
Por alguna razón que creo entender hoy —aunque es engorroso explicarla— se han tomado diferentes personajes de la tradición cristiana para ser utilizados, por un lado, por corrientes New Age y, por otro, por los perennalistas. Los primeros lo hacen para fundamentar sus creencias, los segundos como una especie de intento de detrimento del cristianismo.
Todo esto está rodeado de las más extrañas conjeturas en algunos casos, y en otros, de elaboraciones mucho mejor hiladas. Sin embargo, luego de estudiarlas, se exponen claramente estos dos usos que parecen estar en su horizonte.
Uno de estos personajes, a quien pretendemos defender dentro de la mayor ortodoxia cristiana, es Melquisedec. Utilizado por los perennalistas como justificación y fundamento de su supuesta idea de una única tradición primordial, y por otro lado, por los New Age[1], que pretenden reescribir todo lo que se les antoje. Haciendo uso de una especie de dialéctica, toman al personaje —incluso su nombre— para darse no sé qué autoridad en ciertos temas.
En esta entrada nos posicionaremos en defensa respecto a los primeros, ya que los segundos no vale la pena ni hace falta refutarlos.
Melquisedec y el Rey del Mundo
Hay una obra de Guénon que sirve, en buena medida, de fundamento para su idea de la existencia de una tradición primordial única. Nos referimos a El Rey del Mundo, publicada en 1927. Si bien él no es el ideador de esta pretensión, quizás sí sea quien, bajo el uso de la metafísica y del simbolismo, buscó fundamentarla de forma eficiente.

Son varios los antecedentes. Podemos comentar dos que, desde mi punto de vista, serían determinantes ante el planteamiento de Guénon. Por un lado, tenemos a Friedrich Max Müller, quien, seducido por las doctrinas románticas, estaba convencido de que la evolución no había producido un crecimiento, sino una degeneración del potencial humano, y que, por tanto, era necesario intentar remontarse a los orígenes de las diversas religiones para encontrar la religión en su forma original y pura. Esperaba firmemente acercarse a esta fuente a través de sus estudios del Rig Veda. <<Las tesis de Müller tuvieron un enorme éxito gracias a las famosas ‘Conferencias Hibbert’ (1878), tituladas Lecciones sobre el origen y crecimiento de la religión, según lo ilustran las religiones de la India. … al final de su último curso, Müller expresó su esperanza de que ‘la zona oculta de la religión humana algún día se hiciera accesible y ofreciera asilo a cualquiera que aspirara a algo mejor, más rico, más antiguo y más verdadero que lo que se podía encontrar en templos, mezquitas, sinagogas o iglesias’.
Max Müller concibió muy concretamente que los creyentes de todas las religiones algún día venerarían, en esta plácida cripta, lo que considerarían su valor supremo, y luego indicó cuál era este valor para un hindú, un budista, un musulmán, un judío y un cristiano>>[2]
He aquí la doctrina “científica” que ha buscado en el esoterismo fundar el mito de la Tradición Primordial. Pero no nos detengamos en esto, ya que por otro lado está la señora —nefasta— Helena Petrovna Blavatsky, la cual consideraba a la Religión-Sabiduría como una herencia de todas las naciones del mundo. <<El verdadero buscador, el estudiante de la Sabiduría esotérica, pierde completamente de vista las personalidades, las creencias dogmáticas y las religiones particulares. Además, la filosofía esotérica abarca todas las religiones, despoja a cada una de sus vestiduras humanas exteriores y demuestra que tiene la misma raíz que todas las demás religiones.>>[3]En fin, la promulgación de una supuesta única tradición.
Para Blavatsky <<La investigación esotérica triunfa, por así decirlo, sobre las religiones>>.[4]Este mito —según el cual existiría una Tradición Primordial inmutable y eterna, un corpus de verdad subyacente a todas las cosas, accesible a los iniciados más elevados— constituye uno de los puntos en común entre las diferentes corrientes de la Nueva Era.
Y no sabemos sus razones, pero René Guénon se convertiría en el heraldo de este “tradicionalismo”. Según él, los acuerdos entre todas las formas tradicionales representan, se podría decir, verdaderos «sinónimos»: << Sólo existe una doctrina cuyas formas son simplemente otras tantas expresiones diferentes, otras tantas adaptaciones a condiciones mentales particulares, en relación a circunstancias determinadas de tiempo y lugar>>[5]
Este es el planteamiento que hay detrás de su libro, ya que lo que busca demostrar es la existencia de una tradición única que sería resguardada por una especie de guardián —o mejor dicho, un legista— que llevaría el título de «rey del mundo».
Título y existencia de este personaje que no solo es problemática, sino que, en su inexistencia, busca basamentos a lo sumo sin fundamentos y de los más rebuscados, intentando presentar como hecho lo que es una conjetura y nada más. Porque no existe esa tradición primordial de la cual descienden todas las religiones. Y si existiese, entonces descenderían todas menos una: la única revelada por Dios, el cristianismo.
Un Trabajo con Comentarios Suspicaces (cuando menos)
No me detendré en los antecedentes del tema del Rey del Mundo, de Agartha y los supuestos centros espirituales, porque abordarlos nos sacaría del objetivo de esta entrada. Solo me enfoco en la crítica a la hipótesis guenoniana del Rey del Mundo, sus falencias, y en procurar una defensa de una de las figuras que lamentablemente se ha visto prostituida por este tipo de interpretaciones: la del Santo Rey y Sacerdote Melquisedec.
En su trabajo, Guénon identificó enfáticamente al Rey del Mundo con el mítico progenitor y legislador Manu, el del mito hindú del diluvio, de la siguiente manera:
<<El título de ‘Rey del Mundo’, tomado en el sentido más elevado y completo, y a la vez en el más riguroso, se aplica propiamente a Manu, el Legislador primordial y universal. (…) Manu nunca designa un personaje histórico o más o menos legendario, sino un principio, la Inteligencia Cósmica, que refleja la Luz Espiritual pura y formula la Ley (Dharma) que regula las condiciones de nuestro mundo y de nuestro ciclo de existencia>>[6].
Y aquí es donde empiezan los problemas y las incongruencias. Más allá de la existencia o no de este personaje, lo que es un hecho es que su legislación no es universal, pues solo los hindúes seguían las reglas prescritas en este libro, que:
<<para la sensata cultura contemporánea, es un monstruoso monumento a la discriminación, al prejuicio, al sometimiento, a la desigualdad, a la xenofobia, a la misoginia, a la servidumbre, al proteccionismo, a los privilegios para las castas superiores, a la privación de libertades y a la endogamia>>[7].
Casi todo en el Manusmṛti, o en la legislación del Manu, va en contra del cristianismo, y también, para los modernos, en contra de su Declaración Universal de Derechos Humanos. Además, Guénon identificó al Rey del Mundo y al Manu con un principio: la “Inteligencia Cósmica”. Por lo tanto, este último solo puede ser algo incorpóreo. Entonces, ¿cuál es la viabilidad de una «Inteligencia Cósmica» que resida en una región subterránea y confinada de la Tierra?
Y al ser una especie de inteligencia cósmica, nos lleva al terreno de la inmanencia, ya que todo hecho y fenómeno en esta existencia queda en el ámbito de la inteligibilidad inmanente al fenómeno estudiado; es decir, no existe la intervención de una causalidad trascendente. Y lo que Guénon y sus partidarios asumen como trascendente no sería más que un aspecto de la misma naturaleza, no físico, que se localizaría en el dominio ontológico intermedio, lo que los ocultistas llaman el astral, que no sería otra cosa que el dominio ontológico de las potencias. Este es explotado como un supuesto “más allá” y se convierte en la clave de los eones demiúrgicos (que no son más que ángeles caídos), tan caros al gnosticismo, que de forma elegante es lo que defendería Guénon.

Esto conlleva no solo a una visión de Cristo como un logos gnóstico —lo cual no es otra cosa que herejía— sino a tomar a un personaje de las Escrituras, clave en la historia de la Salvación, y convertirlo en una especie de manifestación de esta “inteligencia”, lo que nos hace volver sobre las ideas panteístas hindúes y sus avataras.
Otro error que quisiéramos resaltar es lo referente a la localización de este supuesto legislador universal, el cual —siguiendo las ideas cuasi megalómanas de Saint-Yves d’Alveydre y de Ossendowski— es ubicado en una tal Tierra de Agartha. En su libro, Guénon informó que el antiguo nombre de Agarttha, antes de su ocultación, era Paradesha, término sánscrito que tradujo como “país supremo”, aplicándolo al centro espiritual por excelencia.
Invariablemente, a través de otro ataque de compulsión comparatista (pues para él todo podía compararse), Guénon relacionó la evolución de la palabra Paradesha, afirmando que de esta surgió la palabra Pardes de los caldeos y la palabra Paraíso de los occidentales (pp. 72-73).
Sin embargo, es necesario aclarar que<<el sánscrito antipositivo para no siempre significa “supremo”. La palabra compuesta Paradesha (प) se forma a partir de las palabras para, que significa “más allá”, “después”, “extranjero”, “hostil” y “supremo”; y desha, que significa “región”, “país” o “tierra”. Por lo tanto, el significado más común de Paradesha es “región extranjera”, “país hostil” o “tierra extranjera”. Así que no siempre la palabra para significa “supremo”>>[8].
Por tanto, no se usa en la literatura sánscrita en el sentido de «país supremo», salvo en la interpretación de Guénon. De ahí el nombre compuesto paradeshasevin, que significa «extranjero» o «viajero». Por lo tanto, la derivación de la palabra Paraíso a partir de Paradesha es claramente cuestionable.
Por tanto, todo lo que orbita alrededor de la hipótesis del «Rey del Mundo» resulta, a la luz de los hechos, profundamente inverosímil. Su fundamento inicial —la identificación con Manu— no solo carece de respaldo real, sino que además arrastra consigo los vicios propios de una lectura sincrética y forzada, típica de la comparatística obsesiva de ciertos esoteristas.
El supuesto lugar de su localización —Agartha— no es más que una ficción construida a golpe de especulación. Y la pretendida validez etimológica que sugeriría la existencia de un enclave oculto no resiste el más mínimo análisis filológico serio.
Todo el edificio conceptual se sostiene sobre la arena de una conjetura: la de una presunta “tradición perenne” que, en última instancia, no es más que una abstracción moderna, artificiosa y profundamente ideológica.
Pero lo más grave no es eso: es el propio título de “Rey del Mundo”, que se convierte en un auténtico escándalo teológico cuando se lo pretende elevar a principio espiritual, pues contradice de manera frontal y explícita la enseñanza de Nuestro Señor, quien —hablando precisamente de el príncipe de este mundo— lo identifica inequívocamente como el adversario, Satanás.
¿Inconciliable con el Príncipe de este mundo?
La ruptura de Guénon con el entorno católico vinculado a la revista Regnabit encuentra su causa, entre otras razones, en la incomprensión —o más bien en el rechazo— por parte del público cristiano hacia la figura del llamado “Rey del Mundo”. Esta tensión culminó con su salida de dicha publicación, como se evidencia en una carta fechada el 8 de junio de 1928, dirigida a Louis Charbonneau-Lassay, donde Guénon se queja amargamente del supuesto malentendido por parte de los cristianos respecto al verdadero significado del título en cuestión.
Pero no se trata de una mera incomprensión: lo que revela esta reacción es la total imposibilidad de conciliar dicha figura con la cosmovisión cristiana. La resistencia no nace del prejuicio, sino de una incompatibilidad teológica profunda. Este hecho pone en evidencia la ignorancia —o al menos la apatía— de Guénon hacia el cristianismo. Aunque no conocemos en detalle su relación con la Iglesia en su juventud, lo que resulta evidente es una cierta antipatía hacia la misma. Como bien señala Jean Borella:
<<Ahora bien, por razones derivadas de la naturaleza propiamente ‘matemática’ de su inteligencia, de su desconfianza hacia la historia de las religiones y de las circunstancias de su vida y su época, estamos convencidos de que a Guénon no le fue concedido ‘ver’ lo que era el cristianismo. Y, por lo tanto, al no haber captado su esencia, no tenía la autoridad para hablar de manera tan global y perentoria, lo que no excluye que, en numerosos puntos concretos, pudiera comunicar información valiosa>>[9].
Y en este mismo sentido, ¿no reconocía él mismo esta limitación cuando afirmaba: «Debemos confesar que nunca hemos sentido ninguna inclinación a dar a este tema [la iniciación cristiana] un tratamiento especial»[10] No hace falta insistir más: para Guénon, el cristianismo no era más que una rama menor del gran tronco de la “Tradición Primordial”.
Pero es precisamente esta idea de una supuesta tradición primordial —base tanto del esoterismo guenoniano como de buena parte del New Age contemporáneo— la que constituye el verdadero problema. Esta doctrina parte de un postulado tan ambicioso como indefendible:
<<Es falso afirmar que, tras las diferentes formas de culto que se le han rendido a lo largo de los siglos en distintas culturas, subyace una concepción originalmente común del Ser supremo.
Sostener esta idea implica relativizar la historia de las religiones y despreciar el desarrollo histórico de la revelación. La investigación comparada demuestra con claridad que las religiones no comparten una raíz uniforme, sino que se desarrollan en etapas diferenciadas y con concepciones muy diversas del mundo y de lo divino>>[11].
Desde este error fundacional, Guénon procede a minimizar el cristianismo, integrándolo como una simple expresión más de esta “tradición universal”. De este modo, los supuestos “centros espirituales” donde se conservaría esa tradición podrían —según esta lógica— coincidir o superponerse con el cristianismo, y por lo tanto, el misterioso “Rey del Mundo” no solo tendría autoridad sobre todo el devenir humano, sino también sobre los propios cristianos. Esto implica, ni más ni menos, que figuras bíblicas como Melquisedec serían simples representantes de este centro primordial, encarnaciones temporales de su “inteligencia”, y que incluso en la Edad Media dicha función sería cumplida por el célebre Preste Juan.
Pero aquí se encuentra el nudo del problema: aceptar al “Rey del Mundo” es, en última instancia, negar la realeza única de Cristo. Y peor aún, es admitir que una figura no revelada por Dios —como sí lo fue el Mesías— pueda ejercer autoridad espiritual sobre los hombres. Desde la perspectiva cristiana, esto solo puede interpretarse como una suplantación, una falsificación. Más aún, en el Evangelio se nos advierte de otro personaje que sí ostenta un dominio sobre el mundo: el príncipe de este mundo, nombre con el que Cristo designa inequívocamente a Satanás.
Es necesario comprender lo que las Escrituras entienden por “mundo”, no se refiere al conjunto de la creación como tal, sino a la estructura de pecado en la que el enemigo ejerce su poder. Toda realidad social, política, económica o religiosa que no tiene a Cristo como Rey, cae bajo el dominio del adversario. De ahí que el diablo pudiera tentar a Jesús ofreciéndole los reinos de la tierra —porque, en efecto, eran suyos. Cristo no desmintió la oferta; simplemente la rechazó.
Como explica con claridad el padre Castellani:
<<Probablemente [el diablo] era el ángel o arcángel prepuesto a gobernar la tierra y las cosas sensibles, y al pecar no perdió ese dominio. El dominio de los ángeles está radicado en su naturaleza misma, en una relación íntima y especial hecha por Dios en la creación. Al pecar no se pierden los dones naturales, solo la gracia; así el demonio conserva su poder natural, con el que tentó a Cristo>>[12].
Adjudicar a un ser la potestad sobre el mundo, conferirle el título de guía del destino humano, solo puede remitirnos al verdadero Príncipe de este mundo, aquel que opera de manera oculta en las estructuras terrenas. Y el problema se agrava cuando autores como Guénon o Saint-Yves d’Alveydre insisten en que este ser reside en un reino subterráneo, como Agartha. ¿Cómo es posible que supuestos expertos en simbolismo no vean la contradicción flagrante? Lo subterráneo, en la tradición cristiana y simbólica, representa los estados inferiores del ser, el infierno. ¿Cómo puede entonces residir allí un ser que se nos presenta como guía espiritual? ¿No es esto, más bien, una evocación —velada o no— del enemigo y su morada?
Y si a esto sumamos los testimonios de figuras oscuras como Nicholas Roerich, quien habría recorrido el Himalaya accediendo a cavernas desde las cuales habría traído misteriosos objetos que servían para canalizar extrañas energías, la sospecha se intensifica. Roerich tuvo una influencia profunda sobre Henry Wallace, ministro del gobierno de Franklin D. Roosevelt, y su simbología marcó el diseño del Gran Sello que aparece hoy en el billete de un dólar. Estas ideas influyeron también en la fundación de la Sociedad de Naciones, que a la postre basada en los ideales universalistas y educativos del protestante rosacruz Comenio y los principios de la Sinarquia dieron luego lugar a la ONU[13]. ¿Es posible desligar estos movimientos de la acción oculta del Príncipe de este mundo?
Todo este sistema de pensamiento, envuelto en el ropaje de lo tradicional y lo metafísico, termina por suplantar al verdadero Rey: Cristo. Y eso no es solo un error intelectual, sino teológico y que conlleva a una grave desviación espiritual.
La Reinado de Cristo
El Papa Pío XI, en su encíclica Quas Primas, expone con excelsa maestría la Realeza de Cristo, la cual no solo compete al universo, sino que, en primacía, es también sobre el mundo, ya que Cristo tiene derecho al título de Rey por naturaleza:
“Cristo es Rey por derecho natural, ya que Él es el Verbo de Dios por quien fueron hechas todas las cosas” (Quas Primas, n. 13).
Y es que, como Creador de todo, el Verbo hecho carne (cf. Jn 1,3) tiene autoridad plena sobre la creación. No se trata solo de autoridad moral, sino de dominio ontológico y esencial sobre todo lo que existe, sobre todo lo creado.
De otro modo, el misterio pascual —la conquista de Cristo sobre la muerte—, por medio de su sacrificio y derramamiento de sangre, se vería disminuido. Esa entrega es Su verdadera victoria:
“Es Rey, además, por derecho de conquista, ya que nos redimió con su Sangre” (Quas Primas, n. 13).
Es decir, no solo por la creación sino también por la redención, Cristo reina al rescatar al hombre del pecado y del demonio; lo ha vuelto a tomar como propiedad real[14]. En este sentido, Cristo es Rey también en el plano legal, como un monarca que libera y toma posesión de su pueblo. Cristo tiene un reino real, no meramente simbólico. Pío XI corrige el error moderno de reducir el reinado de Cristo a algo «solo espiritual» o «personal».
El Papa afirma que el Reino de Cristo incluye :Las leyes humanas, Las instituciones sociales y políticas, Las costumbres y la vida pública.
El papel de Jesús como Redentor, y para la mayoría de los modernos como mero maestro espiritual, se ha enfatizado tanto que se ha olvidado en parte que también era —tal y como explica el Papa Pío XI en primer lugar— Rey, como lo demuestran varios salmos, en especial los Salmos 2 y 110, que se denominan mesiánicos y que, de hecho, se han relacionado con Cristo, habiéndolos aplicado Él mismo en los Evangelios.
Además, los Evangelios insisten a lo largo de toda la historia de su vida en el carácter real de Jesús. Más allá de lo expuesto, hay un hecho que, cuanto menos, gobierna todo: Jesús no nació en la casta sacerdotal, la tribu de Leví, sino en la casta real, la tribu de Judá, en la casa de David, y lleva el título de <<Hijo de David>>[15], un título que el pueblo judío reconocía en Él.
Se dice expresamente en el relato de su concepción (cf. Lc 1,26-38), en el momento de su bautismo y, finalmente, como Él mismo proclama ante Caifás, <<Dinos si eres tú el Cristo, el Hijo de Dios>>. Jesús le respondió: <<Es como has dicho>> [16]
Este título de “Hijo de Dios” lo ostentaba el rey israelita, pero en aquel entonces estaba ligado a su función, no al individuo. <<En el caso de Cristo, por supuesto, es diferente, ya que es Hijo de Dios como Verbo Divino; pero, no obstante, lo importante es que lleva este título como hombre, y sobre todo como rey, como lo muestran los Salmos 2 y 110>>.[17]
Los Evangelios insisten en este título de Rey para Jesús, sobre todo en el Evangelio de San Juan, donde su realeza se afirma hasta dieciséis veces. El título de Salvador del pueblo pertenece, como decíamos, al rey israelita, mientras que el nombre de Mesías era su designación específica; el rey era el ungido del Señor, ya que era la unción sagrada la que significaba su adopción como hijo y le confería el poder divino. A diferencia de esto, Jesús es el poseedor absoluto del título, al ser el Único Hijo del Padre, hecho que se constata en el acto realizado en su nacimiento, cuando Jesús fue además reconocido como rey por los Magos.
La figura del Mesías, el glorioso Rey de todo el universo, ya había aparecido en el texto profético de Daniel:
<<Miraba yo en la visión de la noche, y he aquí con las nubes del cielo venía uno como un Hijo de Hombre, que vino hasta el Anciano de Días, y le hicieron acercarse delante de él. Y le fue dado dominio, gloria y reino, para que todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieran. Su dominio es dominio eterno, que nunca pasará, y su reino uno que no será destruido>>[18]
Pero hay un hecho, y aquí rescatamos lo que Pío XI magníficamente expuso en Quas Primas:
“Es Rey, además, por derecho de conquista, ya que nos redimió con su Sangre”, y fue en la cruz donde se dio ese derramamiento. Es entonces la crucifixión la expresión más completa de la realeza de Cristo.
<<La humillación suprema, de la cual la humillación del rey israelita no era más que una pálida imagen, coincide aquí con la victoria suprema. Cristo mismo llamó a su ordalía una resurrección>>[19], y el Evangelio de San Juan relaciona estrechamente la realeza de Cristo con la resurrección en la cruz, <<Ahora es el juicio de este mundo, ahora el que gobierna este mundo va a ser echado fuera, y yo, cuando haya sido levantado de la tierra, atraeré a todos a mí». Con estas palabras, Jesús daba a entender de qué modo iba a morir>>[20].
De manera similar, en el encuentro con Nicodemo, Jesús dijo:
<<Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado, para que todo aquel que en Él cree, no se pierda, más tenga vida eterna>> [21]
La elevación en la cruz ya es la elevación a la diestra de Dios <<A este Jesús resucitó Dios… exaltado por la diestra de Dios>> [22]
<<La crucifixión tiene, por tanto, un doble aspecto: sacerdotal y real. Sacerdotal, porque Cristo actúa aquí como Sumo Sacerdote, realizando el sacrificio del que Él mismo es víctima>>.[23]
Pero este sacrificio también adquiere un carácter real, en primer lugar porque Jesús así lo quiso: la inscripción fijada en la cruz, el titulus crucis, que daba el motivo de la condena, decía: «Jesús de Nazaret, Rey de los Judíos». Fue Pilato quien la escribió, y San Juan lo enfatiza añadiendo que Pilato no cambió nada, a pesar de las protestas de los sacerdotes judíos[24] atestiguando así, a pesar de sí mismo, ante el mundo y desde entonces, que Jesús murió como Rey.
Hablando de Cristo, San Pablo escribe <<Porque en Él fueron creadas todas las cosas, las que están en los cielos y las que están en la tierra, visibles e invisibles… Y Él es antes de todas las cosas, y en Él todas las cosas subsisten[25]>> .Y Jesús mismo proclamó, <<Toda autoridad me ha sido dada en el cielo y en la tierra[26]>>.
Además de lo ya expuesto, estos dos textos nos dan el fundamento de la realeza universal de Cristo. Por tanto, ¿quién es el verdadero Rey del Mundo?.
Las afirmaciones de Alveydre y Guénon, cuanto menos, entran en conflicto con lo expuesto. Y esto puede verse en dos vertientes: una, la de negar a Cristo, propia de Alveydre y de los seguidores de la sinarquía; y otra, de raíz gnóstica, en la cual Cristo se asimila solo a un “maestro espiritual” que estaría forzado a ser parte de la cadena de aquellos que han venido a hablar de la supuesta única tradición, posición esta propia de Guénon, quien utiliza a Melquisedec como uno de los supuestos representantes de dicha tradición y del centro desde donde se dirige todo, lo que no es otra cosa que una idea errada, o cuanto menos, pura fantasía.
En Defensa de Melquisedec
Hagamos una breve recapitulación. Todo se inicia con la idea de la supuesta tradición primordial, la cual postula la unión de todas las religiones bajo un tronco común. Según esta visión, en su sustrato no habría más que una única sabiduría, transmitida de generación en generación y adaptada a cada cultura. Esta tradición esotérica sería guiada por un ser “iluminado” que legisla desde un centro oculto, el llamado «Rey del Mundo», desde donde conduce los destinos espirituales de la humanidad.
Pórtico Norte Catedral de Chartre, a la izquierda Melquisedec llevando pan y vinoEntre los esoteristas del siglo XIX y los ocultistas, la presencia de este ser cambia de acuerdo a supuestos deterioros sociales que harían que cambie o mude la locación de su reino secreto, subterráneo, dando con esto lugar a finalizaciones y nacimientos de nuevas eras. Este ser se manifiesta solo a algunos elegidos, a través de ciertos avatares o bodhisattvas.
Esta figura adopta distintos nombres según la época o el esoterista que la interprete: Christian Rosenkreuz para Steiner, Metatrón para Saint-Yves d’Alveydre, Chakravartin para Ossendowski, e incluso Melquisedec para quienes buscan anclar esta construcción simbólica en la tradición bíblica. Dicho esto, nos preguntamos: ¿Y por qué Melquisedec? Porque el relato bíblico lo presenta como rey y sacerdote, sin genealogía ni descendencia, figura que ha resultado muy atractiva para los autores esotéricos de los siglos XIX y XX, quienes —frecuentemente abusando del simbolismo cristiano— pretenden identificarlo con el jefe oculto de una supuesta jerarquía iniciática universal.
Este Rey de Salem es sacerdote del Dios Altísimo y, a su vez, rey, lo que permite la fusión de la realeza y el sacerdocio universal, ya que no tiene genealogía. Y es a partir de esto que surge un verdadero maremágnum de ideas, que en conjunto solo tienen sentido en la mente de los buscadores del secreto de lo inmanente. Estos colocan a esta figura como la imagen del supuesto “Rey del Mundo”, lo que permite —como consecuencia final— rebajar la realeza y el sacerdocio supremos de Cristo. Sin embargo, esta lectura desfigura gravemente el verdadero sentido cristiano de esta figura, pues pretende reemplazar la realeza y el sacerdocio únicos de Cristo por una supuesta casta de iniciados que actuarían en su lugar o por encima de Él.
A esto debemos oponer la enseñanza firme de la Iglesia. Santo Tomás de Aquino, al comentar el carácter indeleble de los sacramentos, explica que los fieles participan del sacerdocio eterno de Cristo según el orden de Melquisedec, pero no como pertenencia a una orden secreta, sino como participación real y objetiva a través del Bautismo, la Confirmación y el Orden Sagrada. Así lo confirma la Summa Theologica[27], al mostrar que este carácter sacramental es verdaderamente un «carácter crístico»: una participación en la triple función de Cristo como Rey, Profeta y Sacerdote>>. Esta participación no se basa en una “iluminación” esotérica, ni en una genealogía oculta, sino en el don del Espíritu Santo, que actúa en el alma del fiel por medio de los sacramentos instituidos por Cristo.
<<Por lo tanto, el carácter sacramental no es más que cierta participación <<de los fieles de Cristo… en su sacerdocio; en el sentido de que, así como Cristo tiene el pleno poder de un sacerdocio espiritual, sus fieles son semejantes a él al compartir cierto poder espiritual con respecto a los sacramentos y a las cosas pertenecientes al culto divino>>[28]
Como bien expone la Epístola a los Hebreos[29], el sacerdocio de Melquisedec es «a semejanza del Hijo de Dios» —y no al revés—. Cristo no pertenece a un orden preexistente, Él es el modelo eterno al cual Melquisedec apunta como figura. Por tanto, todo intento de invertir este orden, haciendo de Melquisedec el arquetipo y de Cristo un “iniciado más”, resulta no solo teológicamente erróneo, sino espiritualmente peligroso.
Pero es necesario considerar que <<los sacramentos tienen dos fines: por un lado, conferirnos la gloria celestial, y por otro, estamos destinados a recibir o conceder a otros cosas pertenecientes al culto de Dios. Y esto, propiamente hablando, es el propósito del carácter sacramental [el sello indeleble conferido por el bautismo, la confirmación y el orden sagrado]. Ahora bien, todo el rito de la religión cristiana se deriva del sacerdocio de Cristo. En consecuencia, es claro que el carácter sacramental es especialmente el «carácter crístico»,a cuyo carácter se asemejan los fieles en razón de los caracteres sacramentales, que no son otra cosa que ciertas participaciones en el sacerdocio de Cristo, que fluyen de Cristo mismo>>[30]
Esta es también la razón por la que el sacerdocio de Cristo es ‘según el orden de Melquisedec’, como nos informa la Epístola a los Hebreos[31]. ¿Por qué es este sacerdocio superior al de Aarón? Porque Melquisedec es ‘sin genealogía’ (agenealogètos[32])<<Entrar en el orden sacerdotal melquisedeciano es entrar en un sacerdocio que no se transmite por nacimiento, como el sacerdocio de Aarón, que pertenece a la tribu de Leví y requiere una madre judía. En otras palabras, el sacerdocio cristiano no está ligado a una casta, no está conectado con una transmisión por sangre, sino con una transmisión por el Espíritu Santo. Aquí nos encontramos en un ámbito cultural bastante diferente al de los brahmanes en el hinduismo [En los que se inspira Alveydre y Guenon[33]], que solo se explica si admitimos que el sacerdocio crístico constituye correctamente la forma suprema del sacerdocio universal. Ciertamente, sigue siendo una forma y no la esencia misma del sacerdocio (lo que nos remite al misterio trinitario). Por eso este sacerdocio se denomina «según el orden de Melquisedec», es decir, más exactamente (del hebreo «al-dibrati») «a la manera de», «según el tipo melquisedeciano»: Cristo no es miembro de un orden a cuya cabeza estaría Melquisedec; sino, por el contrario, es Melquisedec quien es «a semejanza del Hijo de Dios» (aphômoiômenos-a hapax-tô uiô tou théou[34], >>[35]
Incluso el discípulo de Guenon J. Tourniac[36], Muestra un dossier Patristico en donde se demuestra que no se puede aceptar la interpretación guenoniana respecto al «rey de Salem», la cual considera que la forma del sacerdocio cristiano tendría que considerarse como una manifestación del sacerdocio «agartico» como tal, es decir supeditado al supuesto Rey del Mundo Alveydre-guenoniano, que por lo antes expuesto queda en evidencia la falsedad de este supuesto. Y es que el acto de Reyesia de Cristo, Reyesia que es conquistada como decía Pio XI Es Rey, además, por derecho de conquista, ya que nos redimió con su Sangre” el cual esta íntimamente ligado a su Sacerdocio, que es a través del cual como hemos expuesto en que se deja en evidencia que la tesis Guenoniana, no solo del rey del mundo, sino de Melquisedec como una figura de tal ser, es cuantomenos falsa, a esto el profesor Borella suma <<debo añadir que, aunque el sacerdocio «melquisedeciano» de Cristo carece de genealogía, es independiente tanto de la «raza»[37] como de la sangre, su poder operativo reside, sin embargo, en la Sangre del Verbo crucificado. Pero esta ya no es la sangre transmitida por la naturaleza, sino la Sangre derramada y comunicada por el Espíritu. La Sangre sigue siendo, pues, el vehículo de la Alianza. Mediante el derramamiento de su Sangre, Jesucristo, el judío, hace de la comunidad de creyentes el nuevo Israel, pues «la salvación viene de los judíos[38]>>[39]
En consecuencia, debemos afirmar con claridad que el verdadero «rey del mundo» no es un maestro oculto que guía a una élite iniciada desde las sombras de la historia secreta. En realidad, es Jesucristo, el Verbo encarnado, Rey del universo y Sumo Sacerdote eterno. Su sangre, derramada en la cruz y comunicada a través del Espíritu, constituye el verdadero centro espiritual de la humanidad redimida. Así, Melquisedec, rey y sacerdote de una orden, se presenta como una figura que apunta hacia Cristo, quien es el modelo eterno de dicha orden.
Jhon Carrera JMJ
Deja un comentario
[1] Pienso aqui en el fulano Druvalo Melquisedec por ejemplo
[2] (Verlinde, 2012)As imposturas anticristãs
[3] (Verlinde, 2012)
[4] (Blavatsky, 2013) La Doctrina Secreta
[5] (Guénon, 2002) El simbolismo de la cruz
[6] (Guenón) El Rey del Mundo
[7] El Apogeo de los Delirios de René Guénon en “El Rey del Mundo” Octavio da Cunha Botelho
[8] da Cunha Botelho op. Cit.
[9] (Borella, 2004) Christ the original mystery
[10] (Guénon) Apreciones sobre el Esoterismo Cristiano
[11] (Verlinde, 2012)
[12] Alocución del P. Leonardo Castellani https://www.ivoox.com/en/p-leonardo-castellani-el-anticristo-audios-mp3_rf_6221096_1.html
[13] De los nombrados solo Comenio quizás sea el más conocido, el resto son todos personajes desconocidos o de poco dominio público, Schwaller de Lubicz, quien estuvo durante toda su vida sumergido en el mileu ocultista de Paris aseguraba a A. Vanderbroeck que <<quienes dirigen el mundo no son políticos, economistas, banqueros o la realeza sino un grupo de hombres desconocidos continuadores de la sinarquía>> Ver Al-Kemi: A Memoir : Hermetic, Occult, Political, and Private Aspects of R.A. Schwaller De Lubicz
[14] Cor 6,20
[15] Mt 1,1; Lc 1,32-33
[16] Mt 26,63-64
[17] (Hani) Sacred Royalty
[18] Daniel 7:13-14
[19] (Hani, 2011)
[20] Juan 12,31ss
[21] Juan 3:14-15
[22] Hechos 2:32-33
[23] (Hani, 2011)
[24] Juan 19:19-22
[25] Col 1:16-17
[26] Mt 28:18
[27] ST III, q.63, a.3 y a.5
[28] (Borella, 2004)
[29] 7,3
[30] (Borella, 2004)
[31] 5:6, 7:1-18
[32] , Heb. 7:3
[33] Comentario mio
[34] Heb. 7,3
[35] (Borella, 2004)
[36] (Tourniac) Melkitsedeq ou a Tradição primordial.
[37] Heb. 7:6
[38] Jn. 4:22
[39] (Borella, 2004)
Más info en https://ift.tt/xpTDgqJ / Tfno. & WA 607725547 Centro MENADEL (Frasco Martín) Psicología Clínica y Tradicional en Mijas. #Menadel #Psicología #Clínica #Tradicional #MijasPueblo
*No suscribimos necesariamente las opiniones o artículos aquí compartidos. No todo es lo que parece.
No hay comentarios:
Publicar un comentario