Cuando los seguidores de Mircea Cărtărescu nos enteramos de que la editorial Impedimenta preparaba la edición de la última novela del autor rumano, un escalofrío nos atravesó el cuerpo (y siento no poder escribir aquí una metáfora cărtăresquiana para la ocasión), dado que la última noticia similar que habíamos leído, hace no tanto tiempo, era la publicación de los tres tomos de Cegador (El ala izquierda, El cuerpo, El ala derecha, 1996-2007) con traducción de la maravillosa Marian Ochoa de Eribe; y aún más atrás aún en el tiempo, la publicación de la novela más brillante de las últimas décadas (y una de las más brillantes de todas las épocas) salida de cualquier narrador europeo: Solenoide (2015).
Así pues, ya sabemos de qué hablamos cuando hablamos de un escalofrío: de ese tipo de temblor sagrado que recorre al devoto. Sobre todo cuando, a diferencia de lo que ocurría con Cegador, el nuevo vástago, de nombre Theodoros (2022), es una novela posterior a la pandemia del coronavirus; y por eso no extraña encontrarnos, una vez traspasado el meridiano de la lectura, un importante capítulo dedicado a la peste en Europa (una enfermedad de la que el protagonista acaba siendo presa). Porque Theodoros es, antes que la historia de un rey que no nació como tal, sino que llegó al trono por medio de la magia (y que después acabó arrebatándose la vida a sí mismo, con una pistola que le regaló la Reina Victoria, tras descubrir que «lo he sido todo y nada ha merecido la pena»), un libro de libros y un relato lleno de relatos que, mucho más allá de la ambición de Roberto Bolaño e incluso que la magnitud de Thomas Pynchon, se inscribe entre las mejores páginas de la Historia de la Literatura.
Los devotos de Solenoide esperábamos mucho de Cărtărescu… Y con Theodoros, desde luego, el rumano no nos ha decepcionado: su lenguaje barroco, recargado, exuberante, alcanza en su última novela unas cotas que le señalan como mejor heredero en prosa de aquello que el español Luis de Góngora logró arañar con su poesía… Y que es mejor dejar sin nombrar. Todo cabe en la novela, en esta falsa novela histórica que esconde dentro de sus innumerables capas narrativas cargadas de aventuras una no menos “falsa” novela fantástica; y que es a un tiempo una ucronía y una hagiografía, elevándose, por encima de ambas, como una gigantesca cosmogonía en cuya ambición teleológica y hasta escatológica cabe la memoria de un hombre que es, a su vez, la memoria de todos los hombres en todos los períodos de la Historia y el Mito.
Theodoros es lo más parecido que puede alumbrar el siglo XXI a lo que La tierra baldía (1922), de T.S. Eliot, supuso para el siglo XX: un bastión, frente a la hegemonía de los «hombres huecos» y su perversa obsesión por el Progreso, donde por contra cabe toda la belleza del mundo y toda la sabiduría de los hombres: «Tal vez haya mucha más verdad en las visiones, los sueños y la locura, en los cuentos y las invenciones que en los amores y las batallas del mundo real», porque «los poetas, los enamorados y los locos tienen la capacidad de transformar el sueño en esa alucinación mucho más extraña que llamamos realidad», y «Muchas veces incluso el hombre más íntegro alcanza en sueños eso que no puede obtener en el mundo y encuentra en el mundo lo que los sueños le niegan».
Theodoros es el último canto de Occidente a una Verdad que no se encuentra en este mundo; y también es un poema atemporal, escrito por una voz celestial situada más allá del tiempo, consagrado a una voz en segunda persona: a Theodoros los ángeles del cielo le hablan “de tú”, porque Theodoros es una figura histórica y un arquetipo y una delicia de la imaginación; y sobre todo porque Theodoros eres tú, querido lector, aunque por las páginas del libro se paseen por igual Alejandro Magno y la Reina de Saba y el rey Salomón y nos sean revelados los secretos de la Cábala y del Templo; e incluso se nos permita ver, a través de unas paredes transparentes, el nombre de Dios grabado en la superficie del Arca de la Alianza… Todo eso lo eres tú, atento lector.
El paisaje y el paisanaje de esta novela son descritos de forma profusa, expresionista, al punto de que el propio narrador, esa voz hecha de voces que nos habla desde el Cielo, se pierde (y pierde a su protagonista) hasta desaparecer entre las páginas del texto, aunque sea a través de su voz como nos sentimos guiados por un mundo que ya solo existe dentro de la cabeza de su autor, donde tienen cabida todas las historias y mitologías alguna vez concebidas… Y es que, si la imaginación es un don hecho por Dios para los hombres, Theodoros es el regalo que Cărtărescu le envía de vuelta al Creador.
Antes con Solenoide y ahora con Theodoros, esas dos obras hermanadas en sus notables diferencias estéticas y conceptuales, el neo-modernista Cărtărescu ha logrado aquello que solo Cervantes y Sterne y Flaubert y Joyce y Musil y muy pocos más lograron antes que él, en cierto sentido: reinventar el arte de la novela. Todos los géneros tienen cabida en el género donde, por definición, cabe cualquier delirio de la imaginación: la novela; pero esa cosmogonía que, a modo de poema épico en prosa, entraña Theodoros, es ante todo una muestra desatada de lo que una Bildungsroman (también llamada: “novela de aprendizaje”) es capaz. Partiendo de la Memoria como motivo, Cărtărescu acaba arribando en el Amor como sentido, tal y como leemos in extenso en estas palabras, que una madre, Sofiana, le escribe (si bien no le envía) a su hijo, Tudor, cuyo título real da nombre a la obra:
«Aunque hable las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe. Aunque tenga el don de la profecía y conozca todos los misterios y toda la ciencia, aunque tenga plenitud de fe como para trasladar montañas, si no tengo amor, nada soy. Aunque reparta todos mis bienes, y entregue mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, nada me aprovecha. El amor es paciente, es amable, el amor no es envidioso, no es jactancioso, no se engríe; es decoroso, no busca su interés, no se irrita, no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia, se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta».
Theodoros es un Atlas vastísimo e inconmensurable, tan fantástico como esos mapas llenos de grabados delirantes de la Edad Media, que despliega el Teatro de la Memoria de un hombre, Theodoros, en cuyo arquetipo se esconden todos los nombres: «Nadie puede escapar del cristal de su propia vida. Lo que está escrito en tu frente está ya fijado y acaba por cumplirse. El hombre corriente escucha su vida como si fuera una canción, nota a nota, sin poder imaginar qué vendrá después, incluso cuando la música traza bucles y volutas tras las cuales, si estás atento, puedes sentir y presentir lo que va a suceder. Pero el hombre elegido ve toda su vida en un relámpago, como se ve un cuadro o un icono, completo y deslumbrante bajo su cristal transparente».
Cărtărescu se atreve a conjurar con el más pintoresco de los lenguajes aquello imposible de conjugar: Todo… Y nada vale ese Todo, que no es sino vanidad de vanidades (como aclara una y otra vez el Cărtărescu más creyente del Dios encarnado en Cristo) sin el don de la fe: «Soy polvo y como todos los mortales mi conocimiento es vanidad a los ojos de Dios. Todo el conocimiento es Suyo, pues Él creó los cielos y la tierra y modeló a Adán con barro a Su imagen y semejanza, e insufló Su Espíritu en él, mientras que nosotros no podemos crear ni una hebra de los cabellos de un hombre. Todos gustaremos de la muerte después de haber vivido como ciegos, sin conocer la voluntad de Quien vuela sobre nubes, cuyos caminos son insondables. Sé que para un hombre la sabiduría significa sentir temor y estremecerse ante el único Dios, y adorarlo con toda su alma, con todas sus fuerzas y con todo su amor. El resto es fealdad y ciencia vana, que no merece el nombre de ciencia». Tal es la Palabra de ese coro de ángeles que escribe Theodoros bajo el nombre de: Mircea Cărtărescu.
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