafísico ser influenciado por la moral humana?
2. Cf. La Vía Metafísica.
y detuvo el impulso evolutivo de una de las más bellas razas humanas por el loco terror de la muerte y la peor angustia del Más Allá
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