En el catálogo de la prestigiosa editorial Anagrama encontramos compilados en un único volumen y bajo el sugerente título de Relatos autobiográficos varios libros traducidos al español de Thomas Bernhard con cierta continuidad temática entre sí, narrados en primera persona y con muchos elementos basados en la vida de su autor.
En dichos libros constatamos también que otros tantos hechos y circunstancias han sido falseados en beneficio de la ficción literaria, quizás también para dar una visión más global de la época. El resultado general es una obra de gran ambición filosófica, histórica y literaria con un protagonista de corte entre picaresco y dickensiano que describe una época practicando una auténtica sabiduría de la supervivencia. Se trata, pues, de toda una obra maestra de la literatura del siglo XX.
Frente al “exiliado externo” que recuerda con añoranza su patria arrebatada, Bernhard es el “exiliado interno”, la conciencia crítica de la Austria más intolerante y pronazi, en la que el autor es, de nuevo, el observador atento de una realidad feroz, mucho más cruda que la observada por Stefan Zweig décadas atrás en una obra memorialística mucho más complaciente. Ambos relatos son, pues, falsos; ambas experiencias, la de Zweig y la de Bernhard, respectivamente, están literaturizadas; y ambas vivencias son, al tiempo, crudas y veraces. Bernhard narra sin un solo punto y aparte, con un característico estilo de frases largas, casi como la letanía de quien suelta un monólogo, haciendo gala de un estilo inimitable que ha marcado a toda una generación brillante de escritores españoles que, sorprendentemente, han leído su genial prosa traducida: Juan Benet, Javier Marías, Félix de Azúa o JA González Sainz son algunos eminentes ejemplos de esto.
El protagonista del primer libro, El origen, vive atrapado en un ambiente asfixiante que lo angustia: «Una ciudad que lesionó más bien su espíritu y su ánimo que lo penó y apenó ininterrumpidamente, directa o indirectamente, por faltas y crímenes no cometidos, y que sofocó en él la sensibilidad y el sentimiento, de cualquier naturaleza que fueran, y no una ciudad que fomentara sus dotes creadoras». Entramos de lleno en el mundo social de la represión y ese ambiente de inicio, en la juventud del protagonista, propiciará las primeras (y a partir de ese momento constantes) tentativas de suicidio en el narrador, porque el suicidio es el gran tema de la obra de Bernhard. Podríamos cifrar esta disyuntiva en un epigrama hamletiano: sucumbir o sobrevivir. Como Camus, Bernhard diría que «el suicidio es la única cuestión filosófica verdaderamente importante».
Las aproximaciones a dicho tema, tan cercano al autor, son siempre asépticas: «Su entrada en la habitación de los zapatos significaba el comienzo simultáneo de su meditación sobre el suicidio, y el tocar intensa y cada vez más intensamente el violín, un ocuparse intensa y cada vez más intensamente del suicidio». La música es un rasgo de estilo literario con unas frases líricas, armónicas, repetitivas y cargadas de hipotaxis sintáctica; pero también es otra constante en la obra de Bernhard, cuya visión del exterior emana siempre desde la introspección previa y la narración de las vicisitudes en tono picaresco de su protagonista.
La musicalidad se dará en esa repetición de palabras, temas, vivencias y obsesiones que atraviesa sus textos y que ejercen de leitmotiv musical. En cuanto al suicidio, más allá de exponerlo como tema de debate constante en la conciencia del protagonista a lo largo de su vida y desde edad muy temprana, también se da en el exterior: múltiples personas alrededor del protagonista se quitan la vida; pero a diferencia de ellos, el narrador, de nombre desconocido, siempre optará por la supervivencia frente al suicidio, incluso en los momentos más oscuros. Tal es la propia posición existencial de Bernhard, en este caso claramente enmascarado tras la voz que se desparrama al contarnos su historia.
Un niño de la época
Como tantos otros niños de la época, ese niño, que no es otro que aquel que fue el propio Bernhard, empieza a tomar clases de violín, con un tal profesor Steiner: «La música que yo producía con mi violín era, para el profano, de lo más extraordinario, y para mis oídos de lo más logrado y excitante, aunque fuera también una música totalmente inventada que no tenía absolutamente nada que ver con las matemáticas de la música. Mi abuelo, que sufragaba esas clases de violín, expresión de mi talento sumamente musical, como le decía también siempre Steiner a mi abuelo, no era en el fondo más que una música que servía de fondo, diletantemente, a mis melancolías y que, como es natural, me impedía adelantar en mi estudio de violín».La justificación para esas clases la ofrece un poco más adelante: «La falta de esperanzas de enseñarme a tocar el violín, y sin embargo había sido sin duda deseo de mi abuelo hacer de mi un artista, el que yo fuera un ser artístico, ese hecho, lo había inducido necesariamente a hacer de mí un artista».
Escribe Bernhard que «los instantes de alegría y de felicidad que he vivido en esa ciudad pueden contarse con los dedos de una mano, y los he pagado muy caros». Y añade: «Porque todo lo que hay en mí se refiere y se remonta a esa ciudad y a ese paisaje, ya puedo hacer y pensar lo que quiera, y cada vez tengo más conciencia de ese hecho, un día tendré una conciencia tan viva de él que, por ese hecho como conciencia, pereceré». Podría hablarse, para estas líneas, de pesimismo o incluso de existencialismo, en esa constante repetición de temas, opiniones y expresiones en los que parece que no se avanza nada; si bien es por la musicalidad ínsita a los mismos que yo prefiero hablar de “variaciones” cuando se trata de la obra de Thomas Bernhard.
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