Llegamos entonces a la última entrada de todas las que hemos dedicado a comentar el Sermón exhortatorio de San Bernardo a los Templarios, Laude novae militiae, o Elogio a la nueva milicia templaria.
El recorrido hecho por el Santo abarca la geografía de los lugares de Tierra Santa que el templario tendrá que proteger; pero no solo es un itinerario físico, sino también espiritual. A lo largo de lo que hemos expuesto, esperamos haber ayudado al lector a comprender que San Bernardo está pidiendo a la Milicia no solo un código de ética guerrera, sino toda una actitud espiritual para poder tomar el título de Militia Christi y, consigo, el de Templario.
Aboquémonos entonces, en esta última entrada, a exponer un poco qué nos dice el Santo en los dos últimos capítulos: Betfagé y Betania.
Betfagé
Sobre este poblado, el Santo desarrolla el capítulo XII del sermón, el cual nos recuerda a los doce apóstoles. Considerando que el sermón posee XIII capítulos, no es entonces casual que San Bernardo escogiese esta cantidad; ya que, así como emula en número a aquellos que estuvieron con Cristo —incluyéndolo a Él—, del mismo modo nos habla de dos cosas: simbólicamente, el doce expresa la completitud de un ciclo, y el trece un nuevo inicio (una nueva pero eterna alianza, dirá Nuestro Señor).
El capítulo inicia con un interrogante cuando menos interesante: <<¿Qué podrá decir de Betfagé, la Aldea de los Sacerdotes, de la que por poco me olvido, la que guarda el sacramento de la confesión y el misterio del servicio sacerdotal? Efectivamente, Betfagé quiere decir “casa de la boca”>>[1]
Capítulo, entonces, que va dirigido a la predicación de los sacerdotes y que apunta al deber de favorecer la confesión. Es como si, después de hablar del sepulcro, recordase la importancia de la penitencia para que el templario no caiga en la segunda y eterna muerte.
Pero más allá de esto, hay algo también interesante: parece que este capítulo lo escribiera pensando en los futuros capellanes de la Orden, independientes de los obispos, que poseerían la facultad de perdonar todo tipo de pecados a los, asimismo, futuros postulantes del Temple. Y si esto que esgrimimos es correcto, entonces implicaría un claro proyecto elaborado por el Santo en colaboración con sus amigos templarios —pienso claramente en Hugo de Payens y Godofredo de Saint-Omer—, proyecto que sería aprobado en 1139 y que tendría al Santo como su mayor arengador.
<<Los sacerdotes, ministros de la palabra, deben proceder con mucho tacto y poner gran cuidado para conseguir que, al insinuar en el corazón de los pecadores las palabras que los mueven al temor y al arrepentimiento, lo hagan con suma delicadeza, para que no les espante la confesión. Y abrir de tal manera los corazones que no cierren sus bocas.>>
Esto último nos lleva a recordar que la Orden tenía sus propios capellanes y que esto había sido concedido por el mismo Papa, Inocencio II, en la bula Omne datum optimum. Así, el templario tenía el resguardo de proteger su alma del pecado; pero el Santo pide a los futuros sacerdotes de la Orden que vayan con cuidado, para que el monje guerrero no se aparte de la confesión. Tengamos presente que estos hombres, que vienen del mundo secular, pertenecen a la casta guerrera, y muchos de ellos, tocados por la indolencia, no necesariamente se reconocían pecadores.
La Regla de la Orden exigía a los hermanos confesarse exclusivamente con los capellanes templarios, salvo en caso de fuerza mayor y con el consentimiento de sus comendadores.
<<Los capellanes superan las faltas en nombre de Cristo y bajo el permiso del Papa, única autoridad de la que dependen, al igual que todos los miembros de la Orden. Sin embargo, existen faltas graves que el Papa se reserva el derecho de juzgar: la muerte de un cristiano (ya sea hombre o mujer), la agresión a un hermano acompañada de derramamiento de sangre o a un sacerdote, la entrada en la Orden por simonía y el ingreso en el Templo de un monje.>>[2]
Y todo lo dicho nos lleva inevitablemente a repensar el hecho de la presencia en el Temple de caballeros excomulgados, asunto dificultoso e inquietante, ya que existe una contradicción entre las traducciones de la Regla. En efecto, <<el artículo 12 se titula en el texto latino “De los hermanos que parten a través de las diversas provincias”. El mismo artículo en la Regla francesa se titula “De los hermanos excomulgados”. Empieza así: “Allí donde sepamos que hay reunidos caballeros excomulgados, allí os mandamos que vayáis, y si los hay que quieran venir y sumarse a la Orden de caballería de Ultramar, no debéis esperar de ellos tanto el provecho temporal como la salvación eterna de sus almas”.>>
Pero esto es muy distinto al texto de la Regla latina: <<Allí donde se sepa que hay reunidos caballeros no excomulgados, dígase que hay que acudir, sin tanto considerar la utilidad temporal como la salvación eterna de sus almas.>>[3] Parece que el Temple se tornó, en un punto, en un medio de expiación de culpas para los caballeros excomulgados —para rabia de algunos obispos—, pero también era necesario capitalizar todo capital humano, ya que en el siglo XIII la guerra en Tierra Santa se había recrudecido y se necesitaban hombres para la protección de los reinos latinos.
Debe considerarse que, más allá del deber de cuidar a los peregrinos y los caminos, los templarios eran el único ejército permanente en ejercicio de defensa de los cristianos, y esto se hacía con hombres. Así, la Orden entonces pudo ser un medio de penitencia y, por tanto, de reconciliación.
Por último, y no menos importante, es considerar que el capítulo Betfagé nos plantea la necesidad de la presencia del sacerdote en la Orden. Como ya dijimos, esto se convirtió en un hecho, ya que el Papa concedió a la Orden tener sus propios capellanes. Esto último es importante tenerlo en mente, dado que una de las acusaciones —sin base— que se levantarán contra la Orden será exactamente que:
<<Los acusadores del Temple han dicho una y otra vez, igual que los numerosos críticos, que los templarios se confesaban mutuamente sus faltas y, sobre todo, que los presidentes de los capítulos se reservaban heréticamente el poder de perdonar los pecados para que la gravedad de éstos no se filtrara al público. Pero entonces, ¿por qué hay retractaciones tan detalladas referentes a los capellanes, a sus derechos y deberes y a las sanciones que les afectan en caso de incumplimiento? ¿Y por qué esa relativa reserva en lo referente a las faltas más graves?… El error (voluntario por parte de Felipe el Hermoso y sus jueces) proviene de la confusión entre las faltas contra la disciplina templaria, que son “temporales”, y los pecados, que son de naturaleza espiritual. Las primeras fueron castigadas por el capítulo aplicando la Regla. Los segundos correspondían al capellán en virtud de los poderes que tenían del Papa. La distinción es de una importancia capital.>>[4]
Betania
Llegamos entonces al último capítulo, el cual el Santo enumera con el número XIII, que significa el inicio de un nuevo ciclo, en un estadio superior. Aquí San Bernardo rememora uno de los atributos por los que serán más destacados los templarios y que será su principal arma de defensa contra los acechos de los tres enemigos (el demonio, el mundo y la carne): me refiero a la obediencia.
Y es que por uno de los atributos por los que fue más conocida la Orden fue por su disciplina, la cual fue alabada por amigos y enemigos. Disciplina que solo es fruto del voto de obediencia que debía el caballero una vez ingresado en la Orden. Esta obediencia llevará a los templarios a acciones que son de gran admiración y que hoy serían muy difíciles de ver, a menos en personas consagradas o que viven en profundidad la fe. Acciones en el campo de batalla demuestran cómo el voto de obediencia llevó al Temple a grandes proezas.
La batalla de Montgisard, el 25 de noviembre de 1177: en ella Balduino IV derrotaba a Saladino, expulsándolo de Tierra Cristiana. Una batalla librada con minoría de tropas cristianas. Saladino, observando su ventaja numérica, procedió a atacar. Este, al dividir sus tropas en dos, fue sorprendido por Balduino y su pequeño ejército, que lo atacaron logrando vencerle y ponerlo en fuga. Fue fundamental la participación y liderazgo de los templarios comandados por su maestre Eudes de Saint-Amand, sin los cuales la victoria hubiese sido inalcanzable.
Sobre esta gesta, Ralph de Diceto, cronista inglés, nos dice en su Ymagines Historiarum, dándonos una crónica de estos hechos. Es significativo cómo describe al Temple en batalla y destaca su disciplina:
<<Eudes, maestre, como Judas Macabeo, disponía de 84 hombres que le acompañaban. Cabalgando juntos como un solo hombre, cargaron contra el enemigo sin desviarse a la izquierda ni a la derecha. Cuando reconocieron el batallón al mando de Saladino, se dirigieron valientemente hacia él, lo penetraron de inmediato sin dejar de abrirse paso a golpe de espada. Pusieron en fuga al musulmán, lo atacaron ferozmente y lo hicieron huir montando a lomos de un raudo caballo, y sin malla para poder correr más rápido, escapando apenas con unos cuantos de los suyos.>>[5],
Esta crónica destaca el hecho —como otras muchas— de su acción “como un solo hombre”; es decir, su disciplina impecable en el campo de batalla. Disciplina que es resultado de un voto específico: el de obediencia. Y no solo obediencia a sus maestres, a la Regla de la Orden o al Papa, sino al mismísimo Cristo y a su Iglesia. La entrega de los templarios fue tal que no debe dudarse de su lugar entre los mártires. Esto llevó a que, como Ralph de Diceto, otros los catalogaran como los nuevos Macabeos.

En 1137, Zengi el Sanguinario, atabeg de Mosul, atacó el condado de Trípoli, y los templarios acudieron a defender el castillo de Montferrand. Junto a las tropas del rey, el segundo gran maestre, Robert de Craon (1136–1149), participó en la batalla de las llanuras de Ascalón, en el lugar de Takua [Tecué]. Tras una victoria inicial, el grueso de las tropas francas —desoyendo las advertencias de los templarios— se desbandó para correr al pillaje. Los musulmanes, al percatarse, se reagruparon y cayeron sobre los saqueadores. A pesar de los esfuerzos del gran maestre y sus caballeros, la derrota cristiana fue total: tan solo dieciocho templarios escaparon con vida.
Guillermo de Tiro describió a Robert de Craon como <<un hombre de santa memoria en el Señor; un excelente caballero y vigoroso en las armas, noble en la carne y en su conducta>>. El patriarca de Jerusalén, parafraseando las Escrituras, dijo de los templarios muertos en aquella jornada:
<<Cual Macabeos de la Nueva Alianza han combatido para recuperar la tierra y poner en fuga a los paganos. Para conservar el Templo del Señor, famoso en toda la tierra, y restablecer en ella las leyes de Dios que estaban a punto de ser abolidas. Por ello el Señor Dios les será propicio con toda bondad y serán contados entre el número de los santos.>>[6]
Pero esta obediencia es clave no solo en la historia militar, sino también en el Sermón del Santo, pareciendo incluso ser el hilo subterráneo de todo el texto. Y no es una obediencia ciega, sino la obediencia cristiana, que es jerárquica: debiéndose totalmente a Dios Padre, a Cristo y al Espíritu Santo.
San Bernardo, al inicio de este capítulo, señala: <<La Casa de la Obediencia, que eso quiere decir Betania… allí Cristo platicó sobre los dos géneros de vida, sobre la admirable clemencia de Dios con los pecadores, sobre la virtud de la obediencia y los frutos de la penitencia.>>
Como decíamos, San Bernardo retorna al argumento con el que había iniciado: la milicia de los Templarios. Y encomienda la práctica de la obediencia como guardiana del Templo, todo ello en un lenguaje altamente poético:
<<Estas delicias del orbe, este tesoro del cielo, esta heredad de los pueblos fieles, todo esto, amadísimos, ha sido confiado a vuestra fe y se ha encomendado a vuestro valor y a vuestra prudencia.>>
En este punto, bajo el símbolo, lo que cuida el Temple no puede ser llamado de otra forma que un tesoro. Y la duda surge de si este pasaje se refiere solo a los tesoros espirituales del nuevo Templo, o si excitaría la imaginación de algún lector del pasado y lo llevaría a pensar en un tesoro físico. Y con ello, a la obsesión que parece haber cautivado no solo las mentes de quienes, ya en los siglos XIII y XIV, odiaban al Temple, sino también las del vulgo.
El Santo es claro: la obediencia, el servicio, la humildad y la castidad son claves para que el caballero templario —y así el Milites Christi— pueda llevar a culminación el sagrado destino que se le ha encomendado. De allí que la frase que hoy retumba, como si de un motto se tratase, aparezca solo en dos documentos: una carta de San Bernardo al conde Hugo de Champaña y el Sermón que el mismo Santo escribió para la Orden y que hemos comentado en estas entradas.
Por tanto, no nos equivoquemos ni caigamos en romanticismos. La gesta templaria es, sin duda, digna de honor, y hoy más que nunca debe ser rescatada por todo aquel que se diga cristiano. La batalla continúa, aunque el frente ha cambiado. La entrega y obediencia a Cristo son hoy más necesarias que nunca. Pero no debemos dejarnos engañar por los supuestos del romanticismo ni por los seudo-historiadores y buscadores frenéticos de misterios.
Es cierto, esta frase no fue de uso templario. Pero, si hemos de ser justos, ella describe con precisión el ideal del Temple, por el cual entregaron su sangre para que se uniera a la de Cristo en la redención. Nunca buscaron la gloria; la dejaron enteramente a Aquel que es Rey, Aquel que Impera y que Vence:
Non nobis Domine, non nobis,
Sed nomini tuo da gloriam.[7]
Jhon Carrera JMJ
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[1] Todas las notas son tomadas de San Bernardo de Claraval Elogio a la nueva milicia Templaria. (edicion Martin L., 1994)
[2] (Bordonove, 1995)La Vida Cotidiana de los Templarios en el Siglo XIII
[3] Extracto tomado de (Pernoud, 2005) Los Templarios
[4] (Bordonove, 1995)
[5] Revisión de las Cronicas de Ralph De Diceto Y De La Gesta Regis Ricardi Lucas Villegas Aristizabal Universidad De Salamanca
[6] (Alarcon, 2009) La Maldición de los Santos Templarios
[7] Famosa frase del salmo 115 << No a nosotros, Señor, no a nosotros, si no a tu nombre da la gloria>> gracias a los románticos del siglo XIX se asume que esta frase era una especie de enseña o moto de la orden y nada de esto parece ajustado a la realidad, como decíamos esta frase es usada solo en una Carta Epístola (XXXI) de San Bernardo al conde Hugo de Champaña en 1125 cuando este último iba a unirse a los caballero y en el sermón que hemos estudiado que dio San Bernardo a Hugo de Payens.
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