Psicología

Centro MENADEL PSICOLOGÍA Clínica y Tradicional

Psicoterapia Clínica cognitivo-conductual (una revisión vital, herramientas para el cambio y ayuda en la toma de consciencia de los mecanismos de nuestro ego) y Tradicional (una aproximación a la Espiritualidad desde una concepción de la psicología que contempla al ser humano en su visión ternaria Tradicional: cuerpo, alma y Espíritu).

“La psicología tradicional y sagrada da por establecido que la vida es un medio hacia un fin más allá de sí misma, no que haya de ser vivida a toda costa. La psicología tradicional no se basa en la observación; es una ciencia de la experiencia subjetiva. Su verdad no es del tipo susceptible de demostración estadística; es una verdad que solo puede ser verificada por el contemplativo experto. En otras palabras, su verdad solo puede ser verificada por aquellos que adoptan el procedimiento prescrito por sus proponedores, y que se llama una ‘Vía’.” (Ananda K Coomaraswamy)

La Psicoterapia es un proceso de superación que, a través de la observación, análisis, control y transformación del pensamiento y modificación de hábitos de conducta te ayudará a vencer:

Depresión / Melancolía
Neurosis - Estrés
Ansiedad / Angustia
Miedos / Fobias
Adicciones / Dependencias (Drogas, Juego, Sexo...)
Obsesiones Problemas Familiares y de Pareja e Hijos
Trastornos de Personalidad...

La Psicología no trata únicamente patologías. ¿Qué sentido tiene mi vida?: el Autoconocimiento, el desarrollo interior es una necesidad de interés creciente en una sociedad de prisas, consumo compulsivo, incertidumbre, soledad y vacío. Conocerte a Ti mismo como clave para encontrar la verdadera felicidad.

Estudio de las estructuras subyacentes de Personalidad
Técnicas de Relajación
Visualización Creativa
Concentración
Cambio de Hábitos
Desbloqueo Emocional
Exploración de la Consciencia

Desde la Psicología Cognitivo-Conductual hasta la Psicología Tradicional, adaptándonos a la naturaleza, necesidades y condiciones de nuestros pacientes desde 1992.

sábado, 27 de septiembre de 2025

Sombras nada más


  

Memoria de S. Vicente de Paúl, cfr.

 


Reflexionaba un par de meses sobre atrás sobre la necesidad de una educación sentimental como la base más segura para afrontar las singladuras de un matrimonio cristiano. En alguna ocasión he reído con Aurora Pimentel parodiando a esos columnistas españoles que rememoran sus ligues como si fueran adolescentes desengañados de hace treinta o cuarenta años. La fase de llorar ante mamá porque Enriqueta no me quiere y sale con otro debería haberse curado cuando ella te ponía un tazón de caldo mientras añadía que te sorbieses los mocos, porque ya llegará alguna que te quiera. O cuando le decía a Enriqueta la suya que Filomeno no te merece y que venga, sécate esas lágrimas y ayúdame a hacer las lentejas. Cuando los años pasan, las situaciones pueden llegar a ser trágicas, sobre todo si no se ha aprendido de las escenas más cómicas – y dramáticas – de la pubertad.

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No creo que la experiencia de ninguna generación, ni siquiera la propia, pueda enseñar nada si quienes la reciben no descubren, por debajo de toda la ganga circunstancial de cada época, las tendencias fundamentales de nuestros deseos que nos hacen estrictamente contemporáneos, por encima de cualquier prejuicio presentista, los unos de los otros.

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De los años 70 recuerdo dos canciones que forman parte de mi tejido emocional. Aunque deseara deshacerme de su melodía, late en mi pulso, sobre todo cuando se dispara. Por ello, las oigo de tanto en tanto, para tener bien presente de dónde vengo sin que puedan atraparme de nuevo. Una es The way we were (1973) de Barbra Streissand. Hace unos años vi la película, que apenas recordaba. Me sorprendió lo que me dolía la serena mirada desolada de Robert Redford en el reencuentro final. “Memories, may be beautiful and yet. / What`s too painful to remember, We simply choose to forget”.

La otra canción, que me enerva y me hechiza, es también otoñal. September morn (1979) de Neil Diamond trata de un par de cuarentones que se reencuentran media vida después. Entre sonrisas me confirma que no es posible recuperar la juventud y, entre lágrimas, que no es conveniente llorarla. Cuando me reencontré por azar con un viejo amor de juventud al que jamás me declaré, sólo pude contarle cómo media vida atrás bañaba un sol tardío decembrino su pelo azabache y qué enamorado me sentí entonces, como si la desdicha no pudiese alcanzar ese instante de plenitud. Me despedí de ella temiendo haber incurrido en “Two lovers playing scenes / From some romantic play / September morning / Still can make me feel that way”.

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De los años 40 también llevo grabadas dos escenas en mi paisaje sentimental. Una de Casablanca (1942) y otra de El bazar de las sorpresas (1940). En la primera Humphrey Bogart-Rick, con su gabardina y su sombrero empapados, está petrificado en el andén de la Gare du Nord esperando, mientras Dooley Wilson-Sam le arrastra del brazo, como la madre del primer párrafo, “Vámonos, Sr. Richard”. Esa carta de despedida estrujada que Rick arroja era su corazón que regresa de la mano de la Bergman a su bar en medio de la nada.

Sin embargo, con los años debe darse paso a una sabiduría cómica. La escena final de la película de Lubitsch es un ejemplo máximo de seducción delicada y frenética. James Stewart-Kralik acaba estrechando entre sus brazos a Margaret Sullavan-Clara Novak y le pide que vaya al apartado de correos, abra el buzón, lo tome entre sus manos, lo abra y lea su corazón. No cejé de buscar la sorpresa derretida en la mirada de ella hasta que lo encontré en mi donna tolosana.

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Escribo esta entrada mientras escucho en casa de mis padres tangos de Libertad Lamarque. Cada vez que vengo a Madrid me asaltan tantos recuerdos en cada esquina donde ya nada queda igual que prefiero perderme anónimo entre ellos. Suena ahora Sombras y nada más. Me he estremecido con su inicio: “Quisiera abrir lentamente mis venas / mi sangre toda verterla a tus pies / para poder demostrar que más no puedo amar / y entonces morir después”. Aquel era uno de esos sueños recurrentes de mis quince, dieciséis años, porque entonces es la vida lo que un adolescente ama a borbotones, sin entender nada. Me sumergía lentamente en un océano nítido, en este mismo lugar donde ahora me siento, notando cómo me desangraba mientras contemplaba el rostro de mi Enriqueta. Puede que creyese estar “viviendo el paisaje / más horrendo de este drama sin final”, pero lo cierto es que me estaba formando una sensibilidad hermética que mi atracción por el surrealismo y el psicoanálisis no ha logrado agotar. Me ha ayudado a entender mis miedos y a no temer, aunque puedan abrumarme, los miedos de quienes quiero. “Sombras nada más acariciando mis manos / Sombras nada más en el temblor de mi voz”.

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