Leamos aquello que Jack Kerouac dejó profetizado hace más de medio siglo: «Así que no creéis en Dios. Así que todos sois unos marxistas y unos freudianos sabelotodos, ¿eh? ¿Por qué no volvéis dentro de un millón de años y me decís entonces qué pensáis, ingenuos?». Y aunque nuestra perspectiva temporal no llega a ser lo suficientemente dilatada, según el criterio de Kerouac, quizás podamos empezar a vislumbrar, en nuestros días, hasta qué punto el tránsito intelectual de los movimientos de izquierdas en los años 50 resulta fundamental para entender el actual auge de las minorías dentro de nuestro paradigma cultural.
Porque aún no nos hemos despojado del nefasto virus del marxismo y el freudismo, al decir de Kerouac, como enfermedad del espíritu en el signo de los tiempos. Para entender el auge de dichos movimientos, su readaptación al discurso de las minorías, cabe añadir que su trasfondo cultural e histórico es claro: tiene lugar tras el enfrentamiento entre la sociedad de masas europea (representada en el fascismo y el comunismo) contra un individualismo norteamericano cada vez más desinhibido.
Frente a los demás tipos de hippismo, la cosmovisión beat (y, sobre todo, la enorme dimensión mística presente en las narraciones de Jack Kerouac) fue capaz de anteceder cronológicamente y superar en capacidad de comprensión a los movimientos supuestamente subversivos de la época. Sin un horizonte divino, la verdad es patrimonio de cada minoría diseñada a imagen y semejanza del individuo. Tras el fin de la IIGM, los Estados Unidos de América se enfrentaban a un nuevo enemigo: el terror rojo. La fascinación de los intelectuales por la izquierda comenzó a ser perseguida; y con la persecución del mccarthismo, llegó una nueva forma de intelectualidad norteamericana ajena tanto a la alabanza del american way of life como a la tentación utopista del sueño bolchevique: la “generación beat”.
Frente al materialismo de unos y otros, los beats proponían el retorno a la espiritualidad: tanto en la tradición propia, representada por el catolicismo, como en el interés por el budismo y otras tradiciones orientales en principio ajenas para el sujeto occidental; así pues, donde, tan solo unas décadas antes, la “generación perdida” proponía un pequeño remanso de hedonismo en medio de la decadencia, los beats ambicionaban algo superior que tenía más relación con la trascendencia… Aunque no por ello escribieran mejor que sus maestros, necesariamente. En ese sentido, siendo igualmente realista el alcoholismo de Hemingway y de Kerouac, existe un evidente trasfondo espiritual en la adicción del segundo que, sin embargo, resulta mucho más difícil de encontrar en el materialismo del primero.
A los problemas de la clase trabajadora se sumaron ciertas reivindicaciones “identitarias” (hoy en boga, a izquierda y derecha del tablero político) como las de los negros o los queer; y, ante esas nuevas identidades “de género” o raciales, los hombres blancos nacidos en el mundo urbano de floreciente prosperidad material decidieron mirar hacia el existencialismo europeo de Jean-Paul Sartre o Albert Camus para mejor desarrollar su propia reivindicación frente al triunfo del capitalismo: una proclama existencial de autenticidad. Esa es, en definitiva, la verdadera especificidad del movimiento beat desde un punto de vista meramente metapolítico.
Frente a las reivindicaciones raciales, de clase o de género, los beat hicieron del dasein el centro de su obra, demostrando que existe una nueva individualidad inasequible a los tentáculos de una tentación en apariencia mucho más inocua, cuando no abiertamente banal: el aburrimiento; y justo ahí es donde se explican los viajes de William Burroughs o las adicciones de Kerouac: es la búsqueda de algo más que un horizonte burgués de la existencia. En su deseo de ser, más que de existir, la generación beat demostró su tan necesario papel como continuadora de los empeños surrealistas por una existencia y por una estética ligadas en su enorme ambición innovadora.
Igual que Julio Cortázar en hispanoamérica, Kerouac encuentra para los Estados Unidos un modelo estético mucho más popular que el surrealismo para acercar esa nueva estética existencial a los jóvenes: el jazz. Y es que, en el jazz, confluyen por igual las reivindicaciones acerca de las costumbres sexuales, los problemas económicos, las identidades raciales y, por encima de todo ello, las angustias existenciales… Sí, hay en el jazz de Charlie Parker y Thelonius Monk y Miles Davies y John Coltrane un periplo místico que no es en absoluto menor al de los grandes poetas de la noche oscura del alma como Juan de la Cruz o el Maestro Eckhart.
Curiosamente, dos intelectuales de la talla de Theodor Adorno o Julius Evola demostraron en esos mismos años una total ignorancia acerca de las posibilidades del jazz, al que despreciaron cargados de prejuicios. La escuela de jazz preferida por Kerouac y tantos otros era el bebop, cuyo estilo destaca por ser extremadamente frenético, alocado y, digámoslo ya, sobre todo juvenil. El bebop es la aplicación estética de eso que Norman Mailer llamó «una infantil adoración del presente» en su ensayo The White Negro: Superficial Reflections on the Hipster (1957), que compone un texto clave para radiografiar el espíritu hippie. Un distanciamiento pleno de cualquier pasado o futuro que no se manifieste aquí, ahora.
Socialmente hablando, los hippies no suponen ningún cambio efectivo contra el orden imperante; pero desde otro punto de vista, que podríamos decir espiritual, esos herederos directos de la «desobediencia civil» tal y como la concibió en su día H.D. Thoreau suponían una amenaza directa contra el estado de cosas imperante tanto entonces como sobre todo hoy. Al fin y al cabo, seguimos a la busca de estilos de vida alternativos que propongan desmitificar el mal llamado “sueño americano” del que todos los despiertos de este presente simulado queremos escapar.
En estos momentos escribo, apenas a un mes y medio de distancia del regreso de Donald Trump a la Casa Blanca, contra un IV Reich en curso que, a un lado y otro del océano, pretende reafirmar una autoridad tecnocrática para mejor protegernos de nosotros mismos… Y hago eso que mejor sé hacer, escribir, recordando una cita de Mailer: «Lo que acecha a mediados del siglo XX es que la fe en el hombre se ha perdido, y el atractivo de la autoridad se ha convertido en la amenaza que nos aleja de nosotros mismos». Estas palabras son, pues, igualmente aplicables a nuestros días.
El discurso altamente etílico de Jack Kerouac/Sal Paradise, tan desengañado a consecuencia de su trato continuado con Neal Cassady/Dean Moriarty a lo largo y ancho de las carreteras de todo el país, defiende la posibilidad de vivir auténticamente: en busca del Dharma de cada cual; y creo, desde el presente, que a partir de la publicación de En la carretera (On the road, 1957), la cultura de Occidente en su conjunto no ha hecho otra cosa que regodearse en el nihilismo sin atender lo más mínimo a las cruciales enseñanzas del gran maestro beat. Después de la generación beat ha llegado el diluvio; y ahora por fin es el momento de que germinen de nuevo los Campos del Señor.
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