No hay pueblo, cultura o civilización que no invoque a la fecundidad con sus cantos, himnos, danzas o amuletos, en definitiva a través de símbolos y ritos que actualizan esta energía, necesaria para que la rueda de la existencia se perpetúe en un movimiento siempre renovado. En el Antiguo Egipto, y en innumerables culturas, se buscaba atraer la fertilidad y la protección sobre todo aquello relacionado con el reciclaje de la vida, tal los instantes de tránsito de un estado a otro, como el del nacimiento de una nueva criatura, que se ponía bajo la advocación de entidades que reunían en sí lo gracioso y benéfico con lo terrible y desgarrador del alumbramiento. De ahí el aspecto grotesco, provocativo y a la vez simpático de muchos de estos símbolos condensadores de la poderosa energía de la vida y de la muerte, los cuales ejercían una acción facilitadora y protectora, ahuyentando a su vez las influencias nocivas.
Lo mismo cabe decir de los lares y penates, entidades protectoras del hogar entre los romanos, a los que dedicaban un lugar especial en la casa, un pequeño templo o altar donde se depositaban las estatuillas o bien se las pintaba en frescos. Entre ellos queremos destacar a los relacionados directamente con el período de embarazo de la mujer, el parto y el primer crecimiento del niño. Así tenemos a Carmenta, la protectora del parto, juntamente con sus hermanas Antevorta y Posvorta (con la misma función aparece la Lucina sabea o la Ilitía griega); Alemona, diosa encargada de alimentar al niño en el vientre materno; Decima, la diosa que protege a la madre y al hijo en el último mes de embarazo; Diespiter, dios que conduce al niño hacia la luz, justo en el momento de salir del vientre materno y Candelífera, la diosa a la que se enciende una candela de cera llegada la hora del parto. Cuva y Cunina son diosas que cuidan al niño en la cuna; Genita Mana, diosa del nacimiento y de la muerte; Intercidona, diosa provista de un hacha que vigila la puerta de la casa para evitar que Silvanus atormente a la madre durante el sueño; Rumina, la diosa que enseña al niño a mamar. Y sigue un largo etcétera de entidades que presiden cada una de las habilidades y capacidades que se van desvelando y desarrollando en el niño, desde los primeros balbuceos, hasta la articulación de palabras, el fortalecimiento de huesos y músculos, así como el aprender a andar, a cantar, a calcular, a contar, a salir y volver solo de la casa y muchas y muchas más; actividades y procesos que están estrechamente vigilados, protegidos y auspiciados por las energías invisibles que pueblan el universo sagrado.
Pero tal fertilidad y fecundidad no sólo se expresa en la tierra produciendo toda clase de mieses y frutos, o favoreciendo la reproducción y crecimiento de los animales y de los seres humanos, sino también en las manifestaciones culturales, intelectuales y artísticas; y sobre todo se trata de despertarla y abonarla en el alma. De hecho, el ánima puede ser un campo yermo y muy estéril o bien una “tierra” apta para ser fecundada por los efluvios del intelecto, los que la harán nacer a otras posibilidades de sí misma.
(continuará)
Imagen:
1. Lararium de la Villa romana de Carranque con Fortuna y otros dioses protectores.
Colección Aleteo de Mercurio 2.
Las diosas se revelan.
Mireia Valls,
con la colaboración de Lucrecia Herrera.
Ed. Libros del Innombrable, Zaragoza, 2017.
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