Psicología

Centro MENADEL PSICOLOGÍA Clínica y Tradicional

Psicoterapia Clínica cognitivo-conductual (una revisión vital, herramientas para el cambio y ayuda en la toma de consciencia de los mecanismos de nuestro ego) y Tradicional (una aproximación a la Espiritualidad desde una concepción de la psicología que contempla al ser humano en su visión ternaria Tradicional: cuerpo, alma y Espíritu).

“La psicología tradicional y sagrada da por establecido que la vida es un medio hacia un fin más allá de sí misma, no que haya de ser vivida a toda costa. La psicología tradicional no se basa en la observación; es una ciencia de la experiencia subjetiva. Su verdad no es del tipo susceptible de demostración estadística; es una verdad que solo puede ser verificada por el contemplativo experto. En otras palabras, su verdad solo puede ser verificada por aquellos que adoptan el procedimiento prescrito por sus proponedores, y que se llama una ‘Vía’.” (Ananda K Coomaraswamy)

La Psicoterapia es un proceso de superación que, a través de la observación, análisis, control y transformación del pensamiento y modificación de hábitos de conducta te ayudará a vencer:

Depresión / Melancolía
Neurosis - Estrés
Ansiedad / Angustia
Miedos / Fobias
Adicciones / Dependencias (Drogas, Juego, Sexo...)
Obsesiones Problemas Familiares y de Pareja e Hijos
Trastornos de Personalidad...

La Psicología no trata únicamente patologías. ¿Qué sentido tiene mi vida?: el Autoconocimiento, el desarrollo interior es una necesidad de interés creciente en una sociedad de prisas, consumo compulsivo, incertidumbre, soledad y vacío. Conocerte a Ti mismo como clave para encontrar la verdadera felicidad.

Estudio de las estructuras subyacentes de Personalidad
Técnicas de Relajación
Visualización Creativa
Concentración
Cambio de Hábitos
Desbloqueo Emocional
Exploración de la Consciencia

Desde la Psicología Cognitivo-Conductual hasta la Psicología Tradicional, adaptándonos a la naturaleza, necesidades y condiciones de nuestros pacientes desde 1992.

martes, 26 de enero de 2021

Los Dióscuros: LAS DOS RAZAS

Los DióscurosLAS DOS RAZAS I Desde el momento en el cual el Hombre ha aparecido sobre la tierra en su forma actual se han manifestado en él dos instintos profundos, dos almas, dos razas permanentemente en lucha entre sí en una guerra única cuyos opuestos objetivos tienen por nombre Espíritu y Materia, Integración y Disolución. Dos instintos profundos, pero significando en realidad, una clara y luminosa vocación espiritual contrapuesta a un oscuro perderse de la forma y de las sensaciones; dos almas, pero una de ellas de origen divino y la otra tendiente a convertirse en subhumana; dos razas, pero una es la raza por excelencia puesto que en ella el Espíritu tiende a unirse a la Materia en una armonía perfecta y la otra, la raza de la horda y del caos que brama ansiosamente perderse en las dimensiones ilusorias del tiempo y del espacio. ¿Qué es pues el hombre? ¿Un animal que tiene por derecho propio una jerarquía zoológica, o bien una “cosa” plena de “dignidad” y de “sociabilidad”, que a partir de un oscuro pasado marcha hacia un “luminoso porvenir”? ¿O quizás un prototipo ante litteram sobremanera rudimentaria de los futuros Cyborg? En realidad y por suerte el hombre no es nada de aquello que los conatos desesperados y corticales de seres apagados y decaídos intentan imponer a masas siempre más hipnotizadas. En toda aquella época y lugar en que existió una civilización normal el hombre fue considerado no una realidad ontológica que posee valor en sí mismo, sino un “estado”, un pasaje, un puente, un dramático campo de batalla. Por encima de él, a lo largo de una dirección vertical, se hallaban los héroes, los ángeles, los dioses y finalmente el Dios sin nombre: por debajo se encontraban los quebrados y vencidos, los poseídos, la animalidad, la disolución. Fue así y no de otra manera cómo fue percibida y vivida la condición humana en toda Vía Espiritual, en toda auténtica civilización, en toda religión y en cualquier otra manifes314 tación de la sabiduría tradicional. La acción humana tuvo siempre una sola finalidad: la superación de un modo de ser que implica vínculo, prisión, demonismo y muerte. Nacer hombre era considerado como un privilegio, el más precioso de todos lo dones: allí en donde cualquier criatura, desde la piedra hasta el dios, poseía un destino ya prefijado, rígido e inderogable, hasta el límite que a los mismos dioses les era necesario renacer como hombres para poder ir más allá de su propia naturaleza inmortal, pero sin embargo siempre condicionada, al hombre le era dada en vez una libertad única: la de ser dios o convertirse en bruto. Sólo un límite se le había impuesto: el de permanecer hombre, el de fijar y congelar la condición humana y ello justamente porque el ser hombres no significaba ser reales, estables, permanentes: detenerse significaba retroceder, el permanecer reducido al propio estado era sinónimo de caída, amodorrarse como hombre implicaba volver a despertarse degradados y a un nivel puramente telúrico. Y más todavía, olvidar la propia condición totalmente particular en el ámbito de lo manifestado, presumir de poder vivir como si no se estuviese en el centro de una batalla, malgastar vanamente percepciones, sensaciones, facultades intelectivas y todo aquello que forma el patrimonio recibido en el momento del nacimiento, el cual no es fin en sí mismo, sino medio de elevación y mutación, significaba inexorablemente aceptar la “vía ancha”, el descenso, el fin del hombre comprendido como potencialidad espiritual. Este es el significado más profundo de las decadencias, de los ocasos de las antiguas civilizaciones: en ellas un impulso hacia lo alto vino a menos, una posibilidad fue abandonada. Cerrada la puerta de la superación, no quedó sino el camino sin retorno, hacia abajo hacia un embrutecimiento que se habría manifestado más tarde, por lo demás, incluso en el cuerpo, dando lugar así a formas subhumanas. Recordemos de este modo a la civilización egipcia: la misma tuvo una duración milenaria y ha dejado vestigios insuperables, los cuales sin embargo pueden compararse a una crisálida que se convierte en una cáscara vacía cuando el insecto toma vuelo; a las civilizaciones precolombinas, cuyo derrumbe puede ser comparado al de un mueble devorado internamente por termitas al cual un ligero roce de la mano hace caer en polvo: a Roma, la que se descompone lentamente como un gran cuerpo privado de alma y finalmente a aquel Sacro Romano Imperio que cede justamente en el momento en el cual habría podido convertirse en una de las más grandes civilizaciones que la tierra haya conocido jamás. En los individuos, en la elites, en los pueblos y en las razas, el origen 315 de toda decadencia es debido al oscurecimiento progresivo del Principio Superior, al venir a menos en la lucha, a la incapacidad de resistencia ante una tensión que compromete totalmente. Esto es para los que sucumben: para los otros, para los que van más allá, no puede existir historia escrita o testimonios “científicamente” aceptables, el campo de batalla se desplaza sobre un plano cualitativamente diferente y permanecerá desconocido, no pudiendo quien permanece en lo bajo comprender aquello que le es superior, por ley inexorable de naturaleza. II Al ser el hombre un “estado”, el único fin que posee en el breve arco de su vida es el de buscar adentro de sí aquel Grano de Oro, aquel principio de conocimiento y de potencia que le dará la posibilidad de superar la condición humana, liberándola de cualquier limitación, partiéndole la capa de plomo que lo envuelve y que le impide llevar la mirada más allá de su estrecho horizonte físico. Todo lo que existe tiene sólo razón de ser como medio para esta tarea, se trate de un Iniciado, de un guerrero, de un sacerdote, un artesano o un mercader, el hombre debe dirigir todo átomo de sí mismo hacia esta búsqueda y debe seguirla de acuerdo a los medios a su disposición, es decir de acuerdo a su propia naturaleza. Una comunidad de hombres diferenciados de acuerdo a una jerarquía orgánica y que tienen en común exclusivamente este objetivo espiritual forma una civilización tradicional. Cuando no sea cumplida tal búsqueda, cuando la dirección, la única que cuente, sea perdida, el ser hombres no querrá decir más ser los últimos en una jerarquía divina, sino convertirse en los primeros dentro de un orden zoológico, primeros en cuanto a la inteligencia, en grado de cumplir con cualquier prodigio físico, libres de agitarse por doquier, pero inexorablemente arrastrados y atraídos hacia lo bajo, hasta hormiguear dentro de miles de formas de vida inferior: no más creador de Dioses sino progenitor de criaturas demoníacas, sin siquiera la conciencia del propio y gradual embrutecimiento, sino con una especie de desesperado y exaltado orgullo, que le dará a su vez la férrea seguridad de que el camino que se recorre es el de un perfeccionamiento y de un progreso. Se trata por lo tanto de dos razas: una en ascenso hacia los cielos y la otra deseosa de disolución de sí misma y de los otros. 316 Reveamos los mitos, las leyendas, las fábulas, estudiemos esta perspectiva de la historia humana, hallaremos en lucha perenne a dos razas, a terribles y grandiosas potencias de luz y de tinieblas, que quieren imponer en modo total cada una de ellas la propia concepción del mundo. Allí donde es la primera la que domina se encuentra el Imperio, el Orden, la Jerarquía, la Virtud, el Rito, la guerra santa, el ascetismo, la fe. Luego cuando por el cumplimiento de la propia misión, en razón del destino del ciclo, o bien por renuncia y decaimiento, ésta viene a menos, he aquí avanzar entonces desde lo bajo a la otra que frenéticamente quiere imponer sus “valores”: la Horda, el Caos, la Nivelación, el embrutecimiento, la gris escualidez, la disgregación del todo. Pero puesto que todo inicio posee en sí el germen del final y toda muerte presupone un nuevo nacimiento (no perteneciendo a esta tierra la “perennidad”), así pues en toda concepción del mundo se encuentra presente, en lenta e inadvertible coagulación, la concepción del mundo contrapuesta. La Hélade de la Edad de los Héroes de Hesíodo posee en sí el germen de la Grecia filosofante y profana de la decadencia, entre las ruinas de una remota civilización megalítica y en medio de aquellos etruscos que vivían tan sólo para prepararse para la muerte, como si fuesen concientes de ser simplemente “mortales”, es trazado el mágico y viviente cuadrado de Roma. Pulsaciones, ritmos, ciclos. La verdadera y profunda historia del hombre no es por cierto una simplificadora línea en regular ascenso, ni por suerte los acontecimientos se desarrrollan de acuerto a los infantiles dogmas de la “cultura” oficial. El que pertenece a la raza que tiende hacia lo alto siente, antes aun de aprender, cómo acontece el transcurrir de los tiempos; es decir siente que, cuan falange de valerosos que en forma repetida apuntan hacia la conquista de una ciudadela, los hombres han intentado desde siempre escalar los cielos. La reconquista del reino perdido, el reencuentro de la sede central, la reunión con los “Salvados de las Aguas”, el retorno a la Tierra Verde, el reino que no es de esta tierra, la búsqueda del Grial desde siempre, desde que existe la historia, desde que el hombre se ha encontrado aprisionado en los cepos sofocantes de un cuerpo reducido a prisión, una raza, la raza de los hombres, ha querido que se encontrara más allá y por encima de sí, algo que tuviese un poder transfigurante, que hiciese volver a los hombres a ser aquello que en realidad son: Señores de los Tres reinos. 317 III Al hablar de dos razas, raza del espíritu y raza de las tinieblas, sería un deber definir qué se entiende por la una y por la otra, no sólo a través de imágenes y alusiones, sino con rigor y precisión. Sin embargo ello escapa al fin de este escrito. Dos autores, Evola y Guénon, han sabido tratar el tema de la Tradición en modo tan claro y completo como quizás desde siglos nadie lo había hecho: en particular el concepto de raza entendida no como hecho exclusivamente biológico, sino sobre todo como raza del alma y del espíritu, ha sido tratado por el primero con una rara eficacia. Remitimos pues a Evola a todos aquellos lectores que, sensibles a una realidad tan en las antípodas de aquella impuesta artificiosamente en la actualidad, tengan necesidad de desarrollar un estudio vasto y profundizado. Aquí daremos sólo algunas precisiones para consolidar los puntos elementales ya afirmados. La ciencia oficial, siguiendo el mismo esquema que utiliza para los animales, subdivide a los hombres en razas, variedades y cruzas, reuniendo el todo en la especie humana, la cual, a su vez, a través de una serie de pasajes, nunca esclarecidos sino tan sólo formulados hipotéticamente, derivaría del mundo animal. Esta, que al inicio era tan sólo una hipótesis de trabajo, fue generalizada y codificada en el siglo pasado y luego impuesta a todos, en particular en los últimos decenios, como un hecho obvio y descontado. Como ejemplos más aptos para hacer comprender el tipo de lógica que utiliza la denominada oficialidad académica, tomaremos al Moisés de Miguel Angel y la pirámide de Keops. Tras pormenorizados estudios sobre la forma, análisis de microscopio de minúsculos fragmentos, observaciones sobre las vetas y estudios sobre las leves modificaciones aportadas por el tiempo y excluyendo cualquier factor que no sea “concreto” y “objetivo”, tendría perentoriamente que afirmarse que la estatua del Moisés “deriva” del mármol de Carrara, a partir del cual ella ha evolucionado hasta adquirir la forma actual. Con respecto en vez a la pirámide de Keops es suficiente con observar su forma y sus dimensiones para entender enseguida que su origen se debe a una excepcional, improvisa caída de piedras del cielo (a través de un huracán de singular potencia o por una lluvia de meteoritos) por la que se han dispuesto en esa manera y no de otra tan sólo por casualidad. Quien razonara así sería considerado loco o por lo menos extravagante, mientras que la descendencia del hombre del mono, demostrada en 318 manera análoga, es presentada como un parto de la más alta inteligencia creativa. La igualdad sustancial de las razas humanas es un corolario de la ley sobre el origen de la especie. Las ramas de los Neanderthal, Cro-magnon y similares, al separarse del tronco central de los primates y “convertidas” en más inteligentes, se han difundido por toda la tierra, adaptándose a todos los ambientes y generando así variedades que han dado lugar a las diferentes razas. Obviamente no queda excluída, entre las diferentes hipótesis de trabajo, aquella según la cual, tras un congruente número de generaciones, un esquimal transplantado al Africa adquiere caracteres negroides y viceversa. Las diferenciaciones raciales estarían dadas por lo tanto por factores ambientales, climáticos, socio-evolutivos, por lo cual a condiciones similares corresponderían los mismos hombres, prescindiendo de “obviables” diversidades de piel y de carácter que tuviesen que subsistir. Al no estar este breve ensayo dirigido a convencer a quien sienta muy profundamente su origen animal, dejaremos a un lado al respecto cualquier comentario. Agregaremos tan sólo que, en las sociedades tradicionales, sin excepciones, mientras que no estaba en auge el concepto de raza, la animalidad era sentida como una “caída” desde estadios superiores y el cuerpo humano era considerado como la “vestimenta” de un principio intelectivo espiritual, prisión oscura o templo de acuerdo al estado en el cual cada uno llegaba a encontrarse. El concepto de raza va por lo tanto tomado a préstamo de la ciencia moderna, del mundo cultural y profano y del lenguaje común para enunciar luego más eficazmente nuestros principios. Para nosotros ontológicamente no existen razas sino sólo hombres cercanos o alejados con respecto al centro espiritual, única y efectiva Realidad viviente. Toda concepción racista que partiese del cuerpo o que tuviese como soporte tan sólo el aspecto biológico del hombre no podría sino ser antitradicional y por lo tanto absurda. Resultará por ende claro que, entendiendo por dos razas a dos direcciones opuestas, no hacemos coincidir el concepto de raza con la raza ariana, la raza blanca, la negra y así sucesivamente. Más bien allí donde un hombre se reencuentre a sí mismo o se dirija hacia la justa dirección es en donde aparece la “raza” superior y, al contrario, cuando un hombre se deja abandonar a los instintos más bajos o se aisle del cosmos real para encerrarse en un mundo artificial y cerebral, como es el del “hombre moderno”, entonces allí aparece la subraza. 319 Entre los escandinavos, que se presentan físicamente como una raza excelente, los que llegan a degradarse en un pansexualismo grotesco y al mismo tiempo árido y cerebral, que se convierten en esclavos del alcohol y de la droga, que en el límite, tienen como único medio para salir de la jaula dorada del bienestar artificioso un oscuro suicidio, pierden su dignidad de seres humanos, descienden por debajo de los mismos animales, y ni siquiera son seres, sino que se convierten en “cosas” vendibles a un hipotético mercado de esclavos, si es que fuese posible hallar a alguien que adquiera tal mercadería. Tribus de pieles rojas las cuales, rechazando la civilización moderna como alienante, antihumana y contraria a la naturaleza, permanezcan fieles a la propia tradición y a la propia sangre, al patrimonio ritual heredado de los ancestros y defiendan tenaz como silenciosamente un cosmos para ellos todavía viviente y vibrante de fuerzas y potencias, son y permanecen en cambio como “raza” verdadera. Afirmar que un blanco, por el mero hecho de ser blanco, será superior a un bantú significaría absolutizar la forma externa y por lo tanto ser superficiales: un blanco que, por ejemplo, se haya reducido al estado de ser alcoholizado e invertido, no podría más desarrollar funciones de guía, como en vez un hotentote o un bosquimano quienes, aun en el límite más bajo tras milenios de crepúsculo y de degradación, defienden con los propios ritos la “presencia” humana en sí, tendrán un mayor derecho a llamarse hombres. Allí donde el señor desciende en degradación por debajo de los siervos, queriendo al mismo tiempo mantener privilegios meramente mercantiles, los siervos tienen el derecho de insurgir. Por cierto, permanecerán siervos, habitarán un mundo hecho a su medida y anhelarán, si bien sólo oscuramente, el retorno de “aquellos que saben”. IV También, y sobre todo en los últimos tiempos, vale la ley despiadada pero justa de no defender a cualquier precio aquello que está perdido y a quien se ha perdido, sino al contrario es necesario cerrar las filas de aquellos para los cuales las pruebas de la edad última no son causa de ruina y de muerte espiritual sino una ocasión para el redespertar. El antiguo dicho: “aquello que no me destruye me hace más fuerte” muestra su evidencia más dramática, en especial en los tiempos actuales, 320 tiempos de disolución que preludian el inicio de un nuevo “saeculum”. Vivimos en efecto en la última recta de la edad de hierro. Observad con cuál velocidad las drogas se están difundiendo en todo el mundo, cómo la presión demográfica se convierte en espasmódica e inversamente proporcional a la cualidad considerada bajo todos los aspectos, cómo las masas se encuentran siempre más estupidizadas y cómo en ellas se anula a la persona: notad cómo una sexualidad, privada por lo demás de cualquier intensidad, tiende a explotar en las formas más aberrantes; cómo se desintegra la familia; cómo decaen y desaparecen, arrastrados y fríamente destruídos, los Centros Tradicionales sobrevivientes; cómo se amplían a desmesura las destrucciones de la naturaleza, cómo el decaimiento intelectual, hasta el nivel de la subnormalidad, es aceptado y querido; cómo las religiones se han reducido a parodias de lo sagrado, con cuál frenesí histérico se vulgariza y se ensucia todo aquello que pueda hacerse eco de valores superiores. Un coro universal se escucha: cupio dissolvi! No más ilusos, sino pobres tontos serían quienes pensasen que algo pueda resistir y que el proceso de caída pueda ser amortizado. ¿Y por qué? ¿por qué el estado de desorden tiene que durar más de lo que es natural que dure? En este punto no pueden más admitirse hesitaciones: es necesario que cada uno, sobre su plano según la función que le es propia, acepte el rol de combatiente para la inminente confrontación final. El resultado es cierto: el “Orden” y la “Virtus” volverán a reinar sobre la tierra: para los otros, residuos del viejo ciclo, quedará la vida larval, allá abajo en donde braman dirigirse, en la negrura, entre los humanoides; consistiendo la verdadera libertad en dejar en efecto libre a cada uno de seguir el destino que se ha elegido y de recoger los frutos de la propia acción a la luz de la Verdad tradicional. No apuntalar a cualquier precio construcciones en un tiempo magníficas, pero hoy decadentes, no llorar por aquello que fue y que no podrá más ser, no intentar penosas y artificiosas restauraciones, no perseguir fantasmas de mundos de los cuales quedan sólo restos calcinados, sino atenerse exclusivamente al propio instinto más profundo. Allá, en el centro del propio ser, hay un punto firme, perenne, privado de dimensiones que, individualizado y conquistado, permitirá la construcción del Hombre de la Edad Aurea, del Hombre Nuevo que plasmará a su imagen una tierra regenerada (véase Apocalipsis, 21-1: “Luego vi un nuevo Cielo y una nueva Tierra porque el primer cielo y la primera tierra habían ya pasado...”) y convertirá en viviente en sus símbolos y en sus fuerzas aquella naturaleza que hoy aparece como tan inerte y sin alma. 321 Ahora, aquel Centro, en la raza “que va hacia lo alto” es sólo oscura intuición, percepción vaga, instinto e inquietud por algo que parece no estar más, una quimera que se persigue vanamente en el mundo externo, una rabiosa agitación. Calma, frialdad, desapego en la acción, serenidad olímpica (y por lo tanto romana) clarificación intelectual, presencia a sí mismos, coherencia hasta en las mas pequeñas acciones cotidianas, éstos pueden ser los primeros pasos en la justa dirección hacia la conquista conciente de tal Centro espiritual. Estratificaciones de costumbres parasitarias, escorias anímicas, estados de pesadumbre y de inercia esconden y sofocan aquello que de más precioso se encuentra en nosotros; es pues un trabajo de severa purificación el que debe ser cumplido aquí y por todos, sabiendo bien distinguir, para decirlo con Evola, lo contingente de lo esencial. La lucha contra el sistema es un “slogan” convertido actualmente en un banal lugar común; ni hay que maravillarse por ello: todo esto se hará “de moda”, siendo la horda siempre deseosa por copiarse y por poseer, aun en forma arlequinesca como superficial. Esta “lucha contra el sistema” debemos en vez conducirla de manera seria y radical, hasta las extremas consecuencias, hasta poner al desnudo el mundo moderno en todos sus aspectos, no excluyendo ninguno. Seamos capaces de ver cuánto este “sistema” se encuentra compenetrado en nosotros mismos, cuánto nos influye, cuánto nos esclaviza, hasta qué límite nos encontramos narcotizados. No basta retener en manera sólo mental de pertenecer a la “raza superior”, para que tal pertenencia sea efectiva. Se debe llegar más bien al choque con el propio impulso interior, ponerse a prueba, para ver si se es realmente capaces de despegarse de una visión del mundo artificiosa y mentirosa, para ser y para actuar verdaderamente como Hombres. Una vez acertada una vocación, aun si inicialmente lábil, por una dirección vertical y que se haya decidido recorrer la más difícil, es necesario iniciar una severa ascesis intelectual para liberarse de toda superestructura mental. Si este trabajo será conducido con el debido rigor (y para ello no es necesario leer una enorme cantidad de libros sino meditar bien unos pocos, especialmente elegidos), a poco a poco nos liberaremos de la pesada manta de percepciones y pensamientos totalmente inútiles y dañinos, el mundo externo se nos revelará en lo que realmente es: una babel para la vista y una cacofonía auditiva, privada de significado, de realidad, de vida y se llegará a adquirir un primer desapego efectivo de la realidad que nos rodea. 322 En tanto tal clarificación intelectual es siempre más profundizada, se comience por observar las propias acciones, el desarrollo de la propia vida en todos sus aspectos, de los más elevados o reputados como tales a los más modestos y banales y se note la “acción” del mundo sobre nosotros, cómo se padecen pasivamente los mil estímulos impuestos desde lo exterior y se comience a ejercer concretamente un desapego, que deberá convertirse en espontáneo y natural. Todo ello debe proceder sin mutaciones exteriores, la routine cotidiana procederá como ayer, pero hoy será diferente la cualidad del propio accionar. La raza de los antiguos Arya se distinguía de los residuos de las precedentes civilizaciones, que hallaba durante sus migraciones hacia el sur, por una cualidad innata ya llamada solaridad olímpica, que no significa otra cosa que toma de posesión conciente de sí y de la realidad circundante. Allí donde eran padecidos pasivamente los espejismos de la vida, de la naturaleza y de los instintos, en donde un panteísmo pasivamente místico enturbiaba las mentes y cultos maternos y femeninos representaban la máxima expresión espiritual, Hombres, para los cuales el Centro y el Eje no estaban aun perdidos, supieron transmutar todo aquello en cualidad viril, dominando un mundo que parecía no esperar otra cosa que renacer a nueva Vida. La misma decadencia se encuentra en el mundo actual, los nombres y las formas del derrumbe son tan sólo diferentes, pero la sustancia es idéntica, como idéntica es también la espera inconciente y angustiosa de la liberación del estado de petrificación al que ha llegado el Hombre tras largos siglos de decadencia y de caídas. Pero no será por cierto rectificado y reconducido al Eje que no vacila por hombres que se limiten a un mero intelectualismo de salón, o que manifiesten confusas instancias sociales (y por ende místico-femeninas), o bien se agiten en la búsqueda de fantasmales espacios políticos o preparando revolucioncitas quijotescas. Vanos activismos, descompuestas emotividades, romanticismos decadentes, reacciones descomedidas, se deje todo esto a quien lo ha inventado justamente para perder al Hombre, para reducirlo a paria: volverse a levantar, resurgir interiormente, darse una forma, crear en sí mismos un orden y una rectitud, he aquí lo que en vez se impone. Se lo repite todavía para que no haya excusas en quien lee: es necesario empezar un radical proceso de transformación interior, la acción de pasiva como es se volverá ahora en activa, será conciente y meditada, una mirada calma y severa nos acompañará a lo largo del arco de la jornada y será la de un yo renovado sobre el cual la sugestión hipnótica 323 del mundo vendrá gradualmente a menos. Apuro y agitación deberán ser abandonados, completa soltura en lugar de rigidez que muchas veces suplanta como coartada una interna debilidad, ni se llegue a un compromiso consigo mismos fingiendo encerrarse en una torre de marfil en la cual se espera el último derrumbe, el dicho justo sea en vez: “si cae el mundo, un Nuevo Orden ya está listo”. V Habiéndose asegurado que la propia actitud es genuina, y habiendo percibido que en la propia sangre y en cada fibra del propio ser se vibra en la manera justa y que no podrá más ser de otra manera, tras haber cumplido el proceso de clarificación intelectual del cual se ha hablado, y haber realizado un desapego preliminar de aquello que nos atrapa exteriormente, se comenzará a mirarse alrededor en la búsqueda de los propios semejantes para luego unirse a ellos; no para “agitarse”, sino para estudiar y practicar una severa ascesis de la acción por la cual se deberá evitar cualquier plebeyo e histriónico exhibicionismo. Cuando hombres preparados para cambiar su vida, de cualquier parte ellos provengan, cualquier experiencia hayan tenido, comenzarán a unirse y a concentrarse hacia un solo objetivo, entonces comenzará a delinearse una Orden, una Orden de Hombres que, en silencio, se expandirá inexorablemente, preparando contemporáneamente en su interior una élite en mayor medida diferenciada y articulada, espartana en la vida a llevar, privada de necesidades superfluas, impersonal en la acciones a cumplir. Es luego necesario que quienes sienten tal vocación para la lucha por el nacimiento de la Orden se liberen de toda tendencia hacia el aislamiento individual y hacia el encierro en pequeños grupos. El aislamiento individual conduce, muchas más veces de lo que se crea, a una aridez interior, a una abstracción de la realidad por la cual la íntima esencia de la Tradición no es más sentida como una fuerza viva, vibrante en lo profundo del propio ser e independiente de aquellas formas contingentes con las cuales se ha revestido, de vez en vez, en el curso de los siglos. Fatalmente tales formas contingentes, actuales o remotas, tienden a ser llenadas de sustancia ilusoria de parte de los que están aislados, hasta ser confundidas por la Tradición misma; de lo cual no puede emanar sino una adhesión a instituciones que 324 no conservan de tradicional nada más que vestigios. Entonces comienza una lenta caída, un ofuscamiento de la visión intelectual, un apagarse del fuego interior, a lo que le seguirá fatalmente una pasiva adhesión a chatas ideologías del momento, la apertura siempre más condicionada hacia el mundo moderno y finalmente la muerte espiritual o, ateniéndonos a la figuración preestablecida, la degradación en la raza inferior. A la misma triste conclusión serán conducidos aquellos seres aislados que quisiesen renunciar a comprometerse en la Revolución Tradicional, contando sólo sobre una presencia en sí mismos cual don inalienable. Ellos deben tener bien presentes las características propias de las últimas fases de la Edad de la disolución, durante las cuales, a través del venir a menos de la misma, ya de por sí relativa, estabilidad del componente psico-físico del hombre, se va realizando, de acuerdo a ritmos siempre mas rápidos, una manifestación propia y verdadera, aun en el plano externo, de las “fuerzas de lo bajo”, de modo tal que el estado de masificación total, que ya posee dimensiones planetarias, puede ser asimilado a un verdadero y propio estado de obsesión y posesión. En el tiempo en el cual los demonios de la mente se funden en una legión única con los demonios del mundo, también la Pequeña (exterior) y la Grande (interior) Guerra Santa tienden a coincidir; de aquí la extrema problematicidad, en la actual situación existencial colectiva y singular, de la acción aislada. “Existe quien no tiene armas, pero el que las tiene que combata. No hay un Dios que combata por aquellos que no están en armas” Tal es la invitación a la lucha dirigida por el maestro pagano Plotino. Por lo que además respecta a la clausura en pequeños grupos, sospechosos o inclusive hostiles el uno respecto del otro, bastará observar los tristes resultados a los que han arribado los que se han formado hasta hoy: disoluciones, esclerosis, infección ideológica; lo mismo acontecería también en el futuro no siendo posible ninguna resistencia cuando llega a faltar vinculación y armonización en una superior unidad. Lógicamente, no conociendo, es más, repugnándonos, cualquier aglomeración colectivista, la Orden que debería nacer en el frente de la Tradición, no podría nunca conducir a una nivelación planificada: desde los comienzos se debería tener cuidado en dejar la máxima libertad de expresión a las cualidades de cada uno, de acuerdo a la propia aptitud fundamental, para que cada uno ocupe el lugar y la función que siente como propia. En esta unión efectiva, en donde el impulso central será exclusivamente espiritual, en donde la tarea primera de todo militante será el 325 mejoramiento de sí mismo, en donde finalmente la actividad inmediata y urgente será la recuperación de los elementos más calificados, no podrá existir el peligro del endurecimiento y la fascinación siniestra por la organización sin alma. Así también toda programación burocrática será vana e inútil; cuando un número suficiente de hombres estará listo, la Orden se consolidará espontáneamente. Es superfluo, si no dañoso, pensar ahora en formas y modalidades de acción, tratándose de cuestiones contingentes que apartan de lo esencial; es fundamental ahora preparar a los hombres, seleccionando y poniendo en contacto entre sí a aquellos que pertenecen a la misma raza del espíritu. Ni tampoco es todavía el momento para una competencia con las fuerzas dominantes, para reconducir hacia la justa dirección a aquellas turbas que parecen ya privadas de instancias supramateriales: esto será hecho en el momento oportuno. Puesto que una llama enciende a otra llama debemos en vez dirigirnos por ahora a los mejores, suscitar en ellos entusiasmo, activar su voluntad, volver a darles confianza, barrer con superestructuras de falsos mitos, resistencias, personalismos, coartadas, hesitaciones y recuperar a quien por error busca la Vida en las modernas tumbas, indicándoles en la formación de una Orden la vía de la verdadera salvación. Arribando luego a otras consideraciones, debemos recordar que, mientras el hombre que no se ha aun iluminado a sí mismo, se distingue por la facilidad con la que cae en los engaños que la subversión le tiende bajo la forma de cientificismo, evolucionismo, psicoanálisis, progresismo, etc., y todo aquello que día tras día es horneado por las centrales pseudoculturales modernas, el Hombre que por naturaleza o tras una larga lucha, se ha orientado hacia el centro de su verdadero Ser, reaccionase en vez intuitivamente, en la manera justa, “sabe” antes todavía de aprender aquello que es recto y lo que es desviado, aquello que lo puede elevar y lo que lo puede embrutecer. Ello sin embargo no lo dispensa de un trabajo de profundización cultural de los valores tradicionales que, además de tener un valor en sí mismos, es indispensable para aquella obra de transmisión de la verdad a quienes la buscan, aun si sólo sobre el plano de una vocación más espontánea que conciente. Otra coartada de la subversión es aquella de que “antes” se tiene que pensar en satisfacer las necesidades materiales, proveyendo a dar lo necesario a todos (y también lo superfluo), “antes” hay que hacer progresar la investigación científica, “antes” se tienen que resolver todos los problemas que se presentan o se presentarán al hombre relativos a la 326 existencia física, al mundo y al futuro: y después, pero mucho después, se podrá pensar en los problemas del Espíritu. Se trata de una excusa tan vulgar que puede ser sólo aceptada por espíritus desprovistos e ingenuos, o bien por quien tiene necesidad de una justificación semejante para poder continuar a vivir en la orgía de los sentidos y de la materia, en la medida que se siente incapaz de otra cosa. El “antes y después” no es en vez ni siquiera discutible, en cuanto el primer deber de cada hombre verdadero es de apuntar a salvarse a sí mismo, a sanearse a sí mismo, a dirigirse a sí mismo hacia el Espíritu. Sólo cuando habrá hecho esto podrá ser de verdadera utilidad para el prójimo en cuanto la acción, para ser verdaderamente eficaz, debe emanar de una reconquistada fuente espiritual y no de condicionamientos emotivos, de complacencias exhibicionistas, o de algún otro tipo de veleidad simplemente humana y por ende profana. Debe agregarse que habitualmente aquellos problemas que hoy son considerados fundamentales y de importancia absoluta, revisten para nosotros un carácter insignificante o de simple consecuencia: esto debe ser subrayado puesto que el antes y el después no es una cuestión secundaria, sino algo que escarba un abismo inagotable entre dos grupos de hombre. Queda por hacer una última observación sobre la postura a tomar, en el momento actual, en lo relativo a la política activa. De lo que hasta ahora se ha escrito tendría que resultar evidente que nuestra lucha, al ser una lucha espiritual, comprende en sí todos los planos y no puede por lo tanto identificarse o limitarse al solo plano político, que permanece y permanecerá sólo como un instrumento para la creación de aquel ambiente apto para que fuerzas de lo alto se manifiesten hallando Hombres en los cuales no han prevalecido las tinieblas. Es bueno por lo tanto precisar también que el peligro no consiste en la acción política en sí misma, que, es más, es uno de los modos normales de exteriorización de la Acción tradicional, el peligro reside en vez en conducir una acción política tal como hoy es habitualmente comprendida, es decir una actividad que se encuentra privada de cualquier influencia formativa desde lo alto y que es por ende incapaz de convertir en operante un mundo de valores superiores. Lo que importa es que Hombres llamados a la acción política puedan siempre referirse a tales valores metapolíticos, que pueden ellos solos iluminar siempre y en todas partes cualquier actividad concreta. Cuando esto sea lúcidamente comprendido, resulta bien claro lo que debe ser hecho y se revela como sea necesario, también bajo tal aspecto, 327 un Centro de cultura metapolítica y tradicional que recoja a su alrededor a los elementos más calificados, que deben operar ante todo en aquellos ambientes con mayor posibilidad de redespertarse al llamado de lo que supera a los pequeños ideales en los que se han apoltronado hasta hoy aun varios elementos de un indubitable valor. Una acción de guía en lo que se refiere a tales ambientes es no sólo oportuna, sino incluso necesaria, en cuanto el primer objetivo a alcanzar es la toma de conciencia de aquellos Valores espirituales que deben ser atribución de una verdadera Derecha, de modo tal de conducir a aquellos que se han hasta ahora batido sólo “en contra de algo” (las tropas de la subversión) a batirse “por algo”, y por lo tanto por la creación de una verdadera Civilización en grado de rescatar al hombre del demonismo de lo colectivo, reconduciéndolo hacia la justa dirección, que es la espiritual por excelencia. Es por lo tanto evidente, también por todas las consideraciones hasta ahora desarrolladas, cómo pueda ser estéril la actitud de quienes consideraran degradante salir de cerrados encuadramientos sin futuro, casi como guerreros que rechazaran salir de la fortaleza para combatir al enemigo a campo abierto. Hay en vez un desafío a recoger, digno de quienes se llaman Hombres: es el de reclamar en el mundo, haciéndose sus portadores, aquellas fuerzas espirituales, sin las cuales cualquier intento de reconstrucción sería puramente ilusorio o incluso, al faltar la justa orientación, podría ir a favorecer a la misma subversión, aquella subversión que querría ver a estas Ideas-fuerza congeladas y embalsamadas, un pasto privado y restringido de áridos y cerebralizados eruditos. Una lucha política así comprendida que no prevarique de estos límites, podrá convertirse en seria y constructiva para aquellas individualidades que, apartándose en primera línea deberán para su acción basarse en aquello que posee el hombre de más precioso: la lucidez de la vista y de la mente y la integridad del corazón y de la actitud interior. VI Con lo que hemos escrito hasta ahora hemos querido en forma sintética delinear un cuadro de la situación general, proponer una línea de 328 conducta para considerar aquellos elementales puntos firmes que cada uno debe poseer para llamarse verdaderamente Hombre y actuar como tal y, en fin, hacer mención a algunas modalidades para la formación de una Orden. En especial para este último punto ha sido necesario ser genéricos para evitar fáciles ilusiones, peligrosos entusiasmos o la reafirmación, también en esta circunstancia, de una manía activista. La creación de una Orden, que debería ser el presupuesto fundamental para la preparación de un renacimiento espiritual, presenta tales caracteres de problematicidad, como para hacerla aparecer como una tarea extremadamente ardua y a ser desarrollada en un arco de tiempo no breve. Los hombres que se empeñarán en tal empresa deberán siempre tener presente que la acción exterior, por más importante que la misma parezca, no sólo está subordinada a la búsqueda interior del “Eje que no vacila”, sino que es también y en primer lugar un instrumento de esta última y que deberá permanecer así en cualquier circunstancia de la vida para que siempre se esté del lado de la Verdad. El principio a adoptar siempre, toda vez que estímulos urgentes y acuciantes nos vengan desde afuera, no podrá pues ser sino: “apurarse con calma”. Como conclusión debemos reafirmar que la Edad del hierro en la cual vivimos no es una mordida paralizadora y un final de todo y de todos como muchos de nosotros reputan: es por el contrario la hora antelucana, aquella hora en la cual los espíritus débiles vienen a menos no resistiendo a las sugestiones nocturnas o reputando a la noche como perenne y en la cual en vez los espíritus fuertes se preparan para la Aurora que ya sienten cercana por miles de señales desconocidas para los demás. La edad del hierro es también la edad de los héroes, de quienes hasta ahora se han mantenido firmes a pesar de todo y sin compromisos, que han sabido resistir a las sugestiones y no han confundido fuegos fatuos con luz solar, que han permanecido de pie ante todas las pruebas. Sólo que ahora no es más suficiente con mantenerse de pié y esperar, pues de tal manera el acto, de heroico, se convertiría en místico y pasivo. Se trata de tomar conciencia del Lugar y de la Hora, de volver a tomar las armas, no ya para una simple resistencia, sino para la batalla del mañana para la cual es necesario prepararse con absoluta seriedad. Sólo del hombre y exclusivamente de él dependerán las elecciones futuras: un nuevo ciclo no comenzará en efecto fatalmente como una nueva mañana porque si no hubiese más individualidades dignas de recibir el Espíritu en el momento de su nueva manifestación, entonces sobrevendría la noche perenne. 329 Pero si todavía quedan Hombres y éstos se redespiertan y se dirigen a sí mismos hacia la búsqueda de la fuerza transmutante del Espíritu, entonces esta Edad oscura, perdiendo el carácter exclusivamente disolutivo, se convertirá sobre todo en la Edad de los Héroes, en preludio de un posible renacimiento de la Edad de Oro en la Tierra. Al ser nuestro deber altísimo y el único en ser intentado, al haber venido a menos toda otra posibilidad de restauración o corrección de lo que ya se está muriendo, deberemos medir nuestras fuerzas y certificar cuan profunda sea nuestra voluntad para una transformación existencial. A través de la actitud de quien sabe haber cortado los puentes detrás suyo y clausurada por lo tanto cualquier posibilidad de un retorno a la normalidad, halláis en vosotros mismos las cualidades del hombre de raza que son: coraje, rectitud, fe, virilidad, compuesta dignidad; con el control de la mente, de los instintos, de la acción, Hombres reintegrados en la Tradición estarán listos. Entonces nacerá la Orden, la Orden para una Edad de los Héroes. Artículo*: centro evoliano de américa Más info en psico@mijasnatural.com / 607725547 MENADEL (Frasco Martín) Psicología Clínica y Transpersonal Tradicional (Pneumatología) en Mijas Pueblo (MIJAS NATURAL) *No suscribimos necesariamente las opiniones o artículos aquí compartidos
Los Dióscuros LAS DOS RAZAS I Desde el momento en el cual el Hombre ha aparecido sobre la tierra en su forma actual se han manifestado en él...

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