Imagen de: La metamorfosis/ Franz Kakfa
Nuestras existencias sólo son interesantes cuando por fin logramos dejar de lado a ese terrible compañero de fatigas: el teléfono móvil. Por eso creo que el periodismo de todo signo y condición, tanto en versión digital como impresa, debería dedicarse a un único asunto en exclusiva (y de forma ininterrumpida): las piezas musicales de Chet Baker y de Bill Evans y de tantos otros poetas malogrados de la soledad. Y a nada más que a eso. Cabe recordar, en ese sentido, lo escrito (y jamás cantado y sobre todo poetizado) por Bob Dylan: «¿Solitario? Ah sí / Pero ahora las flores y los reflejos / de las flores asisten a mi / soledad / Y será una soledad intensa / que, disolviéndose a fondo / en los abismos de mi libertad, / estará aún presente, al fin, / en mi canción».
Lo que escribe el Premio Nobel de Literatura más incuestionable y digno de ser reivindicado de los últimos decenios en su poema “Once epitafios esbozados” (11 Outlined Epitahps) es hoy más cierto que nunca; ya que es precisamente nuestra soledad, el contacto más íntimo con el ser, lo que comienza cuando necesariamente termina esa servidumbre voluntaria (y tan parasitaria) para con los teléfonos móviles y demás entelequias virtuales. Sí, justo ahí: lejos, muy lejos, de la despiadada tiranía de la información.
Hoy por hoy la información es mercancía; y, de hecho, es la mercancía sublimada de una pieza de mercado muy especial: aquella que, con un precio mayor o menor, cada uno de nosotros entrañamos. Dataísmo o Big-Data: de eso se trata; pero en realidad esa tiranía de la actualidad y de la acuciante necesidad de actualización que demanda el flujo constante de información, representa algo más soterrado: una apelación directa a nuestro cerebro mítico, una manipulación bruta de la estructura simbólica que se alimenta (y, con ello, nos predispone) por medio de la lógica sacrificial más pura: la del flujo informativo elevado a ritualística sacrificial del potlatch.
Detrás de la información, insistimos, hay una mano meciendo la cuna de nuestro inconsciente personal y colectivo: informar, tal y como lo entendemos hoy por hoy, no es más que una forma poco sofisticada de programar; y es a colación de este último término, relativo a la “programación” de la mente como si de un electrodoméstico más se tratara, que viene un comentario un poco más generalista: este verano, de vacaciones, se han puesto en contacto conmigo no pocos amigos para desearme éxito en la aparentemente inapelable tarea de “desconectar” durante las vacaciones.
Con ello se referían, tal y como creí entender yo, a ese privilegio que el hombre moderno se concede a sí mismo al permitirse disfrutar de unos muy escasos días al año en los que puede abstraerse del trabajo y también de la actualidad; o, en otras palabras, de la ya mencionada tiranía de la información. Para la hormiguita posmoderna que deja escapar su vida a chorros, por culpa del mero “estar” (contrapuesto, por lo tanto, al ser), un año se compone de once largos y angustiosos meses de enfermedad informativa y de apenas unos días (o si acaso, con suerte, semanas) de salud y “desconexión”. Pálidos consuelos, me parece a mí, cuando la muerte acecha, grácil, graciosa y poco gratificante, tras cada esquina.
En mi tan pálido consuelo, me regalé a mí mismo la lectura de un clásico reciente de la meta-auto-ficción: El colgajo (2018), del periodista cultural Philippe Lançon, en el que el atormentado superviviente al ataque terrorista contra Charlie Hebdo ocurrido el 7 de enero de 2015 da cuenta de su agonía durante el acontecimiento, así como del posterior proceso de recuperación. En medio de una escritura tan prolija en el detalle como precisa en la sintética selección de acontecimientos, Lançon se permite elogiar la huida de la información para una mejor entrada en otro plano más profundo de la existencia: el reino de la introspección.
Leamos, pues, lo que dice Lançon en su libro sobre la desprotección y el trauma (y no tanto sobre un atentado terrorista como a priori cabría esperar): «Hacía algún tiempo que ya no me sentía apto para ejercer un oficio de locos y enloquecedor que exigía amoldarse a un mundo que avanzaba demasiado deprisa y demasiado bruscamente para mí. La actualidad se había convertido en una galería de espejos repleta de lámparas sobrecalentadas que ya no iluminaban y alrededor de las cuales revoloteaban unos enjambres de mosquitos cada vez más estúpidos, moralizantes, publicitarios y nerviosos». Así pues, la enfermedad, sea del tipo que sea, siempre se presenta, más allá del grado de gravedad y demás desdichas, como el tiempo ideal para tomarse unas vacaciones de la verdadera enfermedad informativa.
Un poco más adelante, el periodista Lançon vuelve a revelarse, en mitad de su periplo por recuperar el rostro masacrado, contra la aceleración y el consumismo informativo: «Me mantuve firme en la decisión que nunca he lamentado: en la habitación, ni televisión ni radio. Habría tenido la sensación de ser víctima de una plaga de mosquitos»; y, tras leer el prudente edicto, a uno sólo le cabe añadir el dichoso teléfono móvil a esa sabia decisión de renuncia. Para concluir: «Sólo quería oír o soportar los ruidos directamente relacionados con mi propia experiencia, y hacerlo además en el mayor silencio posible, aún a riesgo de tener que poner espirales antimosquitos debajo de la cama». Porque para Lançon, el escritor que ha sabido sobrevivir y en cierto sentido reponerse al infierno por medio de la escritura, el verdadero infierno se le aparece con una faz mucho más banal que la de un terrorista armado: «información y entretenimiento en bucle».
Es así, en un tren de vuelta a Madrid donde me aíslo leyendo El colgajo (2018), un libro tan poco ambicioso como finalmente emotivo y descarnado, que por primera vez en mucho tiempo me permito soñar con quimeras sin tener que correr a reprochármelo después; y lo hago imaginando un periodismo cultural menos apegado a la tiranía de la información y un poco más centrado en aquello verdaderamente importante (y, precisamente por atemporal, siempre de actualidad): la obra de Bach y de Shakespeare y de tantos otros maestros dedicados a retratar la condición humana y muy especialmente una parte esencial de ella: la abrumadora presencia que la soledad tiene en ella.
Donde el coronel Kurtz aseveraba, en la célebre novela de Joseph Conrad: «el horror, el horror», por el contrario, me permito matizar aquí: la información, la información. Y esa manía insoportable de la puta actualidad. Y toda la basura mental que inoculan las redes sociales. Y finalmente la plaga compuesta por esos juntaletras cómplices que escriben encadenados al dictado de la última polémica estéril, efímera, y también vana. Recordemos, en ese sentido y para mejor concluir aquí, que la apolitheia evoliana es la única respuesta de autenticidad política que, al menos por el momento, nos es tolerada en este tiempo dañado al que hemos sido arrojados sin remedio.
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