Casi un siglo después de la muerte de Howard Philips Lovecraft, su obra resulta más contemporánea que nunca. Su teología negativa en buena medida antecede y excede el siglo XX. A través de su mitología gnóstica, de claras implicaciones herméticas, que pretende superar el nihilismo (a la manera Nietzsche), hallamos un mundo donde el existencialismo casa con la filosofía oculta; lo arcaico se reúne con lo futuro; y lo arqueológico se abraza con lo cartográfico. Gracias a la contribución posterior de discípulos tan destacables como Thomas Ligotti o Matt Cardin; y alimentando nuevas escuelas filosóficas como el tan sobrevalorado «realismo especulativo» que, a pesar de su excesiva prensa, merece toda nuestra atención.
Lovecraft escribe a la manera de los lienzos monstruosos de Brueghel, de El Bosco, de Goya, de Odilon Redon, de Edvard Munch, de James Ensor, de Alfred Kubin, de Egon Schiele, de Lucien Freud o de Francis Bacon. Si «la conciencia es la pesadilla de la naturaleza» porque «ningún nuevo horror puede ser más terrible que la tortura diaria de lo cotidiano», no debemos encaminarnos a meditar sobre el suicidio, como proponía el célebre intelectual argelino, sino que debemos encontrar la manera de llegar hasta nuestro Destino para vivir con él y desde él. Con honestidad, pulcritud y coraje.
En ese sentido, Nick Land escribe: «El cibergótico descubre el pasado profundo en el presente cercano». Los monstruos ancestrales de Lovecraft también vuelven bajo la forma de una profecía siniestra que amenaza nuestro futuro. De nuevo Land apunta: «El monoteísmo acontece como un quiebre con la ancestralidad, efectuado por una instancia trascendente que sobrecodifica toda genealogía y cercena la integridad ambivalente del tabú». Los narradores antiguos pensaban en el Destino y la voluntad divina; los narradores modernos piensan en la contingencia y los efectos del azar en la Historia; a caballo entre ambos, Lovecraft anticipa un paradigma que sintetiza ambas tentativas.
Pero antes de profundizar en su oscura doctrina, vale la pena viajar hasta la época que alumbró al genio de Providence… Y es que, tras la Guerra de Secesión norteamericana (1861-65), los Estados Unidos de América iniciaron un período de reconstrucción que décadas más tarde se extendería a la propia Europa, de una manera distinta, pero en muchos grados coincidente. En el terreno literario, su mayor reflejo se encuentra en la obra de los dos grandes autores de terror de la época: Edgar Allan Poe, primero, y sobre todo el mayor testigo de estos acontecimientos: su gran discípulo Howard Philips Lovecraft, cuyo pensamiento político profundo está aún por descubrir en España.
En 1877 se acabaron las huelgas históricas del ferrocarril que buscaban mejores derechos para los trabajadores norteamericanos. Fue el año del desengaño: los negros que habían apoyado a los unionistas no disponían de mejores derechos y tampoco la clase obrera mejoró sus condiciones laborales. Muchos huelguistas fueron encarcelados o directamente asesinados. Una clase de élites industriales heredaba el pleno control del país.
Al tiempo, se desarrolló la electricidad y la máquina de vapor: Thomas Alva Edison se alzó como arquetipo del empresario de su época. Alguien capaz de invertir en el incipiente cinematógrafo lo mismo que contrataba pistoleros para aplacar las protestas obreras. Edison, magnate de patentes, se equivocó al apostar por las cabinas de visionado individual frente a las salas colectivas de cine (¿una premonición temprana de las actuales plataformas virtuales?), pero no dudaba en recurrir a la violencia para salvaguardar su monopolio empresarial reunido bajo el nombre de Motion Pictures Patents Company.
La producción fabril sufrió un desarrollo exponencial que aumentó la industria maderera y la metalúrgica. Tampoco el sector agrario o el textil quedaron precisamente indiferentes ante estos desarrollos que contribuyeron a transformar la faz del país al tiempo que a extremar las distancias económicas entre la clase alta y la clase baja. Estados Unidos de América es el primer país del mundo desarrollado construido por una sociedad secreta: la masonería. A ella pertenecían sus más importantes fundadores, tales como Thomas Jefferson, Benjamin Franklin o el propio George Washington, entre tantos otros. Eran liberales esclavistas que pretendían librarse del yugo establecido por la Corona Británica formando su propia versión secularizada y mercantilista del Imperio.
Contra lo que reza la pseudo-mitología liberal del “hombre hecho a sí mismo” y de la “meritocracia”, la mayoría de las grandes fortunas de la época venían en realidad de antiguo (hoy Bill Gates es el mejor ejemplo vivo de la falsedad de ese mismo mito). Se trataba de una clase transversal al Norte y al Sur que en muchos casos se extiende hasta nuestros días manteniendo los mismos apellidos: John D. Rockefeller (creó la Rockefeller Foundation y la Chase Manhattan Bank), J.P. Morgan, Edward Harriman, Andrew Carnegie (creó la Carnegie Foundation) y tantos otros hicieron su fortuna gracias al petróleo, al telégrafo, al ferrocarril y a las nuevas industrias, además de la financiación de la banca judía británica de los Rothschild y la incipiente banca norteamericana de Abraham Kuhn y Solomon Loeb.
Esos mismos apellidos fueron aquellos que fundaron las más importantes universidades del país y además hicieron de la propiedad privada, de su capital financiero, la base de una concepción sacrosanta, pseudodivina (si bien secularizada), de una idea de nación moderna que en cuestión de décadas se extendería al resto del mundo. Muchos de ellos eran importantes cargos dentro del Ku Klux Klan (KKK) o altos grados de la Masonería especulativa, esto es, racistas acérrimos convencidos de ser los agraciados por derecho propio en la Creación del Gran Arquitecto. La aparente contradicción entre Sur racista y Norte liberal es en realidad una falsa dicotomía, como demuestra la figura del influyente masón Albert Pike, un general confederado y miembro del KKK que escribió Moral y Dogma (1871), tenido por muchos como el mejor manual sobre el Rito Escocés Antiguo y Aceptado.
En las décadas finales del siglo XIX las oleadas de movimientos migratorios, tanto provenientes de Europa como relativos al flujo de la población norteamericana dentro de su propio territorio, fueron muy intensos. De alguna forma, la «movilización total» (al decir de Jünger) establecida por la Guerra de Secesión, en connivencia con la industrialización derivada asimismo del conflicto bélico, parecían haberse establecido de forma definitiva en la sociedad; y, de nuevo, esa es una característica que también se propagaría por el viejo continente después del período de guerras totales tecnificadas incoado en 1914.
Junto con los pistoleros pagados por empresarios, la propia policía al servicio del Estado se encargó de ajusticiar de forma indiscriminada, con disparos, detenciones y ejecuciones más que dudosas, a todo instigador de huelgas o protestas, que inmediatamente era acusado de ser un peligroso anarquista y, en consecuencia, sufría el peso de toda la represión del Sistema. Los juicios eran una farsa para preservar el orden económico establecido; la estructura profunda de las corporaciones determinaba en la sombra, a través de su fortuna y de su red de influencias, la estructura política del país. La impunidad de los poderosos para ambicionar, saquear, expropiar, explotar y avanzar en su dogma del crecimiento económico era absoluta. Nadie podía hacer nada por evitarlo.
Entonces las decisiones políticas importantes del país eran tomadas en Wall-Street, igual que ahora tienen lugar en Silicon Valley. Mientras, con un pie puesto en el siglo XX, la matanza de los nativos americanos fue culminada en Wounded Knee, en Dakota del Sur, donde una reserva india fue masacrada. En las siguientes décadas el exterminio racial tampoco cambiaría mucho sus prácticas: en el año 1921 se produce la masacre racial en Tulsa, una población negra que fue arrasada provocando centenares de muertos. Sin embargo, en esa década final del siglo XIX, fue cuando la verdadera industria norteamericana emergió: la armamentística.
Estados Unidos, por medio de sus dirigentes en la sombra, se dieron cuenta de que la «movilización total» jüngeriana compuesta de industrialización e incremento en la producción, necesitaba de un ambiente bélico para expandirse. En apenas unos años registraron conflictos en el Pacífico y en la parte sur del continente americano, cuyo máximo exponente sería la guerra contra España, invocando un casus belli que hoy sabemos de falsa bandera (el hundimiento del Maine), a propósito de Cuba. No sería la última vez que los EEUU intervendrían en España: las injerencias de Kissinger y la CIA o el establecimiento de la Constitución de 1978 decretada por una mayoría de masones es buen ejemplo de ello.
Del reconocido masón Theodore Roosevelt a Woodrow Wilson se extendió una misma política exterior imperialista que resultaba muy rentable para los nuevos financieros industriales del país; pero mucho más relevantes que Roosevelt o que Wilson, políticos encargados de leer discursos escritos por otros lo mismo que aplicar políticas determinadas por la estructura financiera profunda, son los hombres en la sombra que permanecieron más tiempo que ellos en el Gobierno: el ganador del Premio Nobel de la Paz Elihu Root, el atlantista Paul Drennan Cravath, el diplomático John W. Davis y muy especialmente el apodado “Coronel” Edward Mandell House.
Por supuesto todos ellos eran masones y fueron los encargados, en los años siguientes, de organizar el Nuevo Orden Mundial posterior a la IGM bajo el rótulo de «The Inquiry». William Lippmann, considerado junto al célebre William Randolph Hearst el “decano” de la prensa americana, tuvo un papel crucial para vender a la opinión pública las actividades bélicas en suelo extranjero jugando otro papel clave en este incipiente tablero político. En 1922 se publicó el primer número de la publicación Foreign Affairs, derivada del Council on Foreign Relations y muy determinante en la geopolítica atlantista del siglo XX. La financiación de los citados John D. Rockefeller y Andrew Carnegie favoreció la imbricación de este organismo dentro del Gobierno de los Estados Unidos, implementando distintos estudios de raíz confidencial que valieron para esculpir la política exterior del país durante décadas.
Tras la Segunda Guerra Mundial emergieron nuevas figuras relevantes: David Rockefeller, hijo de John D. Rockefeller y creador de la Comisión Trilateral; Allen Dulles, el fundador de la CIA y hermano del político John Foster Dulles; y finalmente James Warburg, hijo del influyente banquero judío Paul M. Warburg y sobrino del también banquero Max Warburg, que le llevaba las finanzas al káiser Guillermo II. El propio James sintetizó muy bien la tendencia hacia la que está orientada el Consejo de Relaciones Exteriores en un discurso leído ante el Senado en 1950: «Tendremos un gobierno mundial, guste o no guste. Sólo falta saber si llegaremos a esto imponiéndolo por la fuerza, o si la humanidad se someterá de buen grado». No es casualidad que estas palabras fueran pronunciadas justo después de que se creara, por orden del CFR, la OTAN para mejor aplicar el Plan Marshall, de nuevo ideado por los herederos intelectuales de Edward Mandell House.
En el marco de la conferencia de Paz de París de 1919, se terminaron de decretar los así llamados «14 puntos de Wilson» para la “reconstrucción” de Europa que fueron estipulados por un discurso del Presidente homónimo tan sólo unos meses atrás. Leídas por Wilson, las palabras eran más de su amigo Mandell House. Fue allí, en París, donde el propio Mandell House, junto con el “mago” de la opinión pública Lippmann, decidieron crear tanto el Council on Foreign Relations o Consejo de Relaciones Exteriores, fundado en 1921, (CFR) como la Reserva Federal de EE. UU, finalmente establecida en 1913 con los apoyos de, entre otros, Charles Norton (J. P. Morgan), Frank Vanderlip (National City Bank), Paul Warburg (banca Rothschild) y Nelson Aldrich (oligarquía Rockefeller). Curiosamente la mayoría de influyentes banqueros contrarios a la Reserva Federal murieron, como está ampliamente probado, en el hundimiento del Titanic.
Más tarde, en 1938, el filósofo antes de tendencia claramente fascista y más tarde reconvertido a liberal y “padre” de la Nueva Derecha Francesa, el francés Louis Rougier, creó una reunión en nombre de Walter Lippman donde se hablaría del libro que éste publicó en 1937 relativo a los principios de “una buena sociedad”. Se considera el modelo previo para que Friedrich Hayek, amigo de Rougier, fundara años después, en una localidad de Suiza durante el año 1947, la Sociedad Mont-Pelerin, con el fin de actualizar la misma tendencia política iniciada en la Conferencia de Paz de París de 1919. Autores como Karl Popper o Milton Friedman son deudores directos del pensamiento de Lippmann.
Antes de ser una ideología política llamada “globalización”, el proceso de mundialización financiera ya estaba en marcha en los años 20, como culminación de un proceso iniciado tras la Guerra de Secesión norteamericana, que aumentó tanto la producción exponencial como el dinamismo libre de fronteras, a su vez basado en la proliferación de nuevas industrias y técnicas nacidas de la guerra y siempre orientadas hacia la propia guerra, entendida mucho más como fenómeno puramente técnico que como proceso meta-político profundo.
En nuestra actual perspectiva de tribalismo racial urbano, la obra ensayística de H.P. Lovecraft supone una perspectiva inmejorable, al menos desde el punto de vista político, para entender cómo hemos acabado donde estamos y qué horizontes de horror se abren ante nosotros, los occidentales de sangre y espíritu, en estos tiempos de “multiculturalismo”. Es algo que la actual apropiación WOKE de los subgéneros literarios como el fantástico, el terror o la ciencia-ficción pretende obviar o censurar en la obra de uno de sus mayores pilares: el apartado político que se manifestó en las páginas de la publicación “The Conservative”. En esos artículos, así como en cartas o en escritos desperdigados por aquí y por allá, el genio de Providence manifestó su temor ante una suerte de «regresión de las castas» (como lo denominaría Evola) de signo biologicista y su preocupación por el desastre demográfico en curso.
Aquello que, en su tiempo (como hemos visto: un siglo atrás) aparecía bajo la forma de una incomprensible pesadilla alucinada, hoy es plenamente realista; más bien profético, que dirían las voces del desierto… Lo mismo ha sucedido con la obra de William Burroughs, Philip K. Dick, J.G. Ballard, David Cronenberg y, remontando el río del tiempo, con Calderón de la Barca. Los autores del Simulacro describen como nadie el presente terrorífico que nos ha tocado en suerte; en ese sentido, hay que leer lo que dice Nick Land al respecto: «La historia del capitalismo es una historia de horror».
Todos somos el Doctor Jekyll y el Señor Hyde allá donde reina el Capital: su esquizofrenia también es la nuestra. Otros muchos así lo han señalado: de Gilles Deleuze a Toni Negri, pasando por un sinfín de nombres, porque todo ordenamiento de la realidad que no sea anarquista resultará totalitario, y el del Capital lo es. En grado extremo. A un nivel tan profundo como el de las grandes religiones monoteístas del desierto. Su dogma es el consumo; su ídolo, la publicidad; su mitología, el espectáculo; y su escatología, la felicidad universal situada al término de la Historia.
En contra de esa «Catedral» universalista, como acertadamente la ha denominado Curtis Yarvin, sólo caben los «anarcas», los herejes, aquellos que sitúan dentro de un gigantesco marco de escepticismo toda noción de conocimiento de la realidad o de especulación a través del lenguaje. Nosotros somos esos hijos bastardos de lo Absoluto: Agentes del Caos que pugnan por traer un orden futuro, gentes descreídas para quienes ni los dioses del desierto ni las ideologías del pecado son válidas. Los aceleracionistas son, en ese sentido, discípulos lovecraftianos que batallan por un Caos presente que podrá habilitar la aparición de un Orden futuro.
La entrada Una introducción al pensamiento político de H.P. Lovecraft (I) se publicó primero en IDEAS.
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