
Cada 23 de septiembre la Iglesia recuerda a San Pío de Pietrelcina (1887-1968), conocido universalmente como el Padre Pío, uno de los santos más influyentes y queridos del siglo XX. Fraile capuchino italiano, fue elegido por Cristo para participar de manera singular en su Pasión a través de los estigmas, que llevó en sus manos, pies y costado durante medio siglo. Su vida estuvo marcada por la oración, el sufrimiento ofrecido y una entrega total al ministerio sacerdotal, sobre todo en el confesionario. Por eso, muchos lo llamaron con razón el “crucificado sin cruz”.
Nacido en Pietrelcina bajo el nombre de Francesco Forgione, desde niño experimentó una intensa cercanía con el Señor y con la Virgen María. A los quince años ingresó en el convento de los capuchinos y tomó el nombre de Pío, en honor al Papa San Pío V. Fue ordenado sacerdote en 1910 y, tras sobrellevar graves problemas de salud, se estableció en el convento de San Giovanni Rotondo, donde permanecería hasta su muerte. Allí, el 20 de septiembre de 1918, recibió los estigmas mientras oraba tras la Misa. Aquellas llagas, inexplicables para la ciencia, fueron para él una cruz íntima, vivida con humildad y ofrecida como reparación por las almas. Nunca buscó la notoriedad de los prodigios, sino la fidelidad silenciosa a la voluntad de Dios.
Más allá de los fenómenos místicos, el Padre Pío fue sobre todo un sacerdote incansable en el confesionario. Con el don de leer los corazones, ayudó a miles de penitentes a reencontrarse con Dios. Su rigor no era dureza, sino caridad que confronta con la verdad para conducir a la conversión. Por eso, a pesar de incomprensiones y críticas, los fieles regresaban una y otra vez a confesarse con él, convencidos de que en aquellas absoluciones encontraban la misericordia divina. A ello se sumaron numerosos milagros atribuidos a su intercesión y su obra de caridad más visible: la Casa Alivio del Sufrimiento, hospital fundado en 1956 para atender tanto los cuerpos como las almas de los pobres.
Entre los miles que acudieron a San Giovanni Rotondo estuvo un joven sacerdote polaco, Karol Wojtyła, quien años después sería San Juan Pablo II. El Papa siempre reconoció en el Padre Pío a un “generoso dispensador de la gracia divina” y, en 2002, lo canonizó, confirmando la veneración que el pueblo de Dios ya le profesaba.
El 23 de septiembre de 1968, tras repetir incansablemente “Jesús, María”, el Padre Pío entregó su alma al Señor. Su figura sigue siendo hoy faro de fe y conversión, recordándonos que la santidad no consiste en los prodigios visibles, sino en la caridad vivida hasta el extremo y en el amor fiel a Cristo y a su Iglesia.
Fuente: Aciprensa
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