La idea de que nuestras creencias y la realidad cotidiana están íntimamente conectadas es muy antigua, pero las pruebas científicas de esta conexión surgieron repentinamente en un experimento realizado un día de 1909. En sí misma, la demostración es simple. El pensamiento que condujo a ella es visionario, y los resultados son tan profundos que aún hoy seguimos hablando de ellos. Con toda probabilidad, hasta los científicos que realizaron el famoso experimento de la doble ranura no sabían lo profundamente que su descubrimiento afectaría a sus vidas, a la totalidad del mundo y al futuro de nuestro planeta. ¿Cómo podían saberlo? Simplemente estaban realizando una prueba científica, explorando la “sustancia” de la que todo está hecho: las partículas cuánticas de nuestros cuerpos y del universo. En su laboratorio de Inglaterra, el físico Geoffrey Ingram Taylor puso en marcha su demostración al encontrar el modo de lanzar la sustancia de la que están compuestos los átomos -partículas cuánticas llamadas fotones- desde un proyector hasta una diana situada a corta distancia. Ésta es la clave: antes de que los fotones pudieran llegar a la diana, tenían que atravesar una barrera que tenía dos aberturas. Tal como el agua es capaz de traspasar los múltiples agujeros de una pantalla cuando se deshiela y pasa del estado sólido al líquido, el experimento de Taylor mostró que los fotones cambiaban de la forma de partícula, capaz de pasar por una única ranura en la barrera, a la forma de onda, que pasa por múltiples aberturas en la barrera (por las dos ranuras a la vez). Esto es asombroso, porque en la física clásica no hay nada que permita explicar que la sustancia de la que todo está hecho pueda cambiar la naturaleza misma de su existencia. Para explicar su descubrimiento, los científicos tuvieron que diseñar una nueva física: la física cuántica. Las dos preguntas que Taylor y sus compañeros tuvieron que plantearse son: ¿cómo “sabían” las partículas que habían más de una apertura en la barrera? Y ¿Qué hizo que las partículas se transformaran en ondas para adaptarse a la situación? Y para responder a estas dos preguntas, tuvieron que plantearse una tercera, aún más reveladora: ¿quién sabía que había más de una abertura en la barrera? La respuesta era evidente: sólo los científicos presentes en la sala conocían las condiciones del experimento. Lo que implica esta respuesta cuestiona nuestras ideas con respecto a la realidad. ¿Podría el “conocimiento” de los científicos tener un efecto sobre el experimento? ¿Es posible que la conciencia de los observadores presentes en la sala – la creencia y la expectativa de que las partículas se comportan de una manera o de otra- pase a convertirse en parte del experimento mismo? Y si es así, ¿Qué significa esto para nosotros? Si las creencias de los científicos afectaron a los fotones del experimento, ¿ocurre lo mismo con nuestras creencias en la vida cotidiana? Esta posibilidad abrió la puerta a algo que en su tiempo era casi impensable. Y las implicaciones se vuelven bastante personales muy rápidamente. Sugiere, con un lenguaje científico, exactamente lo mismo que nuestras tradiciones espirituales más antiguas y atesoradas han afirmado con respecto al núcleo de nuestra existencia: la cualidad de nuestras creencias expectativas tiene un efecto directo y poderoso en lo que nos ocurre continuamente. El experimento de la doble ranura se repitió casi 90 años después de que conmoviera los fundamentos de la física por primera vez. Pero en esta ocasión los científicos tenían una tecnología más sofisticada y equipos más sensibles. En un informe publicado el 1998 y titulado “La demostración de la teoría cuántica: la observación afecta a la realidad”, el Weizmann Institute of Sciencie, de Israel, confirmo los experimentos originales de 1909, al tiempo que anuncio un descubrimiento adicional que retira cualquier duda con respecto a lo que los descubrimientos demuestran. Los experimentadores descubrieron que cuanto más se observaban las partículas, más se veían afectadas por el observador. El experimento de 1998 es importante para nuestras vidas cotidianas por dos hechos innegables: -Nuestros cuerpos y el mundo están hechos de la misma sustancia cuántica que cambio en los experimentos al ser observada. -Todos somos “observadores”. Esto significa que nuestra manera de ver el mundo y lo que creemos con respecto a lo que vemos ya no puede ser descartado como si no tuviera consecuencias. De hecho, los experimentos sugieren que la totalidad del universo está hecho de la conciencia misma, y este podría ser el “eslabón perdido” en las teorías que tratan de unificar la física clásica y la cuántica. John Wheeler apenas deja lugar a dudas con respecto a lo que los nuevos experimentos significan para el cuándo dice: “Nunca podríamos imaginarnos un universo que no… contuviera observadores [nosotros], porque los materiales mismos con los que se construye el universo son estos actos de observación- participación”. La relación entre la observación y la realidad sugiere que es posible que no lleguemos a encontrar ni la partícula más pequeña de materia ni las fronteras del universo. Por más que profundicemos en el mundo cuántico del átomo o que nos adentremos en la vastedad del espacio, es posible que el acto de mirar con la expectativa de ver algo sea el que cree ese algo para que nosotros lo veamos. Si es así, la primera regla que describe cómo funciona la realidad pudo revelarse en el experimento de Taylor de 1909. Gregg Braden, La curación espontanea de las creencias. Los defensores verdaderamente filosóficos de la doctrina de la uniformidad jamás hablan de las imposibilidades de la naturaleza ni dicen que el Constructor del universo no puede alterar su obra… Expónganse las más disolventes hipótesis con la corrección propia de caballeros y les darán en rostro. TYNDALL: Conferencia sobre el empleo científico de la imaginación El mundo tendrá una religión de la especie que sea, aunque para ello haya de recurrir al lupanar intelectual del espiritismo. TYNDALL: Fragmentos de ciencia Nos acercamos al santo recinto de aquel dios Jano que se llama el molecular de Tyndall. Entremos descalzos. Al atravesar el sagrado atrio del templo de la sabiduría, nos aproximamos al resplandeciente sol del sistema huxleyocéntrico. Volvamos la vista; no sea que ceguemos. Hemos tratado con la mayor moderación posible los asuntos hasta ahora expuestos, teniendo en cuenta la actitud en que ciencia y teología se colocaron durante siglos respecto a aquellos de quienes recibieron los amplios fundamentos de su actual sabiduría. Cuando a manera de imparciales espectadores vemos lo mucho que los antiguos sabían y lo no menos que los modernos presumen saber, nos asombra que pase inadvertida la mala fe de los científicos contemporáneos, que diariamente admiten nuevas teorías bajo la crítica de observadores legos aunque bien informados. En corroboración de lo que decimos, copiaremos el siguiente párrafo de un artículo periodístico: “Es curiosa la diversidad de opiniones que entre los científicos prevalecen respecto de algunos de los más comunes fenómenos naturales, como, por ejemplo, la aurora boreal. Descartes la consideraba un meteoro procedente de las regiones superiores de la atmósfera. Halley y Dalton la atribuían al magnetismo de la tierra. Coates la suponía resultado de la fermentación de una materia emanada de la superficie del globo. Marion afirmaba que provenía del contacto de la brillante atmósfera del sol con la de nuestro planeta. Euler sostenía que dimanaba de la vibración del éter entre las partículas de la atmósfera terrestre. Canton y Franklin dicen que es un fenómeno puramente eléctrico, y Parrat le daba por causa la conflagración del hidrógeno carburado que la tierra exhala a consecuencia de la putrefacción de las materias vegetales, conflagración promovida por las estrellas fugaces. De la Rive y Oersted indujeron que era un fenómeno electro–magnético, pero simplemente terrestre. Olmsted suponía que alrededor del sol giraba un astro de constitución nebulosa, que al ponerse periódicamente en vecindad con la tierra entremezclaba sus gases con los de nuestra atmósfera y producía la aurora boreal”. Análogas hipótesis encontramos en las demás ramas de la ciencia, de modo que ni aun en los más ordinarios fenómenos de la naturaleza están de acuerdo los científicos. Tanto éstos como los teólogos inscriben las sutiles relaciones entre la mente y la materia en un círculo a cuya área llaman terreno vedado. El teólogo llega hasta donde su fe le consiente, porque, como dice Tyndall: “no carece del amor a la verdad (elemento positivo), si bien le domina el miedo al error (elemento negativo). Pero el mal está en que los dogmas religiosos sujetan el entendimiento del teólogo como la cadena y el grillete al preso”. En cuanto a los científicos, no adelantan como pudieran, por su consuetudinaria repugnancia al aspecto espiritual de la naturaleza Y su temor a la opinión pública. Nadie ha flagelado tan airadamente a los científicos como el mismo Tyndall al decir (Sobre el empleo científico de la imaginación): “en verdad, no están los mayores cobardes de nuestros días entre el clero, sino en el gremio de la ciencia”. Si cupiera duda acerca de la justicia de tan deprimente epíteto, la desvanecería el mismo Tyndall cuando tras declarar no sólo que la materia contiene potencialmente toda forma y cualidad de vida, sino que la ciencia ha expulsado a la teología de sus dominios cosmogónicos, se asustó de la hostilidad mostrada a su discurso por la opinión pública, y al imprimirlo de nuevo substituyó la frase: toda forma y cualidad de vida por la de: toda vida terrestre. Más que cobardía supone esto la ignominiosa abjuración de la fe científica. Ya vimos que Magendie y Fournié confiesan sin rebozo la ignorancia de los fisiólogos respecto a los capitales problemas de la vida, al par que Tyndall reconoce la insuficiencia de la evolución para esclarecer el misterio final. También hemos analizado, según nuestro leal entender, la famosa conferencia de Huxley sobre Las bases fisiológicas de la vida, a fin de hablar con fundamento de las modernas orientaciones científicas. La teoría de Huxley sobre este particular puede compendiarse en las siguientes conclusiones: “Todas las cosas han sido creadas de la materia cósmica, de cuyos cambios y combinaciones resultan las distintas formas. La materia ha eliminado al espíritu, pues no hay tal espíritu y el pensamiento es una propiedad de la materia. Las formas perecen y otras les suceden. Toda vida tiene un mismo protoplasma y la diferencia de los organismos proviene de la variable acción química de la materia viva”. Nada deja que desear esta teoría de Huxley en cuanto alcanzan las reacciones químicas y las observaciones microscópicas, por lo que se comprende la profunda emoción que despertó en el mundo científico; pero tiene el defecto de que no se echa de ver ni el comienzo ni el término de su ilación lógica. Se ha servido Huxley de la mejor manera posible de los materiales de que disponía; y dando por supuesto que el universo está henchido de moléculas dotadas de energía y latente en ellas el principio vital, resulta muy fácil deducir que su inherente energía las impele a cohesionarse para formar los mundos y los organismos vivientes. ¿Pero de dónde proviene la energía que mueve estas moléculas y les infunde el misterioso principio de vida? ¿Por qué secreta fuerza se diferencia el protoplasma para formar el organismo del hombre, del cuadrúpedo, del ave, del reptil, del pez o de la planta, de modo que cada cual engendra a su semejante y no a su diverso? Y cuando el organismo, sea hongo o roble, gusano ú hombre, devuelve al receptáculo común sus elementos constitutivos ¿á dónde va la vida que animó aquella forma? ¿Es la ley de evolución tan restrictiva que en cuanto las moléculas cósmicas llegan al punto de formar el cerebro humano ya no pueden constituir entidades más perfectas? No creemos que Huxley demuestre la imposibilidad de que después de la muerte pase el hombre a un estado de existencia en que vea a su alrededor otras formas animales y vegetales resultantes de nuevas combinaciones de la entonces sublimada materia. Confiesa que nada sabe acerca de la gravitación, sino que puesto las piedras faltas de apoyo caen al suelo, no habrá piedra alguna que deje de caer en igualdad de circunstancias. Pero esto es para HuxIey una posibilidad, no una necesidad, y a este efecto dice: “Rechazo toda intrusión, porque conozco los hechos y conozco la ley. Por lo tanto, esta necesidad es una vana sombra del impulso de mi propia mente”. Sin embargo, todo cuanto sucede en la naturaleza obedece a la ley de necesidad, y toda ley, desde el momento en que actúa, continuará actuando indefinidamente hasta que la neutralice otra ley opuesta de potencia equivalente. Así, es natural que la piedra caiga al suelo atraída por una fuerza y también es natural que no caiga, o que luego de caer se eleve, en obediencia a otra fuerza igualmente poderosa, aunque no la conozca HuxIey. La ciencia no tendrá derecho a dogmatizar mientras declare que sus dominios están limitados por las transformaciones de la materia, que al pasar del estado sólido al aeriforme pasa de la condición visible a la invisible, sin que se pierda ni un solo átomo. Entretanto, es la ciencia incompetente para afirmar y para negar, y debe ceder el campo a quienes tengan más intuición que sus representantes. HuxIey inscribe en el panteón del nihilismo, con capitales caracteres, el nombre de David Hume, a quien agradece el gran servicio que prestó a la humanidad al fijar los límites de la investigación filosófica, fuera de los cuales están las básicas doctrinas “del espiritismo y otros ismos”. Lo cierto es que Hume pronosticó que los “científicos y los eruditos se opondrían perpetuamente a toda falacia supersticiosa”, con lo que significaba la creencia en fenómenos desconocidos a que arbitrariamente llamaba milagros. Pero, como muy acertadamente observa Wallace, no se pone Hume en razón al afirmar que “el milagro es una transgresión de las leyes de la naturaleza”; pues equivale esto, por una parte, a suponer que las conocemos todas, y por otra, a considerar como milagroso todo fenómeno extraordinario. Según Wallace, es milagro el hecho que requiere necesariamente la intervención de inteligentes entidades sobrehumanas. Ahora bien, dice Hume que una experiencia continuada equivale a una prueba y HuxIey añade, en su famoso ensayo sobre este punto, que todo cuanto podemos saber acerca de la ley de la gravedad es que puesto que la experiencia enseña que los cuerpos abandonados a sí mismos caen al suelo sin excepción alguna, no hay razón para dudar de que siempre ha de ocurrir lo mismo en idénticas circunstancias. Si fuera imposible ensanchar los límites de la humana experiencia, tendría visos de verdad la afirmación de Hume, según la cual conocía todo cuanto está sujeto a las leyes de la naturaleza, y no nos extrañaría el tono despectivo con que HuxIey alude siempre al espiritismo; pero como de las obras de ambos filósofos se infiere notoriamente que desconocen la posibilidad de los fenómenos psíquicos, no conviene reconocer autoridad a sus dogmáticas afirmaciones. Cabe suponer que quien tan acerbamente arremete contra los espiritistas fundamente su crítica en detenidos estudios; pero lejos de ello, delata HuxIey su ligereza en carta dirigida a la Sociedad Dialéctica de Londres, en que después de decir que le falta tiempo para un asunto que no despierta interés, añade: “El único caso de espiritismo que he tenido ocasión de presenciar era una impostura tan enorme cual no cabía otra mayor”. No sabemos qué pensaría este protoplásmico filósofo de un espiritista que tras una sola observación telescópica, malograda por mala intención de algún empleado del observatorio, calificase de “ciencia degradante” la astronomía. Esto demuestra que los científicos en general sólo sirven para recopilar hechos de experimentación física e inducir de ellos generalizaciones mucho más endebles e ilógicas que las de los profanos, a causa de su errónea interpretación de las enseñanzas antiguas. Balfour Stewart rinde sincero tributo a la intuición de Heráclito, el audaz filósofo que consideró el fuego como la causa primera y dijo que “todas las cosas estaban en continua transformación”; y expone a este propósito que “Heráclito debió tener sin duda del continuado movimiento del universo animado por la energía, un concepto, si bien menos preciso, tan claro como el de los modernos filósofos que consideran la materia esencialmente dinámica”. Añade Balfour Stewart, no tan escéptico como otros de sus colegas, que le parece muy vaga la expresión fuego, y muy natural es que así le parezca, pues los científicos contemporáneos ignoran el sentido que los antiguos dieron a la palabra fuego. Opinaba Heráclito lo mismo que Hipócrates acerca del origen de las cosas y ambos admitían una potestad suprema, por lo que no cabe decidir si su concepto del fuego primordial, como energía de la materia, algo semejante al dinamismo de Leibnitz, era o no “menos preciso” que el de los filósofos modernos. Por el contrario, sus ideas metafísicas sobre el fuego eran mucho más racionales que las defectuosas y fragmentarias hipótesis de los científicos del día, pues coincidieron con las de los parsis, de los filósofos del fuego y de los rosacruces, quienes sin discrepancia afirmaban que el divino Espíritu, el Dios omnipotente y omnisciente alienta en el fuego del cual creó el universo. La ciencia ha venido a corroborar esta opinión en el aspecto físico. La filosofía esotérica consideró en todo tiempo el fuego como elemento trínico. De la propia suerte que el agua es un fluido visible con gases invisiblemente disueltos en su masa y subyacente en ella el espiritual principio de la energía dinámica, así también reconocían los herméticos en el fuego tres principios: la llama visible, la llama invisible y el espíritu. A todos los elementos aplicaban la misma regla y sostenían la trínica constitución de los compuestos inorgánicos y orgánicos, incluso el hombre. En opinión de los rosacruces, legítimos sucesores de los teurgos, es el fuego origen no sólo de los átomos materiales, sino también de las fuerzas dinámicas. Al extinguirse la visible llama del fuego, ya no la ve más el materialista; pero el filósofo hermético la sigue viendo más allá del mundo físico, de la propia suerte que sigue la estela del espíritu desencarnado o “chispa vital de la llama celeste” en su tránsito al mundo etéreo a través de la tumba. (Por esto hemos aprendido en la cábala egipcia o mejor dicho Tarot que el Mago es este elemento el portador de la chispa divina de él depende usar las herramientas de la Naturaleza para crear… El espíritu Santo). Tiene este punto demasiada importancia para dejarlo sin comentario. El grosero concepto que del fuego tienen las ciencias físicas revela su desdeñosa ignorancia de la espiritual mitad del universo. Las mismas autoridades científicas, con sus humillantes confesiones, nos inducen a creer que la filosofía positiva se mueve sobre un tablado de tan carcomidos y endebles postes, que cualquier descubrimiento o invención puede dar al traste con los puntales del armatoste. Al afán que les domina de eliminar de sus conceptos todo elemento espiritual, podemos oponer la siguiente confesión de Balfour Stewart: Se advierte la tendencia a dejarse llevar hacia los extremos y atender en demasía al aspecto puramente material de los fenómenos. Hemos de ir con cuidado en este punto, no sea que al huir de Scila caigamos en Caribdis, porque el universo ofrece más de un aspecto y posible es que haya en él comarcas inexplorables para los físicos tan sólo armados de pesas y medidas…, pues nada o muy poco sabemos de la constitución y propiedades íntimas de la materia ya organizada ya inorgánica. Respecto a la supervivencia del espíritu nos da Macaulay una todavía más explícita declaración en el siguiente pasaje: En cuanto al destino del hombre después de la muerte, no acierto a ver por qué el europeo culto, pero sin otro valimiento que su propia razón, ha de estar más en lo cierto que el indio salvaje, pues ni una sola de las muchas ciencias en que aventajamos a los salvajes da la más leve insinuación sobre el estado del alma después de extinguida la vida animal. Lo cierto es, según nos parece, que cuantos filósofos antiguos y modernos, desde Platón a Franklin, quisieron demostrar sin auxilio de la revelación la inmortalidad del hombre fracasaron deplorablemente en su intento. Por lo que toca al último extremo de la objeción de Macaulay, dióle ya anticipada réplica Hipócrates al decir hace muchos siglos: Todas las ciencias y todas las artes han de indagarse en la naturaleza que, si la interrogamos debidamente, nos revelará las verdades relativas, no sólo a ella, sino a nosotros mismos. La naturaleza en acción no es ni más ni menos que la manifestada presencia de Dios. ¿Cómo hemos de interrogarla para que nos responda? Hemos de proceder con fe, firmemente convencidos de que al fin descubriremos la verdad completa. Entonces la naturaleza nos pondrá la respuesta en el sentido íntimo que, auxiliado por el conocimiento en ciencias y artes, nos revelará la verdad tan claramente, que sea imposible toda duda. Por lo tanto, en el caso de que tratamos está más en lo cierto el sentido íntimo del salvaje creyente en la inmortalidad, que el poderoso raciocinio del científico escéptico. Porque la intuición es universal dádiva del divino Espíritu y la razón deriva del lento desarrollo de nuestro cerebro físico. La intuición, que en su grado inferior e incipiente llamamos instinto, se oculta como chispa divina en el inconsciente centro nervioso del molusco, se manifiesta primariamente en las acciones reflejas del gran simpático, y se explaya en paridad con la dual evolución de la vida y la conciencia, hasta convertirse de automatismo en intuición. Pero aun en los animales cuyo instinto les mueve a la conservación del individuo y la propagación de la especie hay un algo inteligente que regula y preside los movimientos automáticos. Lejos de estar en pugna esta teoría con la de la evolución, que tan eminentes defensores tiene hoy día, la simplifica y complementa, prescindiendo de si cada especie fue o no creada independientemente de las otras, porque la cuestión de materia y forma queda en lugar secundario cuando con preferencia se atiende al espíritu; y, por lo tanto, según vayan perfeccionándose las formas por evolución física, mejor instrumento de acción hallará en el sistema nervioso la mente directora, así como un pianista arranca de un magnífico piano armonías que no brotarían de una espineta. Por consiguiente, poco importa para el caso que el impulso instintivo quedara directamente infundido en el sistema nervioso del primer radiario o que, como opina más razonadamente Spencer, cada especie lo haya ido desarrollando poco a poco por sí misma. Lo importante es la evolución espiritual, sin la que no cabe concebir la física, pues ambas son igualmente indemostrables por experimentación y no es posible anteponer una a otra. De todos modos, hemos de volver a la antiquísima pregunta formulada en las Symposiacas de Plutarco sobre si fue primero el huevo o la gallina. El método aristotélico ha cedido ya en toda la línea al platónico, y aunque los científicos no reconocen otra autoridad que la suya propia, la orientación mental de la humanidad se restituye al punto de partida de la filosofía antigua. Esta misma idea expresa acabadamente Osgood Mason en el siguiente pasaje: Los dioses mayores y menores de las diversas sectas y cultos van perdiendo la veneración de las gentes; pero en cambio empieza a iluminar el mundo, como aurora de más serena y suave luz, el concepto, aunque todavía impreciso, de una consciente, creadora y omnipresente Alma de las almas, la Divinidad causal, no revelada por la forma ni por la palabra, pero que se infunde en toda alma viviente del vasto universo, según la capacidad receptiva de cada cual. El templo de esta divinidad es la naturaleza y su culto la admiración. Coincide este concepto con el de los primitivos arios que deificaban la naturaleza, y concuerda con las enseñanzas budistas, platónicas, teosóficas, cabalísticas y ocultistas, así como con el pensamiento dominante en el ya citado pasaje de Hipócrates. Pero ¿qué pruebas hay, aparte de esa negación gratuita, de que los animales no tienen alma superviviente por no decir inmortal? Desde el punto de vista rigurosamente científico pueden aducirse tantos argumentos en pro como en contra, pues no hay prueba científica en que apoyar la afirmación ni la negación de la inmortalidad del alma del hombre, cuanto menos de la del bruto, desde el momento en que no cabe someter a observación experimental lo que carece de existencia objetiva. Descartes y Bois–Raymond agotaron su talento en el estudio de esta materia, y Agassiz confiesa que no podría concebir la vida futura sin dilatarla a los animales y aun a los mismos vegetales. Porque fuera motivo sobrado para rebelarse contra la injusticia divina si dotara de espíritu inmortal a un bellaco sin entrañas y condenase a la aniquilación al leal amigo del hombre, al noble perro que defiende a su amo con desprecio de la muerte y suele dejarse morir de hambre junto a su tumba en prueba de la abnegación de que son incapaces la generalidad de los humanos. ¡Mal haya la razón culta que abone tan nefanda parcialidad! Es preferible el instinto en semejantes casos y creer, con el indio de Pope, “en un cielo donde se vea acompañado de su perro”. Nos faltan tiempo y espacio que dedicar a las especulaciones de algunos ocultistas antiguos y medioevales sobre este asunto. Baste decir que anticipándose a Darwin expusieron, aunque esbozadamente, la teoría de la selección natural y transformación de las especies y prolongaron por ambos extremos la cadena evolutiva. Además, exploraron tan intrépidamente el terreno de la psicología como el de la fisiología, sin desviarse jamás del sendero de paralelas vías que les trazara su insigne maestro Hermes en el famoso apotegma: “Como es arriba, así es abajo”. De esta suerte simultanearon la evolución física con la espiritual. Pero los biólogos modernos son al menos lógicos en este punto concreto, pues incapaces de demostrar que los animales tienen alma, se la niegan al hombre. La razón les lleva al borde del infranqueable abismo abierto, según Tyndall, entre la materia y la mente. Tan sólo la intuición podrá salvarlo, cuando se convenzan de que de otro modo han de fracasar siempre que intenten descubrir los misterios de la vida. A la intuición, es decir, al instinto consciente han recurrido Fiske, Wallace y los autores de El Universo invisible para atravesar intrépidamente el abismo. Perseveren sin temor en su propósito hasta advertir que el espíritu no reside forzosamente en la materia, sino que la materia se adhiere temporáneamente al espíritu que de eterna e imperecedera morada sirve a todas las cosas visibles e invisibles. Según la filosofía esotérica, la materia es la densificación concreta y objetiva del espíritu. En la eterna Causa primera laten desde un principio el espíritu y la materia y esta idea expresan las palabras: “En el principio era el Verbo y el Verbo era Dios”. Confiesan los esotéricos que el concepto absoluto de la Divinidad escapa a la razón humana; pero en cambio es asequible a la intuición como reminiscencia de una verdad inconcusa, aunque imperceptible por sensación física. La Causa primera, la Divinidad absoluta que, como tal, entrañaba potencialmente los principios masculino y femenino (activo y pasivo), se desdobla al emanar la primera idea y se manifiesta como energía creadora (principio activo o masculino) ó, mejor dicho, impulsora de la objetivada materia (principio pasivo o femenino). Desde el punto en que se desdobla y manifiesta la Divinidad, hasta entonces neutra y absoluta, vibra la energía eléctrica instantáneamente difundida por los ámbitos del espacio sin límites. Pero el raciocinio humano es incapaz de fijar el cómo ni el cuándo ni el dónde de la manifestación, es decir, del nacimiento del universo visible o actualización del espíritu–materia que eternamente era, aunque latente. A la finita inteligencia humana se le muestra este principio de la manifestación tan remoto, que no puede computarlo con números ni expresarlo en palabras, sino que se confunde con la misma eternidad. Enseñaba Aristóteles que el universo era eterno, sin principio ni fin deslindables por nuestra inteligencia, y que las generaciones humanas se iban sucediendo sin interrupción unas a otras. Sobre esto decía: “Si ha existido un primer hombre, debió nacer sin padre ni madre, lo cual es contrario a naturaleza, porque no pudo un huevo originario dar nacimiento al ave, sin ave que pusiera el huevo, puesto que el huevo nace del ave. El mismo razonamiento conviene a todas las especie, por lo que hemos de juzgar que antes de aparecer en la tierra, tuvieron forma mental todas las cosas”. Estas enseñanzas concuerdan esotéricamente con las de Platón, aunque esotéricamente parezcan contradictorias, según se ve en el siguiente pasaje del maestro: “Hubo un tiempo en que la humanidad no procreaba; pero después echaron los hombres en olvido las primievales enseñanzas y fueron degradándose más y más profundamente”. Tan sólo la esotérica teoría antes expuesta esclarece el misterio de la creación primordial, que siempre fue pesadilla de la ciencia; pero la importancia del asunto requiere alguna mayor explicación. Al decir que la materia es coeterna con el espíritu, no nos referimos a la materia objetiva y tangible, sino a la sublimación de la materia cuyo grado máximo e insuperable de sutilidad es el espíritu puro. No cabe concebir racionalmente otra hipótesis genésica de los seres animados, sino que el hombre emanó y ha ido evolucionando del primario espíritu–materia. Darwin traza la evolución de las especies desde el organismo ínfimo hasta el hombre, donde inadvertidamente se detiene sin vislumbrar el mundo invisible que se dilata más allá del visible. Los modernos filósofos positivistas no han comprendido el verdadero significado de la filosofía platónica. Y así lo da a entender Draper al decir que “los griegos y romanos atribuían al espíritu la forma y semblante del cuerpo, cuyas alteraciones y crecimiento seguía”. A esto responderemos que poco importa la opinión del vulgo ignorante, aunque nos parece que no profesaban dicha creencia al pie de la letra; y que los filósofos platónicos, así griegos como romanos, atribuyeron semejanza de contornos, figura y semblante, no al espíritu, sino al cuerpo astral llamado por ellos alma animal. Los jainos de la India opinan que el Ego, llamado por ellos Jiva, está identificado de toda eternidad con dos vehículos etéreos, uno de los cuales tiene por atributos las potencias de la mente superior y no está sujeto a mudanzas, al paso que el otro está constituido por las pasiones, emociones, deseos y afectos groseros y terrenales del hombre. Después de la muerte del cuerpo, purifica el Jiva su vehículo pasional y se une al Vaycarica, o divino espíritu, para convertirse en dios. La misma doctrina exponen los induistas en el Vedanta, que considera el Ego humano como partícula del universal espíritu divino o mente inmaterial, y, por lo tanto, capaz de identificarse con la esencia de la suprema entidad. Dice, además, explícitamente el Vedanta que quien llega al conocimiento de su interno dios, se convierte en dios, aunque viva en carne mortal, y tiene poderío sobre todas las cosas. Opina Draper que las doctrinas budistas llegaron a la Europa oriental por conducto de Aristóteles, y se apoya en la analogía de los conceptos capitales de este filósofo con el versículo de los Vedas que dice: “Verdaderamente hay una sola Divinidad: el supremo Espíritu. De su misma naturaleza es el alma del hombre”. Sin embargo, juzgamos equivocada la opinión de Draper, pues antes de Aristóteles enseñaron la misma doctrina Pitágoras y Platón; y si posteriormente admitieron los platónicos las teorías aristotélicas de la emanación, fue porque coincidían con las ya de ellos conocidas enseñanzas budistas acerca de este punto. La doctrina pitagórica de los números armónicos y la platónica de la creación son gemelas de la teoría budista sobre la emanación. La filosofía pitagórica tuvo por último término liberar al Ego de las ilusiones de los sentidos y de los lazos de la materia, de suerte que se identifique con la Divinidad. No puede ser más patente la coincidencia de esta doctrina con la del nirvana, cuyo verdadero significado vislumbran ya los modernos sanscritistas. Todo cuerpo astral, aun el del hombre justo y virtuoso, es perecedero, porque de los elementos fue formado y a los elementos se ha de restituir; pero mientras la entidad astral del hombre perverso se desintegra sin dejar rastro, la de los hombres, no precisamente santos, sino tan sólo buenos, se renueva por asimilación en partículas más sutiles y no perece mientras en él arde la chispa divina. Sobre esto dice Proclo: Después de la muerte sigue el espíritu residiendo en el cuerpo aéreo (cuerpo astral) hasta que la desintegración le libra de él en una segunda muerte análoga a la del cuerpo físico. Por esto dijeron los antiguos que el espíritu está siempre unido a un cuerpo celeste, inmortal y luminoso como las estrellas. Pero dejemos aquí esta digresión y volvamos al examen paralelo de la razón y el instinto. Según los antiguos, el instinto es don divino y la razón facultad humana. El instinto (aìsqhtiKón) es la íntima sagacidad propia de todos los animales, aun los más inferiores; la razón (nohtiKón) es resultado de las facultades reflexivas. Por lo tanto, el bruto, aunque carece de razón, está dotado del instinto que infaliblemente le guía y no es otra cosa que la divina chispa subyacente en toda partícula material que es a su vez espíritu densificado. La Kabalah hebrea dice que cuando el segundo Adán fue formado del barro de la tierra, era tal la densificación de la materia que todo lo dominaba. De sus lascivos deseos nace la mujer y Lilith se lleva lo mas sutil del espíritu. El Señor Dios se pasea por el Edén a la hora del crepúsculo (Puesta del sol espiritual o eclipse de la divina luz por las sombras de la materia), y no sólo les maldice a ellos por el pecado cometido, sino también a la tierra, a los seres vivientes y con ira mayor a la tentadora serpiente, símbolo de la materia. Esta en apariencia injusta maldición a las cosas creadas, inocentes de todo crimen, sólo puede explicarse cabalísticamente. La materia entraña en sí la maldición, puesto que está condenada a purificarse de sus groserías, impelida por el irresistible anhelo que hacia lo alto lleva a la chispa divina en ella subyacente. La purificación requiere dolor y esfuerzo. No cabe duda de que si toda modalidad de materia tiene origen común, también deben ser comunes sus propiedades, y si la chispa divina alienta en el cuerpo del hombre, lógico es que asimismo se oculte en los animales inferiores cuyo instinto resplandece mucho más vivo que en el reino humano donde la razón lo eclipsa; y así vemos que en gran número de casos el instinto del animal se sobrepone en sus efectos a la razón, cuyo atributo confiere al hombre el cetro de la creación terrestre. Como quiera que el cerebro físico del hombre aventaja en perfección al de los animales, su funcionamiento mental, o sea la razón, ha de corresponder a esta superioridad; pero sólo en cuanto a la comprensión del mundo material objetivo y en modo alguno en lo tocante al conocimiento del espíritu. La razón es el alma grosera del científico; la intuición es infalible guía del vidente. Por instinto procrean plantas y animales en la estación más favorable y por instinto busca y halla el bruto remedio a sus dolencias. En cambio, la razón no basta por sí sola para refrenar los ímpetus pasionales de la carne ni pone límites a los goces sensuales, y lejos de capacitar al hombre para ser su propio médico, frecuentemente le arrastra a la ruina con especiosas sofismas. No se necesita mucho esfuerzo para comprender que por obra del instinto va evolucionando la materia. El zoófito que pegado al arrecife abre la boca y sin otro movimiento se alimenta de las substancias a su alrededor flotantes en el agua, denota en proporción a su tamaño corporal mejor instinto que la ballena. La hormiga en su república subterránea, donde a la observación del entomólogo ofrece maravillas de arquitectura, sociología y política, ocupa virtualmente en la escala zoológica un peldaño muy superior al del artero tigre en acecho de su presa. Como todos los arcanos psicológicos, el instinto estuvo durante largo tiempo desdeñado por los científicos con olvido de lo que sobre él dijo Hipócrates en el siguiente pasaje: El instinto enseñaba a las primitivas razas humanas el camino para hallar remedio a sus dolencias físicas cuando la fría razón no había entenebrecido aún la vista interna del hombre… No hemos de desoír jamás la voz del instinto que nos insinúa los primeros remedios de la enfermedad. Es la intuición el espontáneo, súbito e infalible conocimiento resultante de la inteligencia omnisciente, y difiere, por lo tanto, de la finita razón cuyas tentativas y esfuerzos ensombrecen la naturaleza espiritual del hombre cuando no la acompaña aquella divina luz La razón se arrastra; la intuición vuela; la razón es potencia en el hombre; la intuición es presciencia en la mujer. Plotino, discípulo del insigne fundador de la escuela neoplatónica, Amonio Saccas, nos dice que “el conocimiento humano pasa por tres etapas: opinión, ciencia e iluminación. Las opiniones se forman por medio de la percepción sensoria; la ciencia tiene por instrumento la razón; y la iluminación es hija de la intuición o conocimiento absoluto en que el conocedor se identifica con el objeto de conocimiento”. La oración es poderoso estímulo de la intuición, porque es anhelo y todo anhelo actualiza voluntad. Por otra parte, las emanaciones magnéticas del cuerpo, durante los esfuerzos físicos y mentales, determinan la autosugestión y el éxtasis. Plotino aconseja orar en soledad y apartamiento para mejor conseguir lo que se pide. Platón daba también el mismo consejo, diciendo que “la oración había de ser silenciosa en presencia de los seres divinos, hasta que aparten éstos la nube de los ojos del orante y le permitan ver con la luz que de ellos irradia”. Apolonio de Tyana se retiraba en secreto para “conversar” con Dios, y siempre que sentía necesidad de contemplación se arrebujaba en su blanco manto de lana. También Jesucristo les dijo a sus discípulos: Mas tú, cuando orares, entra en tu aposento y, cerrada la puerta, ora a tu Padre en secreto. Todo hombre viene a este mundo con el latente sentido interno (intuición) que por educación puede convertirse en la segunda vista de los filósofos escoceses. Plotino, Porfirio y Jámblico enseñaron esta misma doctrina cuya verdad conocían por experiencia, pues tuvieron viva intuición. A este propósito, dice Jámblico que “la facultad suprema de la mente humana nos permite unirnos a las inteligencias superiores, transportarnos más allá del escenario de este mundo y compartir la vida y potestad de los seres celestiales”. Sin la intuición no hubiesen tenido los hebreos su Biblia ni los cristianos su Evangelio. Moisés y Jesús dieron al mundo el fruto de su intuición; pero los teólogos que hasta el día les sucedieron, adulteraron dogmática y muchas veces blasfemamente su verdadera doctrina; porque creer que la Biblia es obra de la revelación divina e interpretar el texto al pie de la letra, es peor que un absurdo, es blasfemar de la divina majestad del “Invisible”. Si hubiéramos de tener de Dios y del espíritu el concepto que les dan los humanos intérpretes de las Escrituras, seguramente que no tardaría la razón cien años en acabar con la creencia en lo espiritual, abatida por la intervención de la filología en el estudio comparado de las religiones; pero la sincera fe del hombre en Dios y en la vida futura se apoya en la intuición manifestadora del YO que noblemente desdeña las aparatosas e idolátricas ceremonias del sacerdote católico y del brahmán induista, tanto como las áridas jeremiadas del pastor luterano que a falta de ídolos fulmina amenazas de condenación eterna. Sin el sentido intuitivo, que jamás se pierde aunque emboten su agudeza las vibraciones materiales, fuera la vida una parodia y la humanidad una farándula. Esta inextinguible intuición de algo existente a la par dentro y fuera de nosotros, es de tal naturaleza que ni los razonamientos de la ciencia ni los dogmas de la religión ni el externo culto de las iglesias son poderosos a extirparla de la intimidad del hombre, por mucho que en ello se empeñen científicos y teólogos. Movido de esta percepción interna de la infinita e impersonal Divinidad, exclamó Gautama el Buddha, el Cristo de la India: Así como los afluentes del Ganges pierden el nombre en cuanto sus aguas se juntan con las del río sagrado, así también cuantos creen en el Buddha dejan de ser al punto brahmanes, kshatriyas, vaisyas y sudras. El Antiguo Testamento es una recopilación de tradiciones orales cuyo verdadero significado no conocieron jamás las masas populares de Israel, porque Moisés recibió la orden de no comunicar las “verdades ocultas” más que a los setenta ancianos en quienes el “Señor” infundió el espíritu del legislador hebreo. Maimónides, cuya autoridad y erudición en historia sagrada no cabe recusar, dice a este propósito que “quienquiera descubra de por sí o con auxilio de otro el verdadero significado del Génesis, guárdese de divulgarlo, y cuando hable de ello sea obscura y enigmáticamente”. Esto mismo declaran otros autores hebreos, como, por ejemplo, Josefo, quien dice que Moisés escribió el Génesis en estilo alegórico y figurado. Así resulta la ciencia cómplice del fanatismo clerical en consentir que la cristiandad en peso creyera en la letra muerta de la teología hebrea, sin cuidarse de interpretarla rectamente. No hay derecho para poner en ridículo el pensamiento de quienes compilaron las Escrituras muy ajenos a la errónea interpretación que con el tiempo habían de recibir. Triste distintivo del cristianismo es que haya revuelto los textos bíblicos contra sus propios autores, presentándolos como enemigos de la verdad. Los dioses existen –exclama Epicuro– aunque no son lo que el vulgo cree”. Y sin embargo, los críticos superficiales califican a Epicuro de materialista. Pero ni la Causa primera ni el humano espíritu emanado de ella han quedado sin testimonio. Los fenómenos hipnóticos por una parte y los espiritistas por otra atestiguan las eternas verdades espirituales, obscurecidas paulatinamente desde que las brutales persecuciones de Constantino y Justiniano engendraron la ignorancia y fanatismo clerical. Las obras pitagóricas que daban el “conocimiento de las cosas que son”; el vastísimo saber de los agnósticos; las enseñazas de los filósofos antiguos, todo fue pasto de las llamas como nefando engendro del anticristiano paganismo. El reinado de la sabiduría acabó con la huída de los últimos neoplatónicos, Hermias, Prisciano, Diógenes, Eulalio, Damascio, Simplicio e Isidoro, que escaparon a Persia para eludir la persecución de Justiniano. Durante siglos quedaron en olvido y menosprecio los libros de Toth (Hermes Trismegisto) cuyas sagradas páginas encierran la historia espiritual y material de la creación y del progreso del mundo, porque no hubo en la Europa cristiana quien los interpretara con acierto. Ya no existían los filaleteos (amantes de la verdad) y ocupaban su lugar los monjes de la Roma pontificia que repugnan toda verdad contraria en lo más mínimo al dogma religioso. A la par que otros viajeros, el abate Huc describe el maravilloso árbol del Tíbet llamado kunbum, como sigue: “Todas las hojas de este árbol llevan escrita una máxima religiosa en caracteres sagrados, de tan acabada hechura, que no los trazarían mejores en la tipografía de Didot. Las hojas a punto de abrirse tienen ya a medio formar los admirables caracteres de este árbol único en su especie. Pero en la corteza de las ramas aparecen también otros caracteres y otros nuevos en las capas inferiores, de suerte que cada una de estas capas superpuestas ofrece un tipo distinto sin que sea posible ni el más leve asomo de impostura”. Este árbol no medra en ninguna otra latitud, pues ha fracasado todo intento de aclimatación, ni tampoco puede reproducirse por vástagos. Dice la leyenda que brotó de la cabellera del Lama Son–Ka–pa, una de las reencarnaciones de Buda. Añadiremos al relato del abate Huc que los caracteres trazados por la naturaleza en las diversas partes. del kunbum están compuestos en lengua senzar o idioma del sol (sánscrito antiguo) y relatan la historia de la creación y entrañan lo más substancial de la doctrina budista. Bajo este aspecto hay la misma relación entre los caracteres del kunbum y el budismo, que entre las pinturas del templo de Dendera y la religión faraónica. Carpenter, presidente de la Sociedad Británica, dió en Manchéster una conferencia sobre el antiguo Egipto en la que consideraba el Génesis como expresión de las primitivas creencias hebreas, derivadas de dichas pinturas entre las cuales convivieron. Sin embargo, nada dice acerca de si las pinturas de Dendera y, por lo tanto, el relato mosaico, son alegoría o narración histórica. No se concibe que un egiptólogo como Carpenter, sin más fuente de estudio que una superficial investigación del asunto, se atreva a sostener que los antiguos egipcios tuvieron de la creación del mundo el mismo concepto ridículo que los primitivos teólogos cristianos. Aunque las pinturas de Dendera alegoricen las enseñanzas cosmogónicas de los antiguos egipcios, ¿qué sabe él si la escena de la creación se supone ocurrida en seis minutos o en seis millones de años? Lo mismo puede expresar alegóricamente seis épocas indefinidas (evos) que seis días. Por otra parte, los Libros de Hermes no son explícitos en este punto; pero el Avesta declara terminantemente seis períodos de miles de años cada uno. Los jeroglíficos egipcios rebaten la teoría de Carpenter, según demuestran las investigaciones de Champollion, quien ha vindicado a los antiguos en muchas ocasiones. De todo esto inferirá el lector que a la filosofía egipcia se le achacan equivocadamente tan groseras especulaciones, pues la cosmogonía de los hebreos consideraba al hombre como resultado de la evolución en prolongadísimos ciclos. Pero volvamos a las maravillas del Tíbet. Describe el abate Huc una pintura que se conserva en cierta lamasería y bien puede clasificarse entre las más admirables que en aquel país existen. Es una tela sin el más insignificante mecanismo (según puede comprobar a su sabor el visitante), que representa un paisaje de luna en que la figura de este astro reproduce el mismo aspecto, movimientos y fases del natural con tan pasmosa exactitud que sale, brilla tras las nubes, se pone y es, en suma, el más fiel trasunto de la pálida reina de la noche a que tanta gente adoraba en pasadas épocas. En otros puntos del Tíbet y en el Japón hay pinturas análogas que representan el aparente movimiento del sol; y en verdad que si alguno de nuestros infatuados académicos las viera, no se atrevería a declarar la verdad del caso a sus colegas, temeroso de que le arrojaran del sillón por farsante o lunático. Ya en muy remotos tiempos se les reconocieron a los brahmanes profundos conocimientos en artes mágicas. Desde Pitágoras que aprendió en la escuela de los gimnósofos y Plotino que fue iniciado en los misterios del Yoga hasta los adeptos de hoy día, todos buscaron en la India las fuentes de la sabiduría oculta. A las generaciones venideras corresponde restaurar esta capital verdad, que en nuestros tiempos está generalmente menospreciada como vil superstición. Apenas tienen ni aun los más famosos orientalistas, noticias ciertas de la India, el Tíbet y la China, pues el más infatigable de todos ellos, Max Müller, confiesa que hasta hace cosa de un cuarto de siglo no había caído en manos de los investigadores europeos ni un solo documento auténtico de la religión budista, y que cincuenta años atrás no hubieran sido capaces los filólogos de traducir una línea siquiera de los Vedas induistas, del Zend–Avesta zoroastriano ni del Tripitâka budista, sin contar otros textos en diversos idiomas y dialectos orientales. Pero aun hoy mismo, los textos sagrados que andan en manos de los eruditos occidentales son ediciones fragmentarias en que no consta absolutamente nada de la literatura esotérica del budismo, pero que sin embargo van esclareciendo poco a poco las lobregueces del que Max Müller calificó de “yermo religioso donde los lamas hallarían su más solitario retiro” añadiendo que todo cuanto en el intrincado laberinto de las religiones del mundo parecía obscuro, erróneo o frívolo, empieza a variar de aspecto a los ojos de la investigación comparada. Dice a este propósito el ilustre sanscritista que los alborotados desvaríos de los yoguis indos y las desconcertadas blasfemias de los budistas chinos tienen deshonrosa traza para el nombre de religión; pero según el investigador adelanta por entre aquellas lóbregas galerías vislumbra un tenue rayo de luz que promete disipar las tinieblas. Tiempo vendrá en que cuanto hoy se califica de salvaje y pagana jerigonza, suministre la clave de todas las religiones, porque, como dice San Agustín, tantas veces citado por Max Müller, “no hay religión falsa que no contenga algo de verdad”. Sin embargo, el obispo de Hipona tomó esta máxima de las obras de Amonio Saccas, el insigne maestro alejandrino apellidado Theodidaktos (aleccionado por Dios) que floreció unos 140 años antes de San Agustín. Consideraba Amonio Saccas a Jesús como un superhombre amigo de Dios, que jamás se propuso abolir la comunicación con los dioses y los espíritus, sino sencillamente perfeccionar las antiguas religiones, pues los sentimientos religiosos de las multitudes habían ido par a par con las enseñanzas de los filósofos, que los habían corrompido y extraviado con supersticiones, falsedades y conceptos puramente humanos, por lo que convenía devolver a las religiones su original pureza, expurgándolas de escorias y armonizándolas con la verdadera filosofía. Así es que, según Amonio Saccas, sólo se propuso Cristo restaurar íntegramente la sabiduría antigua. Amonio fue el primero en enseñar que todas las religiones tenían por común fundamento la verdad contenida en los Libros de Toth o Hermes, de que Pitágoras y Platón derivaron su filosofía. Puso también Amonio de manifiesto la identidad entre las enseñanzas pitagóricas y las de los primitivos brahmanes recopiladas en los Vedas. (Dice Wilder en su obra: Neoplatonismo y alquimia que la palabra Toth significa colegio, por lo que no parece improbable que estos libros se llamaran así por ser una recopilación de las enseñanzas tradicionales en la comunidad o colegio sacerdotal de Menfis. El rabino Wise ha expuesto análoga opinión acerca de todos los pasajes que la Escritura hebrea pone en boca de Dios; pero los autores indos afirman que en el reinado de Kansa, la tribu sagrada de los yadus (¿judíos?) emigró de la India hacia occidente llevándose los cuatro Vedas. Ciertamente hay notable semejanza entre las doctrinas filosóficas y creencias religiosas de los egipcios y los indos budistas, pero nada podemos asegurar respecto a la identidad de los libros herméticos y los Vedas.) Se sabe positivamente que antes de pronunciar Pitágoras por vez primera en la corte del rey de los filiasianos la palabra “filósofo”, era idéntica la “doctrina secreta” en todos los países. Por lo tanto, hemos de buscar la verdad en los textos cuya antigüedad les salvó de adulteración, y compulsarlos con la Biblia hebrea para que los filósofos decidan con estricta imparcialidad exenta de prejuicios científicos y teológicos, si la sruti (revelación primitiva) está en los Vedas o en el Antiguo Testamento y cuál de ambas Escrituras es la smriti (tradición). Orígenes dice que los brahmanes fueron siempre famosos por las maravillosas curas que realizaban por medio de palabras mágicas. La mágica palabra por cuya virtud se operan tales maravillas está en los mantras (himnos) de los Vedas, según afirman algunos adeptos; pero aunque el testimonio humano demuestre la realidad de dicha palabra, a los eruditos les toca indagarla en los Vedas. Parece que los misioneros jesuitas presenciaron muchas de estas operaciones mágicas a cuya referencia presta Baldinger entero crédito. Entre ellas se cuenta la llamada tschamping o manipulación del fuego, que los jesuítas aprendieron de los hechiceros indígenas, quienes la efectúan todavía con éxito. H.P. Blavatsky, Isis sin velo tomo II Vuestra en la Santa Ciencia Ana Suero Sanz - Artículo*: Filosofía Oculta - Más info en psico@mijasnatural.com / 607725547 MENADEL Psicología Clínica y Transpersonal Tradicional (Pneumatología) en Mijas y Fuengirola, MIJAS NATURAL *No suscribimos necesariamente las opiniones o artículos aquí enlazados
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